Elección 5 de junio: conversación pública rota y el mensaje ciudadano
Por Jesús Susarrey /
La comunicación política implica un sistema de ideas, creencias y experiencias compartidas que la hagan entendible y desde esa perspectiva, la conversación pública está rota
Si la alternancia partidista que sacaría al PRI de Los Pinos para instaurar una verdadera democracia liberal tuvo una descripción épica que le dio sentido y dominó la conversación política, hoy los cambios de partido en los gobiernos no necesariamente ennoblecen causa alguna, ni generan la certeza de que las cosas serán mejores.
En la lógica democrática, la apuesta por un partido o candidato conlleva esperanza y confianza sustentada en un perfil y en un programa político, sin embargo en las recientes jornadas electorales la emoción y el ánimo dominantes fue el hartazgo y el cobro de agravios a los malos gobiernos.
En lugar de un ideal democrático compartido, lo que sobresale es la frustración y el enojo ciudadano que más que la esperanza de que los que lleguen lo hagan mejor, parece que desesperadamente buscan detener los desaseos, los desatinos y los abusos de poder de los gobiernos en turno.
Las crónicas del pasado 5 de junio describen el dilema ciudadano: alianzas partidistas con revoltijos ideológicos; propuestas huecas o ya ensayadas sin éxito; ilegalidades, frivolidad discursiva. El pragmatismo por la victoria a cualesquier precio, frente a la actuación basada en principios y valores democráticos de los menos. La lista es ya conocida y la dinámica es costumbre.
Es una ingenuidad suponer que por regla general se trató de elegir el mejor programa y a los mejores hombres. Lo novedoso fue la generalización del encono contra la mayoría de los gobiernos en turno, independientemente de los partidos que representan y sobre todo la decisión de ponerles un alto.
El castigo electoral fue parejo y aunque el más estridente es el propinado al PRI, ninguna organización quedó al margen. Los triunfos se fincaron en el desprestigio de los gobiernos actuales de tal manera que más que expedir cartas de aceptación a los candidatos y partidos que llegan, se cobraron agravios a los que se van.
Lo que sorprende es que haya posturas triunfalistas. Lo ocurrido debiera preocupar a todos porque se sabe que de cara a escenarios futuros de la lucha política es evidente que lo hecho hasta ahora no será suficiente. Las alternancias partidistas fueron sólo un recurso ciudadano para exigir la rendición de cuentas que la sociedad política le ha negado y no un dispositivo propio de una democracia consolidada.
Con seguridad cientos de expertos iniciarán en breve estudios retrospectivos que aportarán datos nuevos. Sin embargo, develar el enigma del ánimo social de hoy y determinar su trayectoria futura requerirá de mucho más porque la comunicación política entre gobierno y sociedad implica un sistema de ideas, creencias y experiencias compartidas que la hagan entendible y desde esa perspectiva, la conversación pública está rota.
El lenguaje y los códigos de las élites políticas son diferentes a los de una ciudadanía escéptica por promesas incumplidas y que pese a la claridad de sus demandas y reclamos, simplemente no ha sido del todo escuchada ni cabalmente entendida.
Se le ha respondido con complejas reformas al marco jurídico, programas integrales, estrategias económicas, nuevos modelos de gobierno, con todo menos con resultados aceptables.
Reconstruir la confianza ciudadana y restablecer la credibilidad de la sociedad política para recomponer esa relación no es tarea fácil. Hemos escrito ya que cuando el fenómeno de la desconfianza se instala, se autonomiza y adquiere dinámica propia. Lo complica la vulnerabilidad de los gobiernos por su precaria legitimidad, su ineficacia, la colusión de intereses y los desaseos en el ejercicio del poder.
De poco sirve el intento por combatir la impunidad si las estructuras jurídicas y el arreglo político de hoy en lugar de facilitarlo lo entorpecen. La eficacia gubernamental requiere no sólo de buenas políticas públicas, también de buenos ejecutores pero el amiguismo y los acuerdos para el reparto de los puestos públicos lo obstaculizan. Poco puede hacerse para estimular la cultura de la legalidad y la rendición de cuentas sin contrapesos al poder y un Estado de derecho sólido.
El aprieto para los actores políticos es que no brindar resultados no es opción y que la exigencia ciudadana de modificar la forma en que se ejerce el poder para que sirva al interés mayoritario, es al parecer innegociable. El mensaje va más allá de las alternancias partidistas y quizá la única conversación pública posible que permita descifrarlo con precisión sea bajo esas premisas.
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