Estudio de la Ópera de Bellas Artes

Por Juan Arturo Brennan
“Mudar vocablo es elegancia”, decía Quevedo, y en el cuarto día de este FAOT 2019 se hizo necesario dejar por un momento los conciertos de mediodía en el Palacio Municipal para ir al Mercado de Artesanías. Sin duda, lo que allá ocurre cada año durante el Festival siempre es digno de atención… de hecho, mucha más atención de la que se le ha dado. Se trata, básicamente, de la presencia de grupos musicales de los pueblos originarios de Sonora y regiones circunvecinas. Este día, las actividades musicales fueron precedidas por un coloquio dedicado a un tema, más que interesante, urgente: el asunto de la preservación, refuerzo, divulgación y uso de las lenguas de los pueblos indígenas. Invasiones, conquistas, genocidios, expulsiones, exilios, migraciones, globalización, medios de comunicación, redes sociales… uno a uno, se mencionaron y se discutieron muchos de los factores que han contribuido a la paulatina pérdida del uso de numerosas lenguas originarias de México. Todo ello se dio en el contexto de un hecho que, ojalá, sea significativo y útil: la ONU y la UNESCO han declarado a 2019 como el Año Internacional de las Lenguas Indígenas. ¿Será, como en otros casos, una mera etiqueta simbólica, o de verdad se hará algo al respecto? Por lo pronto, en una manta informativa colocada en la explanada del Mercado de Artesanías se daba una triste noticia luctuosa: en algún momento del reciente siglo XX, murieron las lenguas ópata y kikapú. Después de la discusión entre especialistas, conducida por el antropólogo Alejandro Aguilar Zéleny, vino la música. Inició el Dueto Primavera (con presencias previas en otras ediciones del FAOT), conformado por dos voces, acordeón de botones y guitarra de doce cuerdas. Canciones de amor, de desamor, bailes, un poco de picaresca y, como es de esperarse, algunas piezas en las que se pone de manifiesto la inmemorial pugna entre yoremes y yoris, como en una nostálgica copla en la que el cantor yoreme se queja de que su amada se fue con un yori, para no volver jamás. El repertorio fue cantado alternativamente en español y en yoreme mayo. Después, un trío, también yoreme mayo, llamado Los plebes, formado por tres músicos de una generación más nueva y con una dotación diversa: tres voces, dos guitarras, bajo eléctrico. Como es lógico, estos músicos tocaron y cantaron piezas de enfoque más moderno, y en general más orientadas hacia lo bailable. Mientras miraba y escuchaba, se me ocurrió una extraña idea: ¿llegará el día en que el FAOT se atreva a programar a una serie de estos grupos de los pueblos originarios en una de sus Noches de Gala? Después de todo, de aquí son, y el canto es canto…
Por la noche, la presentación de música vocal en el Palacio Musical estuvo a cargo de cuatro jóvenes cantantes miembros del Estudio de la Ópera de Bellas Artes (EOBA), que es coordinado por José Octavio Sosa. Junto con los infaltables Verdi y Puccini, pan y mantequilla de quien estudia y practica el canto operístico, el programa incluyó a Mozart, a Rajmaninov, a Massenet, y a los zarzueleros Penella, Nieto, Giménez y Sorozábal. Si bien en el papel este recital pudiera parecer como una especie de pasarela de aficionados, el resultado musical demostró que, por el contrario, estos cuatro jóvenes miembros del EOBA ya pueden presumir de un buen nivel profesional y, de hecho, ya han participado en puestas en escena de importantes óperas de repertorio. Akemi Endo (soprano), Alejandro Luévanos (tenor), Tomás Castellanos (barítono) y David Echeverría (bajo-barítono), acompañados por el pianista Mitchel Casas, abordaron un programa variado y útil para calibrar sus respectivos alcances. A lo largo de una sesión musical satisfactoria en general, fue posible detectar algunos aciertos particulares. A saber, por ejemplo, el buen manejo de las gradaciones dinámicas de Akemi Endo en un aria mozartiana de El rapto del serrallo. Igualmente, la buena proyección de la voz de David Echeverría, en un ámbito en el que por lo general la voz de los bajos suele quedarse “encerrada” y no fluir. El trabajo del tenor Alejandro Luévanos fue de menos a más, culminando con una potente versión de No puede ser, de La tabernera del puerto, de Sorozábal. También fue convincente su ejecución de esa hermosa y conmovedora aria de ópera francesa que es O souverain, o juge, o père, de El Cid de Massenet.
Y, justo es decirlo, la presencia más sólida, en lo vocal y lo actoral, fue la del barítono Tomás Castellanos, muy completo en sus interpretaciones de piezas de Mozart y Penella; en dos de ellas cantó a dueto, con Akemi Endo y con David Echeverría, y demostró, además, flexibilidad y adaptabilidad en el trabajo de equipo. La soprano Akemi Endo, después de una convincente versión de O mio babbino caro del Gianni Schicchi de Puccini, cerró su participación con un fragmento de la zarzuela El barbero de Sevilla de Nieto y Giménez. El canto, bien; sin embargo, la joven soprano utilizó una técnica vocal que por momentos impidió la cabal inteligibilidad del texto en castellano. Buena labor de Mitchel Casas en el piano, buena continuidad en la presentación del programa y, sobre todo, una buena oportunidad de calibrar el buen trabajo que se está haciendo en el Estudio de la Ópera de Bellas Artes bajo la tutela de José Octavio Sosa. Al final del recital, se me olvidó preguntar por qué la pieza de regalo, fuera de programa, fue la quinta versión de Júrame que se ha escuchado en estos primeros cuatro días del FAOT, en un arreglo que, a decir verdad, no hizo justicia a ninguna de las cuatro voces de la noche. La asistencia fue apenas mediana; aquellos que decidieron no asistir al Palacio Municipal por suponer que se trataba de cantantes de relleno, se perdieron de un muy buen programa vocal.