Destacada

Aunque cambies la cerradura voy a ir a matarte

El 25 de noviembre se celebró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer; les presentamos esta pieza escrita por la socióloga Gabriela González Barragán, en la que da cuenta de los escalofriantes testimonios de un grupo de mujeres víctimas de violencia durante una terapia de autoayuda. Los nombres, por obvias razones, están cambiados

Por Gabriela González Barragán

Aurelia tiene 45 años, ha vivido con Pedro 23 de éstos. En ese tiempo han procreado dos hijos: una niña y un varón. Pedro se ha vuelto un hombre exitoso de negocios y ella ha tenido la oportunidad de asistir a la universidad y graduarse en psicología. Los hijos van a colegios particulares y llevan una vida social propia de la clase media sonorense. Sin embargo, esta mañana Aurelia ha sentido la urgente necesidad de acudir a uno de los Centros externos de atención a víctimas que existen en Hermosillo. A su llegada ha sido invitada a formar parte de un grupo de autoayuda.

La trabajadora social del lugar le explicó que es una terapia colectiva, donde mujeres con problemas similares, que han sufrido violencia por parte de la pareja, platican sus problemas y se apoyan. Todo con la atención de una psicóloga especializada en estos problemas y que está presente durante las sesiones.

3-victimaAurelia, mujer exuberante, otrora reina de belleza, hoy muestra en su rostro los signos del agotamiento por 20 años de violencia ejercida por su pareja sobre ella. Ese día, como otros tantos, ha exagerado su maquillaje para cubrir las marcas de los golpes que su marido le dejó después de la última discusión. Con lágrimas en los ojos y voz dolida ella plática que lleva cuatro años durmiendo en el sillón de la estancia de su casa. Desde que Pedro la echó de la recámara conyugal anunciándole que no era más su pareja sentimental, porque él ya tenía una nueva relación, que se quedaba en casa como hombre responsable por sus hijos, por lo que no recibiría más dinero de él y así ha sido desde entonces. Aurelia mantiene en su propia casa la calidad de “arrimada”, ha abandonado su vida social y consiguió un trabajo para comer y vestirse y a pesar de la declaratoria de responsabilidad de su marido, hace los pagos del gasto corriente del hogar: agua, luz, teléfono. “La gota que derramó el vaso” y motivo del último conflicto, fue el anuncio de Pedro sobre el juicio iniciado por él para arrebatarle la patria potestad de la pequeña hija y llevarla a vivir con su abuela.

Ésta es la confesión que Aurelia ha hecho frente a un grupo asombrado y silencioso de cuatro mujeres que la escuchan con atención. Una de ellas es Alejandrina, la psicóloga del centro, mujer rubia de belleza antigua, recuerda a los carteles norteamericanos de los años cincuenta del siglo veinte. Esos en los que se anunciaban estufas, licuadoras, aspiradoras y planchas y las mujeres lucían una amplia sonrisa. Así se ve el rostro de Alejandrina. Con mucha preparación y diez años atendiendo mujeres víctimas de violencia de género, no pierde el ánimo, las oye, conforta y brinda información para que solucionen sus problemas.

Aurelia se siente bien en la sesión con el grupo. La psicóloga le ha dicho que si lo desea, será canalizada a la barra de abogados para que atienda su caso de manera legal. Por lo pronto Alejandrina da continuidad a la sesión y pregunta a la más joven de las integrantes del grupo si quiere participar. Luna es una jovencita a punto de cumplir 18 años. Delgada, morena clara, de ojos negros, brillantes y manos inquietas, platica que ella no sabe por qué está ahí. Su madre, alarmada, la llevó a ese centro para que la aconsejen después de que descubrió las marcas de una mano sobre su cuello la noche anterior. Su mamá la interrogó y Luna, minimizando el acto, le respondió que había sido Humberto, su novio, jugando con ella. Dice: “Así nos llevamos, él me da pellizcos y empujones o me jala el pelo”. La jovencita de ojos negros se declara profundamente enamorada. Humberto es dos años menor que ella, pero ya han hecho planes para vivir juntos toda la vida. Luna está por terminar la preparatoria en un Cobach. Él no estudia, pero su padre lo ha puesto a cargo de uno de los carritos de hot dog, que son el negocio de la familia, por lo que cuenta con dinero para ponerle una casa. Sus compañeras del grupo de autoapoyo la miran con asombro y Alejandrina, con su sonrisa de siempre y la prudencia que le caracteriza, pide que platique más sobre su relación con Humberto. Luna accede con gusto, entusiasmada les dice: “Él es un poco celoso, he tenido que abandonar a mis amigas y dejar de ir a las fiestas con los compañeros de la escuela, porque a él no le gusta verme ni con mi hermano, revisa mi celular y me pregunta dónde estoy, cuando no me acompaña”. Ella no parece entender que está siendo maltratada. Su corta edad y el hecho de provenir de una pareja bienavenida no le permite ponerle nombre a lo que está viviendo. Sin ánimo de violentarla, Alejandrina la invita a llegar al final de la sesión y solicitar una consulta individual para el día siguiente, con el fin de apoyarla en su proyecto de vida, porque ella tiene la oportunidad de asistir a la universidad y acceder a una situación económica mejor que la vivida hasta ese momento con sus padres. Luna dice que está de acuerdo, pero lo consultará con su madre y con Humberto, al que, reitera: “Quiero mucho y no deseo disgustar”.

Martina parece ser la más introvertida del grupo. Pálida, delgada y de ojeras pronunciadas, ha pasado por su rostro el pañuelo que aprieta en su mano izquierda en varias ocasiones. Levanta la mano siguiendo las reglas del grupo y pide hablar. Martina dice con voz llorosa que tiene miedo, porque se atrevió a ir a ese centro y su señor es un hombre muy importante que anda en la política y de enterarse que ha estado allí, le dará una de las golpizas de siempre. Martina no muestra marcas de golpes en su cuerpo, pero sí un estado emocional muy deteriorado. Alejandrina la conforta, le dice que ese lugar es una zona de seguridad y que puede continuar hablando si así lo desea y seguramente después de hacerlo se sentirá mejor.

3-cerraduraMartina narra cómo llegó al centro. La aconsejó y ayudó una vecina, cuando la vio llorar por varios días en las mañanas. Se sentaba en el escalón de la puerta después de despedir a sus hijos. Él pasaba por los niños para llevarlos a la primaria y siempre antes de irse la insultaba y entre gritos algo le decía sobre lo incompetente que era para atender a sus hijos. Su señor no es su marido y es veinte años mayor que ella. Hace diez la enamoró, cuando trabajaba de secretaria en el sindicato. En la posada la sacó a bailar, sabía que era casado, pero era tan guapo y le hacía tantos regalos que poco a poco se dejó convencer, hasta que salió embarazada y él le puso casa. Ahora Martina tiene 30 años y tres hijos, pero él continúa casado. Todas las mañanas va a su casa por los niños y los lleva a la escuela. Cuando terminan las clases un asistente pasa por ellos y los lleva a comer a casa de la mamá de él. El principal problema de Martina es que no cuenta con dinero propio, “ni para el camión”. Está totalmente controlada por él, quien de vez en cuando la visita de madrugada. Él paga todos los gastos de la casa, lleva el mandado que considera necesario y los mantiene a ella y sus hijos en esa casa de propiedad de la mamá de él. La mayor parte del día Martina está sola. Los últimos meses se siente muy mal y no deja de temblar y llorar, ha perdido el apetito y han empezado a aparecerle unas manchas en el rostro, además no duerme bien de noche y siempre esta somnolienta de día.

Las compañeras la miran compasivamente y Alejandrina le tiende la mano, a lo que Martina responde apretándola fuerte con la suya y espirando profundamente, para después sollozar. La psicóloga se dirige al grupo para informarles que en el departamento de trabajo social de ese centro existe una bolsa de trabajo y quien así lo requiera puede presentar su solicitud de empleo, voltea y mira directo a Martina: “Lo que necesitas es un trabajo que te dé dinero, cosas qué hacer y en qué pensar. Puedes conseguir un trabajo y tener tu propio dinero”.

Entusiasta Cecilia levanta la mano. Chaparrita, vivaz y al parecer la veterana del grupo, sonriente toma la palabra y se dirige a Martina: “Toma, en esta dirección necesitan una empleada de mostrador, pagan mil a la semana y te dan seguro”, le dice mientras le extiende una tarjeta blanca con datos escritos con pluma azul. Martina lo toma y agradece el gesto.

Bien, dice Alejandrina dirigiéndose a Cecilia: “¿Y tú cómo te sientes, Cecilia? ¿Cómo te fue esta semana?”. Cecilia levanta las cejas, hace una mueca que quiere ser una sonrisa y recarga su mentón en el puño de su mano: “Bien en el trabajo, los niños bien. Ya cambié la chapa de la entrada de la casa, pero sigo recibiendo sus amenazas de muerte por WhatsApp y ahora ya somos putas todas mis hermanas, yo y hasta mi mamá”, y poniendo frente a su rostro el aparato celular, lee en voz alta el último mensaje que le envió Alfredo, su exmarido: “Puta dejas que te las toquen como tu mamá”. “No importa que cambies la cerradura, en la noche voy a ir a matarte”. El rostro de Alejandrina se torna serio, ha dejado de sonreír. Mira fijo a Cecilia y pregunta: “¿Quieres que te canalice a la barra de abogados? Puedes levantar una demanda por amenazas. Sólo guarda todos los mensajes. Puedes pasarlos a la computadora e imprimirlos, son pruebas suficientes para proceder. Sobre todo para que te extiendan una orden de alejamiento, para protegerlos a ti y tus hijos”. Cecilia responde que sí; se quedará en el Centro después de la sesión para realizar el trámite.

Alejandrina se pone de pie y pide con un gesto que todas lo hagan, se toman de las manos y hacen un circulo, repitiendo las palabras de la terapeuta que son la oración del cierre de sesión. Al terminar las despide tomando las manos de cada una ellas e invitándolas a que continúen asistiendo a estas sesiones. El miércoles próximo de diez a doce volverán a encontrarse.