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La política de la esperanza fallida

Por Jesús Susarrey /

Más que en estrategias para instrumentar proyectos, hoy los gobiernos se enfocan en administrar crisis y muestran una enorme capacidad de adaptación, para el control de daños y para el discurso que evade responsabilidades

No es novedad que la sociedad política describa un mundo distinto al que percibe la  sociedad civil. Lo que llama la atención es la persistencia en su mal entendido pragmatismo aún a sabiendas que perdió eficacia y que sus discursos, opiniones y justificaciones no disminuyen el escepticismo y el recelo ciudadano. Las razones de su descrédito son evidentes.

Mientras para el ciudadano común la inseguridad, la falta de crecimiento económico, la desigualdad, el descenso en los niveles de bienestar y la falta de vigencia del Estado de derecho son calamidades que no ceden y contrariamente se intensifican, la mayoría de los gobiernos en sus tres niveles asegura haber encontrado las fórmulas para abatir los rezagos y conjurar los peligros.

Atrapados entre el enorme tamaño de los problemas heredados; finanzas públicas débiles e insuficientes, estructuras burocráticas inadecuadas y la presión de intereses diversos, se enfrentan al complicado dilema de reconocer con humildad su incapacidad para resolver todo en el lapso de su gestión y replantear el proyecto prometido o; mantener la esperanza por la vía mediática y discursiva anunciando avances para tratar de disminuir la exigencia ciudadana y de grupos de interés.

Calcular el costo político de las alternativas es difícil y complicado pero lo cierto es que se tendrá que pagar en tanto los problemas no se resuelvan y que la opción de diferir su atención controlando daños es la ruta más elegida. Hoy más que en estrategias para instrumentar proyectos, los gobiernos se enfocan en administrar crisis y muestran una enorme capacidad de adaptación, para el control de daños y para el discurso que evade responsabilidades.

El problema es que el diferimiento de las soluciones de fondo es una decisión cada vez menos efectiva por la sencilla razón que los problemas se acumulan y la sociedad es también cada ves menos tolerante. Los bajos niveles de aceptación, la recurrencia de las alternancias partidistas, la fragmentación electoral y el crecimiento de la expectativa de las candidaturas independientes son algunas de sus expresiones.

Si bien el dramatismo de quienes vaticinan rupturas políticas no tiene fundamento y la inconformidad se canaliza por las vías institucionales, si lo tienen los estudios que exhiben la fragilidad y degradación del poder político que paulatinamente pierde capacidad para justificar sus actos y mantener niveles aceptables de legitimidad.

Lejos estamos de describir unas élites políticas debilitadas, todo lo contrario, además del control de los mecanismos para el acceso al poder, han secuestrado los dispositivos de contrapesos y de rendición de cuentas mediante la colusión entre poderes formales e informales que intercambian prebendas por acuerdos políticos. Se incentiva la colaboración para apoyar intereses particulares y proyectos políticos de grupos en lugar de la búsqueda de políticas públicas eficaces.

Muchos años fue diferida por ejemplo la reforma educativa por intereses de grupos y el costo político y electoral que representaba; las medidas para frenar el irresponsable endeudamiento de estados y municipios fue retardado por las mismas razones y hoy se pospone el urgente replanteamiento de los fondos de pensiones y de seguridad social al borde del colapso, entre otros temas de la agenda pública que requieren transformaciones de fondo.

A nivel estatal y municipal se descuida la planeación urbana, el medio ambiente, las conductas antisociales, el transporte público, el sistema de drenaje, los niveles de endeudamiento; la apropiación de los espacios públicos, ya no digamos la efectividad de las políticas de desarrollo económico y los índices de bienestar social. Lo mediático, lo más rentable políticamente, el plazo inmediato son la prioridad.

Las estrategias desplegadas no garantizan resultados pero muestran una relativa efectividad. Con exitoso pragmatismo se redactan discursos conmovedores, narrativas seductoras, se magnifican resultados y se despliegan esquemas clientelares y de intimidación. Nada que ver con la búsqueda de consensos, con la racionalidad en las decisiones de políticas públicas, con la eficacia operativa.

Predecir hasta cuándo pueden ser diferidas las soluciones de fondo es entrar en el terreno de la conjetura, pero lo que es una realidad es que al no reconocer con honestidad y humildad el alcance real de los programas gubernamentales, se pierde la oportunidad de construir los liderazgos éticos que pueden resolver el embrollo que enfrentamos.