Por qué anda enojada la gente? (O de mal humor, que es casi lo mismo)

Por Alberto Moreno / Sin Corbatas
El día empezó como debe: sin alarmas, sin el sobresalto de un sonido que parece ideado por Satanás en turno de noche. Agradecer, estirar el cuerpo, poner el café, quince minutos de ejercicio que a mis 54 ya cuentan como maratón olímpico, meditar y revisar tres o cuatro pendientes. Todo en paz… hasta que se me ocurre salir.
Primer “buenos días” al vecino: nada. Ni un gesto, como si le hubiera propuesto un fraude. En la calle, los clásicos inmortales del volante, creyendo que el pavimento es su rancho privado. Primera reunión: recepcionista con expresión de “te odio gratis”. Adentro, arranca el festival de la queja:
– México ya es Venezuela.
– Te contrato, pero solo tengo el 10% de lo que me cotizaste.
Cuando les dices que no, se ofenden. El colmo sería que pidan que les pagues tú por contratarte.
Huyo y me subo a un Uber. El chofer, con tono mamón, me cuenta que él en realidad es empresario. Va enojado con el tráfico, con el gobierno, con la vida, pero entre semáforo y semáforo se justifica: que si el país no lo merece, que si antes todo era mejor, que si no fuera por las circunstancias él estaría en su yate. Claro, pero aquí anda, peleándose con el aire acondicionado que no enfría.
Decido distraerme y caerle a La Ruina. La cerveza artesanal llega tibia, servida con la misma desgana con la que el mesero seguro hace su cama. Y cuesta lo que uno gana en todo un día. Pido algo para comer: la famosa hamburguesa “gourmet” que se ve grande en la foto, pero en la vida real te deja hambre y coraje. Música en vivo: un grupo tocando covers de covers, con el entusiasmo de quien está castigado.
Otro día, la historia se repite en un sushi. Entro con antojo de un California sencillo, de esos que nunca fallan. Mala idea. Aquí solo hay “fusión”, “tempurizados” y “especialidad del chef”. Si pides algo clásico, el mesero te ve como si hubieras pedido pozole.
Y me pregunto: ¿es que todos andan enojados o nomás están cansados de fingir que no lo están? Porque hay razones: vacaciones frustradas, deudas que comen más que tú, precios que crecen como hierba mala, y ese Instagram que nos vende vidas de lujo que no son nuestras. A eso súmale la falta de amor, y no hablo del de pareja: el amor propio anda más escaso que el agua en la presa.
Conclusión sin corbata: lo material importa, pero no más que tu calma. La fe, la paz y el sentido del humor son la única moneda que no se devalúa. La luz no la dan las vacaciones ni las cheves frías: la prendes tú. Y si la mantienes encendida, hasta el chofer mamón del Uber terminará soltando una sonrisa… aunque sea para preguntarte por qué tú sí vienes de buenas.
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