Las heridas aún no cierran en Monterrey
Por Imanol Caneyada/
“La época de la violencia” es una expresión constante entre los regiomontanos, quienes tratan de recuperar la ciudad boyante que fue y dejar atrás una guerra civil cuyo saldo es el miedo y la paranoia
Cuerpos colgando de puentes con narcomensajes. Balaceras a cualquier hora del día y de la noche en cualquier parte de la ciudad. Cabezas rodantes. Retenes de narcos y de las fuerzas de seguridad indistintamente. Coches en llamas. Explosiones. Secuestros. Ejecuciones. Cuerpos descuartizados en las calles. Convoy militares y de la Policía Federal con rostros embozados, nerviosos, con el dedo ligero en los gatillos de sus armas. Daños colaterales. Niños de primaria y preescolar cuerpo a tierra en sus salones. Miedo, terror, pánico, paranoia.
Eso vivieron los regiomontanos entre 2010 y 2013. A poco menos de dos años del fin (o al menos del descenso) de la violencia, los habitantes de la capital de Nuevo León y sus municipios conurbados tratan de recuperar los espacios públicos y la alegría de vivir, el dinamismo económico que hizo de esta región la más boyante del país, el orgullo de pertenecer a la Sultana del Norte, pero el miedo y la paranoia aún permanecen en sus ojos, en sus recuerdos, en su conciencia y en las conversaciones que mantienen con los foráneos.
En la época de la violencia, cuando la época de la violencia, en aquellos días de violencia son frases constantes que cualquier regiomontano filtra en sus pláticas.
Las heridas están abiertas aún, no terminan de cerrar, y el miedo a que vuelvan aquellos días está totalmente justificado. En 2011, la organización internacional Human Rights Watch calificó los sucesos de Monterrey como una guerra civil, según los parámetros que utiliza para medir estos acontecimientos.
Monterrey era un oasis en medio del desierto de la violencia que vivía el norte del país. Mientras que en Tijuana, Culiacán o Tamaulipas la lucha territorial del narcotráfico dejaba sus primeras víctimas cuantiosas, la capital de Nuevo León lideraba el crecimiento económico de México y simbolizaba como ninguna otra ciudad en el país el espíritu emprendedor del capitalismo. La visión que tenían de ellos mismos era de gente muy trabajadora, próspera, emprendedora, el motor económico de la nación.
Cuando Felipe Calderón, con la declaración de guerra al narco, abrió la caja de Pandora, esta ciudad, como muchas otras en la República, era una simple espectadora de una violencia escalofriante que sucedía en otras geografías. En Monterrey era impensable que pasara, su propia idiosincrasia lo impedía.
En 2009, la agrupación criminal conocida como Los Zetas se alió con los Beltrán Leyva y le declaró la guerra al Cártel del Golfo, sus antiguos empleadores. El principal escenario de los enfrentamientos entre ambas organizaciones delictivas fue el estado de Tamaulipas, pero pronto, como un cáncer, la guerra llegó a Nuevo León, Coahuila, Sonora, Sinaloa, Veracruz.
Para el 2011 Monterrey se había convertido en la joya de la corona, las organizaciones criminales más poderosas del país empezaron a disputársela. Sicarios de Michoacán, Sinaloa, Tamaulipas, Chihuahua se dieron cita en la Sultana dando inicio a la época de la violencia, al terror.
Sanjuana Martínez, periodista regiomontana, lo explica así en La frontera del narco (2011):
“Las escenas del nuevo Monterrey provocan vértigo. La ciudad ha cambiado tanto que recorrer las calles del centro por la noche, es caminar por una ciudad fantasma. La vida nocturna ha quedado cancelada. La gente está encerrada o asustada. La militarización de la ciudad no ha traído bienestar, por el contrario el 75 por ciento de los negocios cerró. Más de 5,000 empleos se perdieron. Las extorsiones, el cobro de piso y los robos lograron su objetivo.
“El secuestro es la industria más próspera. Miles de personas son privadas de su libertad ante la atenta mirada cómplice de algunas policías. Los asesinatos son cada vez más sanguinarios. La escalada de violencia alcanza niveles insospechados que rozan el primitivismo.
“Los delitos violentos crecieron un 221 por ciento. En los primeros seis meses de 2011 Nuevo León se convirtió en el estado más violento de la República con 856 ejecuciones. Muy pronto llegó a los 1,000 muertos y pronto también se registró la semana más trágica con 71 asesinados o el incremento de los feminicidios. El ejecutómetro suma y suma.
“Monterrey es el objeto del deseo. La plaza cuesta 40 millones de dólares al día. Un lugar estratégico de paso, importantísimo para el trasiego de droga al vecino país. Quien tiene Monterrey, tiene el poder. Por eso se la disputan casi todos: los Zetas, el Cártel del Golfo, el Cártel de Sinaloa, los Beltrán Leyva, la Familia Michoacana, el Cártel del Milenio, la Federación… etcétera, etcétera, etcétera”.
Cuatro años después de esto, platico con docentes del Tecnológico de Monterrey (uno de los símbolos de prosperidad y éxito de esta ciudad) y recuerdan cómo sus alumnos salían del campus y eran “levantados” impunemente a plena luz del día para llevarlos a los cajeros y quitarles el dinero. Caían como moscas.
El alumno promedio del Tec de Monterrey es de estrato económico entre alto y muy alto y habitante natural del municipio de San Pedro Garza García, una ciudad conurbada que parece un suburbio rico de Tucson o San Antonio, y que presumió de ser la más segura de México, cosa que desmienten los regiomontanos. Lo que hizo su entonces alcalde, el polémico empresario Mauricio Fernández Garza, coinciden muchos de los regios con los que platiqué, fue blindar la ciudad para protegerse él y pactar. El exclusivo municipio de San Pedro se convirtió en una zona militarizada.
Recuerdo que en 2011 conocí a una alumna sonorense del Tec de Monterrey. Se había dado de baja por la violencia y regresado a Hermosillo a esperar cómo se desarrollaban los acontecimientos. Al comentarlo con los docentes de esta universidad, me confirman que en esa época descendió al menos en un 50% la matrícula. El éxodo fue impactante.
Y es que según fuentes del INEGI, sólo en 2010, más de 76 mil personas abandonaron Monterrey, la mayoría perteneciente a la clase empresarial.
Hay que resaltar que la descripción que realiza Sanjuana Martínez en La frontera del narco del centro de la ciudad en 2011, hoy contrasta con los esfuerzos que hacen sus habitantes por restaurarla. Una de las estrategias ha sido la de abrir centros culturales independientes, iniciativas ciudadanas de gran valía. Al menos seis se pueden contar, ninguno tiene más de dos años, ninguno cuenta con apoyos gubernamentales; se trata de ciudadanos en la reconquista de los espacios públicos.
Hablando con algunos de los integrantes de dos de estas iniciativas (Biblionautas y Olarte), me cuentan que en la época de la violencia nadie se atrevía a quedarse en el centro de la ciudad después de las nueve de la noche. Que grupos armados campaban por las calles y plazas mientras los ciudadanos se encerraban en sus casas aterrorizados.
Hoy en día, pueden organizar eventos que duran más allá de la medianoche y trabajar con relativa tranquilidad.
Hoy en día, el Tec de Monterrey organiza una de las ferias del libro más importantes del país y la Universidad Autónoma de Nuevo León organiza otra, cuyo programa cultural es de alto contenido. Este año Francia fue el país invitado y el premio Nobel de Literatura J. M. G. Le Clézio, uno de los participantes estrella.
Pero también, hoy en día las empresas de seguridad privada siguen haciendo su agosto en la Sultana, pues cerradas, fraccionamientos y calles son búnkeres blindados contra cualquier posible amenaza.
En Monterrey no se puede bromear con el tema de la violencia, el miedo y la paranoia están presentes.
Y cómo no, si recientemente el investigador en seguridad Steven Dudley advirtió en un análisis del tema, que aunque el nivel de violencia se ha reducido significativamente en los dos últimos años en Nuevo León, no significa que la agrupación de los Zetas ya no opere en la zona.
«Los que dicen que los Zetas están siendo expulsados de Monterrey parecen estar subestimando la naturaleza de este grupo y lo que ello representa. Los Zetas, al final, son sofisticados y sin rumbo; son una combinación de pensadores estratégicos y de especuladores sin noción de futuro.
«La confusa composición naturaleza y modus operandi de este grupo mantiene a las autoridades y analistas adivinando hacia dónde se dirige y qué forma va a tomar (…) el hecho de poner a los Zetas en el panteón criminal refleja más cómo queremos verlos, y no lo que realmente son».