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Lecciones desde el Capitolio

Las instituciones se pusieron a prueba y, no sin dificultades, limitaron exitosamente el poder de la Presidencia

Por Juan J. Sánchez Meza

La única sorpresa que me causó el asalto de los trumpistas al Capitolio fue, precisamente, el lugar en el que ocurrió, porque ni los motivos que alentaron a los sublevados ni las arengas incendiarias de su líder son ajenas a nuestra realidad cotidiana, por lo que vale la pena señalar algunos matices.

En México estamos acostumbrados a que sean los propios legisladores quienes tomen por asalto el recinto de las cámaras legislativas, destrocen mobiliario o impidan por la fuerza la realización de actos cuya solemnidad exige el albergue del Congreso de la Unión o alguna de sus cámaras: fueron diputados y senadores del PRD quienes trataron por la fuerza, en el año 2006, de impedir la toma de protesta, nada menos que del cargo de Presidente de la República de Felipe Calderón, quien tuvo que ser introducido por la puerta trasera del recinto, por donde minutos después tuvo que salir entre insultos, empellones y proyectiles lanzados por enardecidos legisladores.

Ninguno de los agresores tuvo que romper puertas y ventanas o escalar los muros del Palacio Legislativo para acceder a él; bastó que mostraran sus credenciales de diputados o senadores para que ello fuera posible.

Son los mismos legisladores quienes impidieron al Presidente Fox acceder al Salón de Plenos del Palacio Legislativo, sede del Congreso de la Unión, a entregar su informe de gobierno, sin contar los casos de secretarios de despacho del Poder Ejecutivo, directores de organismos descentralizados e infinidad de funcionarios a quienes se les ha impedido, por la fuerza o bajo amenazas, hacer uso de la palabra o, incluso, ingresar al recinto. Ninguna repercusión ha habido ante tales desfiguros, a no ser la supresión definitiva de las visitas del titular del Poder Ejecutivo federal y así transitamos de la vergüenza y el escarnio por romper las reglas de la convivencia política, al orgullo y al aplauso por hacerlo.

En Estados Unidos, al contrario, el Congreso reaccionó rápidamente y, una vez restablecida la calma, concluyó el proceso de certificación del resultado electoral, lo que trajo como consecuencia no solo que se allanara el camino para la toma de posesión del presidente Biden, sino que fuera el propio presidente Trump quien más tarde se viera obligado, en uno más de sus desfiguros, a repudiar la violencia que él había generado unas horas antes.

¿Qué quiero decir con todo esto? Que en los Estados Unidos, infinidad de personajes, subordinados directamente al presidente Trump, así como algunos de sus correligionarios políticos o funcionarios de toda índole, poseedores de cargos relevantes dentro de los poderes Ejecutivo, Legislativo o Judicial, a los que accedieron gracias al apoyo e influencia del cavernícola ocupante de la Casa Blanca, tuvieron la entereza de oponérsele claramente.

No perdamos de vista, especialmente, a quien ha sido el jefe de los republicanos en el Senado, Mitch McConell, en cuyas manos estuvo la tarea de impulsar en esa cámara legislativa innumerables propuestas de Trump a lo largo de cuatro años, pero que una vez conocido el resultado electoral y oponiéndose a los designios de su jefe político se negó a hacer el papel de comparsa. Antes de que el debate parlamentario del Capitolio fuera suspendido por la invasión trumpista, el Senador había pronunciado un discurso demoledor de los propósitos de Trump, evidenciando claramente que se trataba de un conjunto de disparates sin sustento, desmantelando así cualquier posibilidad de autogolpe.

Nada de esto, sin embargo, nos debe llevar a olvidar que Trump es el republicano más popular de esta generación; que en la elección del año pasado obtuvo casi 12 millones más de votos que los alcanzados en 2016.

Al igual que el de Estados Unidos, nosotros tenemos un presidente que usa las instituciones como instrumentos de lucha para ganar sus propias batallas, es decir, para combatir a sus adversarios, de la misma manera que destruye o pretende destruir las que se atraviesan en sus propósitos. Un presidente que le ordena a la realidad cómo debe comportarse, para después ofrecerla como la realidad de todos.

Allá las instituciones se pusieron a prueba y, no sin dificultades, limitaron exitosamente el poder de la presidencia, después lo repudiaron los republicanos más influyentes y lo silenciaron en las redes sociales, pero no debemos perder de vista que quizá nada de eso hubiera ocurrido de no ser porque, antes, lo derrotaron los ciudadanos en las urnas.

Sin subestimar las batallas legales que tengamos que librar aquí y allá contra el autoritarismo presidencial mexicano, parece que no queda otra salida definitiva que la de combatir este año, con la expresión de nuestro voto, la extensión de la barbarie. 

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@JuanJaimeSM50