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México neo bárbaro y neo impune  

Por Héctor Rodríguez Espinoza/

México —como otros países, ciertamente— vive en una encrucijada, al parecer sin estrategias talentosas de políticas públicas de seguridad pública.

No se olvida

I. Para interpretar el inolvidable 2 de octubre de 1968, recordemos su marco histórico:

En 1967 comenzaba una nueva recesión de la economía mundial. Las clases medias, que crecieron en la década mundial del desarrollo, vieron mermadas sus filas por la proletarización y cierre de las puertas de ascenso a los estudiantes.

La guerra en Vietnam era cuestionada en Estados Unidos, por sus intelectuales jóvenes.

Lo mismo ocurrió en Inglaterra, en Francia y en diversos países.

La Unión Soviética era criticada por la ausencia de libertades, por su dominación en Europa del este y por sofocar, con tanques militares, los intentos liberadores de Budapest y de Praga.

En México, el autoritarismo era sofocante y no desperdició momentos para hacer gala de su vocación: contra los ferrocarrileros en 1959 y contra los médicos en 1965. Había una inconformidad pro-democracia, que no encontraba la válvula de salida antes del movimiento estudiantil.

Lo anterior explica el movimiento mexicano, que se prendió por la intransigencia del gobierno, por el uso abusivo de armamento militar contra la Preparatoria Uno y a la Ciudad Universitaria, por los desaparecidos, por el autoritarismo encabezado por el presidente Gustavo Díaz Ordaz.

Su marco fue el nutriente, la influencia ideológica. Su memoria deben tener presente los publicistas del neoliberalismo, que declaran el posmodernismo y del fin de las ideologías.

A 46 años de distancia la lección ha sido aprendida, las represiones son hoy aisladas; pero sigue sin cristalizar la democracia.  Nuestro sistema de vida cotidiano no se funda aún en «el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo», antes al contrario.

Barbarie modernista

II. Hay dramas regionales, de impacto nacional y eco internacional, que yo quisiera no existieran o, al menos, no de esta magnitud.

Me refiero a la muerte de seis jóvenes y la desaparición forzada y presunta tortura y asesinato de 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, Iguala, Guerrero, los días 26 y 27 de septiembre, por agentes policíacos del municipio e integrantes del Cartel de Guerreros Unidos; así como el hallazgo de las fosas clandestinas en Pueblo Viejo, Guerrero, con 28 cuerpos torturados y ejecutados. Organizaciones de la sociedad civil y en el extranjero lo califican de crimen de estado, de crimen de lesa humanidad.

Sus circunstancias y evidencias constituyen un mazazo a nuestra indignada conciencia y su peso y volumen rebasa los límites actuales.

Vale preguntar ¿ya se llegó al fondo de la descomposición del tejido social y gubernamental del estado fallido en esas entidades? ¿Qué, cómo, cuándo y dónde sigue…?

Lo peor es que, en todos los episodios recientes de Michoacán, Tamaulipas, Morelos, Veracruz y Coahuila, Tlatlaya, Estado de México y ahora Iguala, las víctimas son jóvenes, migrantes o estudiantes.

Apenas la semana antepasada dimos cuenta de las demandas legítimas de los alumnos del Politécnico Nacional, aún sin resolverse. El pasado jueves 2 recordamos la matanza de estudiantes en Tlaltelolco y ahora este otro eslabón sangriento de la cadena de violaciones a los derechos humanos y de corrupción.

Y es que primero se les recorta el presupuesto a las Universidades públicas, proliferando las privadas de ingreso prohibitivo. Arruga el corazón su consigna en la marcha: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué nos asesinan? ¡Si somos la esperanza de América Latina! y sus familiares con una veladora prendida, ¡¿Cómo no?!

Luego si logran egresar les dijimos ‘ninis’ (si ya no estudian ni trabajan).

Después se les da el anti ejemplo de la corrupción —con respetables excepciones— de la clase política y de la clase empresarial, de la que nos enteramos por juicios en cortes y revistas de EE.UU., que derrochan nuestras contribuciones en la auto promoción y culto a su mediocre personalidad y disputas por su ambición por el poder y la riqueza. “Ya no se quiere —ni se cree— la conducción de los partidos políticos, ya no se confía en las instituciones de justicia, ya no se les da mérito ni credibilidad a los políticos de ninguna tendencia”, escribe Rafael Cardona.

«Las tres principales fuerzas comparten un profundo desprecio por la vida. Si acaso algo les preocupa, es el costo electoral que los muertos implican. Lo demás, es lo de menos», lamenta con rabia y tristeza René Delgado (Abrir fosas, no cavar otras, Reforma, 11 octubre 2014).

«¡Ya no tenemos palabras, sólo tenemos lágrimas!», Rayuela del 12 octubre 2014.

¿Qué cosas se mantienen en México? —pregunta Antonio Navalón—, básicamente tres: el orgullo de ser mexicanos pese a todo; la grandeza de un pueblo pese a sus gobernantes (la mayor parte de las veces) y la fe casi irredenta de que algún día será… Somos el país de las mejores leyes, pero con su peor cumplimiento… “Al final del día, lo único que se mantiene es el grito, la protesta, el ansia y la esperanza. México necesita justicia y los mexicanos la deseamos ya”.

Todo este cuadro es el caldo de cultivo para que prolifere la delincuencia organizada común y, la peor, la que impunemente actúa desde los tres órdenes de gobierno de los tres partidos políticos importantes.

Formulábamos votos por su aparición con vida, como se los llevaron y los querían sus padres; que sus responsables sean llevados ante los órganos de procuración e impartición de la verdad y la justicia y renazca la confianza popular en sus autoridades.

Alejandro Martí, de SOS, en “Masacre en Iguala: tapar el pozo”, 10 Octubre 2014, escribió que la evidencia hace notoria la necesidad de aplicar medidas radicales, pues la beligerancia del crimen organizado ha superado todas las fronteras, al amenazar a las autoridades gubernamentales para que liberen a los 22 policías municipales implicados en la ejecución de los normalistas, bajo la advertencia de que si no se cumplen sus demandas, delatarán a los políticos que los han protegido; y que, en este juego de absurdos, ¿no habrá considerado el gobernador Aguirre la posibilidad de presentar su renuncia ante la total pérdida de credibilidad que le aqueja y la crisis de gobernabilidad en que ha sumido a Guerrero por su fallida actuación? Espera Martí que la llegada de la Gendarmería a Iguala recupere la paz y seguridad en el municipio y disuada la actividad criminal del cartel local. Pero, sobre todo, confía en que el consenso de las fuerzas políticas nacionales, las autoridades gubernamentales y las fuerzas de seguridad estatales y federales emprendan medidas contundentes para desterrar el cáncer de la inseguridad que carcome la vida social en algunas entidades del país.

Quizá se piense que sea utópico y arar o predicar en el desierto. Pero digamos con John Lennon: «Puedes decir que soy un soñador, pero no soy el único».