“49 cruces blancas”; extracto de la nueva novela de Imanol Caneyada

A continuación les presentamos un extracto de “49 cruces blancas (la novela de un incendio que no acaba de extinguirse)”, de Imanol Caneyada; la presente publicación cuenta con la autorización del autor
Una no sabe cuántas niñas pueden ser tu niña, me dice Raquel. Una no sabe cuántos rostros son el rostro de tu hija hasta que comienzas a buscarla.
Raquel Sánchez llegó a la calle De los Mecánicos y se encontró con un agente de tránsito que le impedía el paso. A unos cuantos metros, ambulancias, patrullas, bomberas, gente corriendo con bultos en brazos, gritos imposibles de emitir, gritos que aún resuenan en esa calle enlutada. Descendió del coche y esquivó al policía mientras aullaba mi hija está ahí, mi hija está ahí, deseando que no estuviera, que ese día hubiera amanecido enferma y quedado en casa, que la abuela hubiese pasado a buscarla antes, como a veces sucedía.
Rogando a un dios en el que no pensaba mucho, que por esa vez, solo por esa vez, no fuera el dios que había permitido que se llenara de sangre las llanuras de Ramá. Quería llegar a la entrada de la guardería, zambullirse en el humo negro que la pequeña puerta vomitaba, buscar a Paola entre las brasas vivas. Otras madres, otros padres también lo intentaban, pero los cuerpos de seguridad que ya habían acordonado el edificio lo impedían. La multitud clamaba enloquecida. ¿Qué clamaba? Lo imposible: que el tiempo retrocediera y que el destino de esa ciudad, de ese barrio obrero, de esa calle hasta entonces insignificante, no hubiera sido escrito aún.
En ese momento de histeria en el que nadie era capaz de poner orden, una parte de mí se empeñaba en decirme que ese día Paola no había ido a la guardería, que regresara a casa, que ahí estaría esperándome.
La esperanza puede ser un disparo en el corazón al que sobrevives muchos años.
Una voz se hizo dos y luego diez y luego cien. Y decían todas que en una casa aledaña a la estancia habían recogido a los niños ilesos. Ahí está Paola, se dijo Raquel, pero no estaba. Se sumó al río de padres que invadía la sala y el comedor y la cocina de unos extraños que multiplicaban sus fuerzas para dar de beber a los pequeños, tratar de calmar su llanto, consolarlos. Una colección de diminutos rostros deformados por el terror que pasaba ante los ojos de Raquel como explosiones de luz que se apagaban de inmediato, cuando ninguno era el de su hija, sumiéndola en un invierno que avanzaba minuto a minuto por todo su cuerpo.
Raquel, tres años después, aún se reprocha haber envidiado a los padres que salían de esa casa anónima, una casa de porche verde, con sus hijos intactos en brazos llorando de incredulidad.
Tal vez fue un bombero o un paramédico o un policía, no logra recordarlo. Alguien le aconsejó que buscara en los hospitales de la ciudad. ¿En cuáles? En todos, no había suficientes para albergar tanta muerte.
No supo cómo ni de dónde habían salido, pero al abordar el coche, su padre y su hermano le dieron alcance llenos de preguntas que no podía, que no quería contestar. Buscó inútilmente las llaves en el bolso hasta que su hermano le indicó que estaban puestas y el motor encendido, no lo había apagado cuando llegó. Fue su hermano quien la arrancó del asiento del piloto para tomar su lugar y la arrojó a la parte trasera. Entonces el coche empezó ese otro peregrinar que duraría toda la tarde y parte de la noche.
Hospital. Sala de espera. Caos y dolor. Médicos y enfermeros rebasados por las circunstancias, tratando de sostener un profesionalismo que no los había preparado para una estadística dictada por el diablo.
Hospital. Sala de espera. Caos y dolor. Camas y más camas ocupadas por cuerpecillos quemados parcial o totalmente, muchos irreconocibles.
Aquí no está. ¿Cuál sigue?
Para entonces, algunos medios de comunicación hablaban ya de una treintena de niños que habían perecido entre las llamas. Y a Raquel, hundida en el asiento trasero de su coche, en donde cada día Paola se instalaba para ir a la guardería, la esperanza se le fue transformando en vaticinio. Está muerta, murmuraba. Y la imagen de su hija envuelta en llamas anulaba esa otra imagen, la de los cientos de familiares agolpados en las entradas de los hospitales, desesperados porque nadie les daba razón de sus hijos, nietos, sobrinos. Un grito sordo que recorría la noche caliente de Hermosillo, empeñada en negar que algo así podía suceder. Un grito que los habitantes de esa ciudad, encerrados en sus casas, escuchaban con los ojos perdidos en la muerte.
Como una autómata, cuenta Raquel, avanzaba entre el tumulto guiada por su hermano y su padre mientras el deseo de dar con la niña y el de postergar el momento la desgarraban. En el instante en que hallara a Paola, la realidad impondría un hecho inapelable. Raquel, en algún pasaje de su deambular entre hospitales, quiso salir corriendo, huir del sudor y las lágrimas de esa multitud que enfermaba de incertidumbre. Refugiarse en un rincón oscuro, solitario, en una caverna, para poder fijar a Paola en su memoria en el minuto mismo en que la niña, antes de desparecer por la puerta de la estancia, giraba sobre sus talones y agitaba la mano para despedirse. Lo que venía después de ese minuto, lo que vendría posteriormente en cuanto encontrara a su hija, sería una voz impertinente y voluntariosa: ¿por qué la llevaste a la guardería? ¿Por qué no se quedaron en casa ese día?
Raquel cree recordar que alrededor de las tres de la mañana, después de haber buscado en las clínicas del IMSS, el Hospital General, el Hospital Infantil, el Hospital Chávez, en una camilla del CIMA halló a Paola con el sesenta por ciento de su cuerpo quemado. Pudo identificarla por las sandalias blancas y rosas con mariposas en el empeine, extrañamente intactas. Una doctora les confirmó que estaba viva pero que su condición pendía de un hilo.
Raquel se derrumbó a los pies de la médica y le rogó que salvara a su hija. Clavó sus uñas en los tobillos de la joven doctora —exhausta a esas horas, agotada por las decenas de intervenciones de emergencia que había realizado para entonces; con la piel calcinada de los niños pegada a sus manos— y empapó de lágrimas sus zapatos blancos mientras le suplicaba que no dejara morir a Paola. Su padre y su hermano la desprendieron de la médica. Esta solo alcanzó a balbucear que haría todo lo que estaba en sus manos al tiempo que trataba de alejarse para continuar con una jornada que se le quedaría grabada en la memoria para siempre.
Raquel, tres años después, con cierto cinismo resignado, dice que su hija tuvo suerte. Dos días más tarde Paola fue de los pocos niños trasladados en helicóptero al Shriners Hospitals for Children, en Sacramento, California. En las clínicas del IMSS, funcionarios de la institución llegados de la Ciudad de México impidieron a los padres evacuar a sus hijos heridos y murieron a las horas o a los días. Nunca dieron una explicación de por qué actuaron así. La idea generalizada es que querían evitar un escándalo internacional.
Tuve suerte, insiste Raquel, maldita suerte la nuestra. Ella poseía un destartalado
coche rescatado por su padre de un deshuesadero con el que atravesar esa anarquía sufriente; muchos padres, a pie, detenían taxis que no les cobraban el pasaje o coches particulares que se aprestaban a llevarlos a su destino.
Tuve fortuna, sí, porque no terminé mi peregrinar en la morgue, adonde los familiares arribaban después de buscar en todos los hospitales de la ciudad infructuosamente. La última estación de un tren surgido de las entrañas del infierno. La policía había colocado unas vallas de acero alrededor del acceso para impedir la entrada de la muchedumbre enfurecida, harta del silencio, al borde del abismo. Olga, una psicóloga acechada desde entonces por inefables pesadillas, esa noche recorrió al menos treinta veces el pasillo que separaba la morgue del exterior; en una mano el nombre de uno de los pequeños identificado y en la otra un megáfono. Voceaba a la víctima y al instante surgían gritos destemplados entre la multitud que se abría en abanico para dar paso a los deudos. Algunos padres desfallecían al transitar por el pasillo de la muerte, otros preguntaban incrédulos a la psicóloga si estaba segura de que su hijo había muerto.