La utopía resiste en el corazón de Copenhague

Por Imanol Caneyada
Copenhague, Dinamarca.- Una ciudad libre, me explicó mi sobrino Borja, en el corazón de la capital de Dinamarca, que no se rige por las leyes y normas que imperan en el país nórdico, me dijo; donde la venta y consumo de drogas blandas es permitido.
Un antiguo enclave hippie convertido en una forma de gestionar pacíficamente lo que tanta sangre le ha costado a México.
¿Es en serio? Tenía que conocerlo.
Y fuimos a la ciudad libre de Christiania, y cruzamos bajo un arco de madera que da la bienvenida lo mismo a daneses que a turistas, donde no hay policías (bueno, la verdad es que en Copenhague la presencia policiaca es tan discreta que, cuando por fin vi una docena de patrullas estacionadas frente a una comandancia cerrada porque era domingo, casi lloro de nostalgia); donde las claves de la convivencia pasan por una filosofía que se resiste a las consignas del neoliberalismo; una ciudad que pretende, a pesar de sus contradicciones, mantener intacto el espíritu sesentero que dio origen a la utopía comunal, que a su vez bebió de las otras muchas utopías que han aparecido en la historia de la humanidad, desde el cristianismo hasta el anarquismo, pasando por el Walden de Thoreau.
Ahí estaba, en el centro de una capital de suyo tolerante, rodeada por el ritmo frenético de la modernidad, por sus neurosis consumistas y sus celebraciones materiales: un barrio de unas 34 hectáreas donde el tiempo parecía transcurrir sin agobios ni sobresaltos.
Lo primero que uno aprende cuando traspasa el umbral de Christiania es que las utopías tienen reglas, otras, diferentes, pero reglas al fin. Nada de fotos, mucho menos en la calle que la atraviesa, la que la sustenta, la Pusher Street (la calle del vendedor de droga). Un sendero sinuoso franqueado por changarros parecidos a nuestros carritos de hot-dogs, desde donde los “dealers” ofrecen su mercancía. Droga blanda, mariguana y hachís, las otras, las duras, están prohibidas en Christiania.
También están prohibidas las peleas, las armas y cualquier tipo de enfrentamiento entre las personas; cuando entras a la ciudad libre debes dejar todo símbolo de violencia a sus puertas.
Christiania está bañada por un pequeño lago alrededor del cual la gente descansa, contempla, vive a un ritmo inconcebible para nosotros, los visitantes, los extranjeros, los curiosos, que nos asomamos a la vida de los christianitas con mucho morbo pero también con incomprensión.
En ese estado independiente dentro de Dinamarca las calles no están pavimentadas y las casas, algunas de madera, otras de ladrillo, ocultan el deterioro bajo una colorida muestra de grafitis que se convierte en una seña de identidad.
Hay puestos de artesanía y pequeños restaurantes donde trompetistas idénticos a Miles Davies tocan “bebop”. Hay parques con juegos infantiles y guarderías, viejos hippies colgados de los años setenta deambulando entre los turistas, en cuyos rostros podemos detectar un destello de rabia por los ideales traicionados.
Y es que Christiania nació en 1971 con la voluntad de transformar un parque abandonado, propiedad del ejército danés, en una ciudad gobernada por la paz y el amor, donde la propiedad privada y el dinero no existieran.
Cuentan que todo inició con una acción simple y sencilla. Un grupo de padres de familia derribó la valla que salvaguardaba una antigua zona militar clausurada, con el objeto de que sus hijos tuvieran un lugar de esparcimiento.
A partir de ahí, en pleno auge de las comunidades hippies, Christiania fue tomando forma hasta autoproclamarse en un estado libre. Desde entonces ha existido en una suerte de impasse legal, tolerado por los sucesivos gobiernos daneses y la misma población, que ve en la ciudad libre un símbolo de su idiosincrasia.
A lo largo de estos 47 años de existencia, ha sufrido algunos embates e intentos de clausura, pero siempre ha logrado salir indemne.
En 2012, la comunidad de Christiania compró, en tanto colectivo, los terrenos que habita dándole una certeza legal de la que carecía hasta entonces. Nadie es propietario, todos son propietarios.
En la actualidad prevalece un orden jerárquico y una especie de gobierno asambleario compuesto por los más antiguos habitantes que decide quién puede quedarse a vivir o quién debe abandonar la comuna.
¿Cómo envejecen las utopías si no son cortadas de raíz?
Como ha envejecido Christiania, transformándose en un atractivo turístico y en un centro de compra y consumo de drogas blandas, controlado por una mafia pacífica que trata de mantener ciertas esencias al tiempo que se reinventa.
Es fácil, cuando uno pasea por las calles de la ciudad libre, despreciar a sus habitantes por haber traicionado ciertos principios fundadores. Es muy cómodo, sobre todo, cuando no te detienes a pensar en las veces en las que uno mismo ha claudicado a sus creencias.
La decepción del visitante se traduce muchas veces en la acusación de haberse convertido en una atracción de feria cuyo principal gancho es la venta de drogas blandas.
Y sí, es posible que Christiania haya terminado siendo eso, y no tendría por qué asombrarnos si tenemos en cuenta que los diferentes proyectos utópicos ideados por el ser humano han acabado en una catástrofe.
Pero Christiania representa también una vía real de gestionar la venta y el consumo de ciertas drogas desde una perspectiva que excluye la estigmatización, la persecución y la violencia.
En México, el actual gobierno electo ha puesto sobre la mesa el debate en torno a la despenalización de la venta y el consumo de ciertas sustancias psicotrópicas.
Después de poco más de una década de miles de muertos, desaparecidos y desplazados por la violencia derivada del narcotráfico, es necesario plantearse sin prejuicios otras vías de gestionar desde el Estado un fenómeno que la prohibición no ha conseguido frenar; de diseñar un modelo que no pase por el Ejército y la policía, las balaceras, los descabezados, la guerra absurda que tiñe de sangre al país.
La tolerancia del gobierno danés y de su propia población a la existencia de un concepto como Christiania pasa, al final de cuentas, por priorizar la convivencia pacífica, la tolerancia y el reconocimiento a otras formas de entender la vida que podrán sernos incomprensibles, pero que están ahí, con su carga histórica e ideológica.
Cuando crucé de vuelta el arco de madera después de haberle dado unos toques a un churro para vivir la experiencia completa, concluí que yo no viviría en Crhistiania, pero celebré que en el corazón de una ciudad ordenada, respetuosa de las normas y muy trabajadora, palpitaran aún los pálidos ecos de la utópica libertad.