Democracia trastocada: las trampas de la popularidad
Por Jesús Susarrey/
Al paradigmático caso del presidente Vicente Fox que no logró convertir su legitimidad de origen y su evidente popularidad en resultados que abonaran al proyecto de transformación que prometió, le han sucedido otros, como el de Guillermo Padrés en Sonora, que debiera alertar a los actuales
Cierto que el diseño de nuestra democracia fue gradualmente perfeccionado y que generó un sano contexto de alta competencia política pero también lo es que sus dispositivos han sido trastocados. El sentimiento colectivo de desaliento y desilusión con sus resultados es evidente y no requiere ser reseñado.
El proceso para darle centralidad a los partidos políticos y modernizar los canales de acceso al poder fue largo, pero corto el tiempo que necesitaron las élites para controlarlos y con ello los procesos electorales y a los poderes públicos. El hecho en sí mismo no es lo relevante, la lucha por el poder es consustancial a la democracia, pero no el trastrocamiento de sus mecanismos de intermediación y representación política.
El problema es que el nuevo arreglo político generó una dinámica en la que los actores en lugar de priorizar el diseño de políticas públicas efectivas para atender las demandas ciudadanas, se enfocan más en mantener popularidad y rentabilidad política en un contexto de gobiernos con baja capacidad de respuesta y de colusión entre poderes y grupos que defienden intereses particulares.
Si para acceder al poder fue necesario el acuerdo con grupos políticos e incrementar los niveles de aceptación con un discurso que respondiera a los agravios y exigencias de diversas clientelas electorales —incluso a sabiendas que algunas no podrían atenderse— esos mecanismos son ahora insuficientes para legitimar su ejercicio por la sencilla razón de que sin buenos resultados de gobierno, la popularidad es efímera y pierde eficacia.
Legitimados electoralmente con una bajo porcentaje de los votos —en ocasiones inferiores al 30% o del 15% del total del padrón— y promesas formuladas al calor de las campañas, más tardan los gobiernos en definir y exponer la manera en que instrumentarán el programa ofrecido, que sus opositores en señalar inconsistencias e incumplimientos para desacreditarlos.
Con presupuestos públicos insuficientes; con acuerdos políticos que pierden vigencia en el momento en que se inician nuevos proyectos electorales o se niegan los incentivos ofrecidos; y con una ciudadanía escéptica por los reiterados incumplimientos, la tarea se complica porque en democracia la popularidad camina de la mano de los consensos y de los buenos resultados de gobierno. La afirmación es elemental desde luego pero al parecer necesaria.
No se subestima la importancia y la necesidad de los buenos niveles de aceptación, tampoco sugerimos una resignada impopularidad, lo que llama la atención es la persistencia de lograr popularidad por la vía del marketing político que construye imágenes sobreponiéndolo al diseño de políticas públicas eficaces que la traducen en legitimidad y consensos.
Es entendible que en un contexto de alta competencia y fragmentación política la captura de clientelas resulte insoslayable para abonar a la legitimidad e incrementar márgenes de maniobra, lo incomprensible es que se subestimen las consecuencias de no atender con la misma intensidad la responsabilidad de producir gobiernos eficaces.
Al paradigmático caso del presidente Vicente Fox que no logró convertir su legitimidad de origen y su evidente popularidad en resultados que abonaran al proyecto de transformación que prometió, le han sucedido otros en los tres niveles de gobierno, como el de Guillermo Padrés en Sonora, que debiera alertar a los actuales.
Las ventajas de los discursos que conectaban con el ánimo ciudadano y de la personalidad mediática se han anulado por la falta de resultados. La ruta seguida no la justifica ni el más apasionado pragmatismo que abreva del realismo político del a veces incomprendido Maquiavelo y que juzga la acción por sus resultados y consecuencias pero sin desatender las intenciones y los medios empleados.