El caso de las ágiles diputadas saltarinas

Su decisión de saltar de partido no genera un reclamo organizado, proveniente de algún sector que se sienta traicionado por el viraje; nada representan fuera de un pequeño círculo de amigos y familiares
Por Juan J. Sánchez Meza
No debiera extrañarnos el caso de dos diputadas al Congreso del Estado que contendieron al cargo con el apoyo del PRI y que, una vez alcanzada la curul, decidieron brincar a las filas del oficialismo.
Es muy explicable que estas mujeres busquen cobijarse bajo el manto del partido en el poder, no sólo porque les resulta más beneficioso, prometedor y, en último caso, más cómodo estar dentro que fuera, sino porque no saben qué hacer fuera del poder; no entienden el papel de la oposición; no saben qué hacer como opositoras políticas del poder ni les interesa aprenderlo, sobre todo porque ya es tarde para ello.
Es decir, no están dispuestas a vencer los desafíos que debe enfrentar la oposición para ser digna de ese nombre, por la sencilla razón de que no saben cómo y por supuesto que no les importa.
Por otro lado, solo es parcialmente cierto que estas dos mujeres le deban el cargo a los votantes de la coalición que apareció en la boleta; en realidad, se lo deben a quien le dio instrucciones al presidente del comité estatal del PRI para que apoyara sus candidaturas, preparara la documentación necesaria, allanara el camino a cualquier dificultad y las inscribiera ante el órgano electoral.
Detrás de esas candidaturas no había, ni entonces ni ahora, una corriente de opinión de grupos significativos de la sociedad que las apoyara; ninguna organización de trabajadores, campesina, obrera, popular o empresarial o de mujeres organizadas o de cualquier agrupamiento gubernamental o no gubernamental, etc., etc., veía en ellas una esperanza de representación efectiva y la verdad que no lo necesitaban, porque les bastaba ser consideradas por la gobernadora del estado.
En ese sentido, su decisión de saltar de partido no genera un reclamo organizado, proveniente de algún sector que se sienta traicionado por el viraje; solo hay una masa anónima de votantes, la mayoría de los cuales no sabía ni sabe quiénes son estas diputadas y tampoco le interesa saberlo porque, insisto, nada representan fuera de un pequeño círculo de amigos y familiares.
Por esa misma razón, la discusión de su cambio de colores sólo se desarrolló como alimento de las columnas de cronistas de la vida local de los partidos que hablan de traiciones porque suponen que en algún momento estas mujeres profesaron algún credo político, alguna convicción ideológica.
En realidad, para ellas solo fue, es y seguirá siendo valiosa la fidelidad no a un ideario o a un partido, ni siquiera a un gobierno o a un programa político, sino solo a una persona que no es otra que la que decidió que fueran candidatas e hizo posible que ganaran.
Entonces, no estamos, ante el sangrado que provoca el éxodo de liderazgos y militantes cuyo patrimonio de popularidad y votos vaya ahora a enriquecer las siglas del partido en el poder, porque nada aportan a éste, salvo su voto en la Cámara local y, desde luego, hacen lucir avasallante al partido que hace unas semanas era su contendiente. El problema se reduce a que este par de mujeres entendió que no es lo mismo integrar el minúsculo círculo de una oposición —que no lo es— que estar al servicio del poder. No padecen adicción a la política, porque lo que ellas llaman política no es otra cosa que la cercanía —la mayor posible— al poder liso y llano; es decir, al Ejecutivo, quienquiera que lo encabece y al que siempre, como ahora, le ofrecerán su voto para todo lo que se ofrezca.