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Hermosillo, entre basura, promesas y memoria colectiva

Por Ileana Bernal de la R.

Qué lejos estamos de aquel Hermosillo lleno de flores, de los bulevares adornados con petunias que recibían al visitante como si la ciudad misma saludara, orgullosa de su color y su orden.

De esas calles barridas al amanecer, las banquetas limpias, los camellones cuidados como jardines de casa. Hoy, al entrar a la capital sonorense, la primera postal es otra: montones de basura en esquinas, lotes baldíos transformados en tiraderos, perros callejeros cruzando avenidas con mirada perdida y con el rumor constante de que el dengue se instale.

En Hermosillo, basta una caminata por cualquier colonia al norte o al sur para notar que algo no huele bien. No es sólo el calor que hace fermentar la ciudad desde abril hasta octubre, ni los vientos que revuelven el polvo de los arroyos secos.

Es la basura que no se barre ni se esconde, bolsas negras rasgadas, colchones viejos, pedazos de muebles y escombro apilado en los lotes baldíos. Es la triste marca de una ciudad que convive a diario con más de 700 basureros clandestinos, muchos reincidentes, algunos tan grandes como una cancha de fútbol.

Mientras la ciudad crece hacia las orillas, también lo hacen sus desperdicios; en promedio, Hermosillo genera entre 700 y 900 toneladas de residuos sólidos cada día, según datos de las autoridades municipales. En términos simples, eso es como si cada uno de sus habitantes arrojara 35 kilogramos diarios.

El problema, sin embargo, no es sólo la cantidad, es la forma en que se maneja, se desecha y se ignora.

Desde el inicio de la actual administración municipal, más de 12 mil 400 toneladas de basura han sido retiradas de

espacios irregulares, se han intervenido más de 730 sitios convertidos en tiraderos informales.

Pero el ciclo se repite, se limpia un espacio y, semanas después, vuelve a llenarse. Todo esto, entre denuncias ciudadanas que suman 1,100 al mes y apenas 200 sanciones efectivas al año, parece haber un desfase entre la urgencia del problema y la respuesta institucional.

En zonas como El Sahuaro o la colonia El Ranchito, los vecinos ya no esperan a que las autoridades limpien.

“Ya sabemos cómo funciona: limpian hoy y mañana ya está igual. Aquí lo que falta no es el camión, es la vergüenza”, dice Doña Lilia, vecina desde hace más de tres décadas. Ella ha visto cómo los canales pluviales, que alguna vez llevaban agua, hoy transportan desechos. “Y cuando llueve, se nos regresa todo”.

El impacto de estos basureros va más allá de lo visual, tras la reciente tormenta, sólo en 119 parrillas pluviales de la ciudad se extrajeron 22 toneladas de basura, principalmente plástico, botellas, pañales.

Todo eso obstruyó el flujo de agua y generó encharcamientos e inundaciones menores que dañaron casas, comercios y autos. No es sólo suciedad: es una cadena de consecuencias que toca salud, infraestructura, movilidad y calidad de vida.

A esta situación se suma la proliferación descontrolada de perros callejeros —más de 70 mil según estimaciones locales—, muchos de ellos en condiciones precarias, algunos agresivos o enfermos, otros simplemente olvidados.

Esto no solo genera un problema de bienestar animal, sino también de salud pública y seguridad vial. Y por si fuera poco, el dengue —que ha cobrado vidas en años recientes— encuentra terreno fértil en la combinación de aguas estancadas, basura y un clima extremo que prolonga la actividad del mosquito transmisor.

El problema también alimenta plagas: ratas, cucarachas, moscas, y lo más grave, vectores de enfermedades como la rickettsia, que ha tenido brotes preocupantes en Sonora.

En ciertas zonas, el hedor es permanente, especialmente en verano, porque la descomposición de materia orgánica, sumada a la falta de árboles y sombra, convierte a muchos sectores de la ciudad en focos rojos sanitarios.

Las causas son múltiples, y van desde la falta de puntos de acopio accesibles para desechos voluminosos, la cultura ciudadana aún rezagada en materia ambiental, la deficiente aplicación de sanciones, e incluso la existencia de personas que cobran por tirar basura en terrenos ajenos —lo cual es ilegal—, conforman un sistema fallido.

Según informes municipales, en al menos 14 tiraderos clandestinos se cobra a la población por dejar residuos, sin que hasta el momento haya responsables sancionados de manera ejemplar.

El Ayuntamiento ha tomado algunas acciones: la Patrulla Verde, encargada de intervenir sitios y atender reportes; la instalación de seis centros de acopio, con planes de llegar a diez; campañas informativas y limpieza sistemática de puntos reincidentes.

Pero los esfuerzos chocan con la realidad: sin una red ciudadana activa, educación ambiental desde la infancia y sanciones reales que se cumplan, los tiraderos regresan.

 

“No se trata sólo de limpiar, sino de cambiar hábitos”, dice Patricia Montes, vocera del Colectivo Ambientalista de Sonora. “Cuando tiras basura en un canal no sólo estás afectando al gobierno, estás contaminando el agua de tus hijos, estás creando focos de infección en tu propia calle”.

Algunos activistas han propuesto soluciones concretas: vigilancia vecinal apoyada por tecnología móvil, puntos de acopio móviles que visiten colonias sin acceso a estos servicios, incentivos económicos por reciclar, y un reforzamiento real del sistema de multas con identificación clara de los responsables.

En la narrativa oficial, Hermosillo avanza hacia la modernización y la sostenibilidad, pero en las calles, en los canales, en los baldíos, la basura sigue hablando más fuerte que los discursos. Una ciudad no puede crecer si está enterrada en sus propios desperdicios.

Porque al final, la basura también cuenta historias: de abandono, de omisión, de falta de empatía. Y tal vez, si logramos escucharla, podamos empezar a escribir una distinta.