¡Que Viva México!

Este es el México relajiento, al cual no es necesario depositarle alguna esperanza. Todos son personajes de caricatura, nada se siente real, sobre todo el mismo país
Por Emilio Martínez
Luis Estrada es uno de los pocos directores independientes mexicanos que tiene un reconocimiento amplio, casi total del público nacional, a pesar de nunca obrar fuera del país. Más allá de su persona, cada una de sus películas ha marcado las taquillas mexicanas de forma paradigmática, mencionar El Infierno, La Ley de Herodes o La Dictadura Perfecta, provoca un imaginario social de forma generalizada; todos las conocen, la mayoría las ha visto. Esta popularidad, esta marca que generan sus películas en la audiencia nacional, se debe al contenido inscrito en ellas siempre mordaz nunca dejado, siempre humor grisáceo con poco endulzado, siempre sarcástico poco catedrático (aunque a veces se le escape), siempre retador al menos con la intención de criticar nunca sin la intención de dejar que la audiencia solo vaya a palomear.
¡Que Viva México! es su quinto largometraje, después de nueve años de ausencia en las pantallas, mismo que se produce en condiciones muy disimiles a sus contrapartes, Estrada junto con Damián Alcázar (su musa-siempre-protagonista) fueron abiertamente Obradoristas durante las campañas del actual presidente Morenista, la premisa (Criticar y denunciar el orden establecido, sin importar qué, a pesar de y en comprensión de las consecuencias) por la cual se erguían cada uno de sus metrajes se ve antepuesta ante la posición del realizador ¿Aquello mueve a Estrada y a ¡Que Viva México! a otro espacio? ¿Está ¡Que Viva México! a la altura crítica de sus antecesoras?
Este es quizá el largometraje más agridulce y amplio del director, desde su duración de 3 horas con 10 minutos, su amplio repertorio de personajes, la presencia de tesituras distintas sobre el mismo tema, el uso disgregado de la crítica y el argumento; este último primando a manera de eclipse al primero, la reiteración de premisas pasadas que para el momento se sienten oxidadas y una forma que se vanagloria y humilla al tiempo en el uso estítico de los tropos cine mexicano clásico.
Falta mucha salsa en el comentario político. Se siente cortado y fuera de ritmo. Esta es una cinta más centrada en el argumento que en la tesitura política, pues, de hecho, ésta resulta una gran representación de la familia mexicana. Su metáfora es la crítica que en teoría su guion busca extender, más pareciera que sus medias horas extra de duración son posibles, en tanto a la incomodidad del director de tener una película que no tocara explícitamente —y mirando hacia abajo a la audiencia— aquellos “argumentos satíricos” que ya de todas formas conocemos. Casi todos los mexicanos formamos parte de un conjunto familiar muy numeroso donde vemos situaciones, muchas de ellas no muy favorables para la armonía: infidelidades, relaciones disparejas, violencia intrafamiliar, secretos a voces y demás. Todo ese cúmulo de cosas tan comunes en grupos tan grandes como pueden ser los mexicanos se busca de forma general creando un sentido de identificación muy amplio al notar todas esas historias sabidas en una familia. Mas aunque fuera de dar risa, desde el punto de vista del argumento esta identificación se vuelve un castigo al cual con la risa uno se somete, y se vuelve cómplice de una comedia vieja muy desactualizada, inverosímil, ucrónica y rutinaria. La abuela lépera, el hermano machín tatuado, el hermano mariachi, el hermano transexual grotesco, el cuñado dueño de burdel, el primo discapacitado, la cuñada sensual, entre otros personajes salidos de la más vulgar fichera que para efectos del metraje victimiza a las clases altas y medias junto con su alta cultura, al tiempo que perpetua supuestos sobre la identidad mexicana a este punto rancio, está exportada pues una generalización que expresa con elocuencia los prejuicios de su clase.
Más que estar consciente del pasado, Estrada pareciera venir de él. Sus imágenes del “México actual” deforman nuestros pueblos y calles donde una colección de duendes arteros que pareciera fabulada por los gringos o por la burguesía local, que ataca el director, que lleva siglos imaginando a la mexicanidad como huaraches y balaceras, familias golpeadas por un padre borracho. Es ese el pasado en el que vive Luis Estrada: los viejos lugares comunes e insultos de una élite nacionalista —“por eso estamos como estamos”, “los mexicanos son cangrejos en una cubeta”, “indios patarrajada”, “una bola de nacos y teporochos improductivos que todavía quieren reproducirse” — donde los de abajo son la raíz hedionda que pudre a la patria—.
¡Que Viva México! Más allá de ser una crítica es una oda al nihilismo mexicano, a la terminación de todas las aspiraciones, a la desesperanza, a los corruptos, intolerantes y aventajados, y al conformismo a secas. Siendo su coro pegajoso —Dios guarde tus parientes no te jodan—. Con un blandengue puente dictando —Nosotros los fifís rapiñosos y Ustedes el pueblo bueno podrido— que lejos de las consecuencias de la denuncia o lamentación de las consecuencias sociomorales de una política polarizadora afirma, proclama virtud. Su canción inserta la efigie misma de AMLO como un mero contrapunto ridículo jamás sustancial. Como el pequeño ruido de un triángulo en banda de rock. Ayala Blanco comentó sobre la película “ni suficientemente anticuatroteísta ni suficientemente procuatroteísta, sino todo lo contrario, como diría tan tarada cuan cínicamente el clásico, sin abordar nada a fondo, (…) en una relajante fenomenología del relajo”.
Esta película es una bolsa de palomitas para elevar su ego e incomodar a todos en una fiesta o reunión familiar con un comentario punzocortante. Estrada repite y expande esta intención que ya había manifestado en la Dictadura Perfecta. La gente no piensa, es idiota, la gente cree ciegamente lo que ve en la tele. No hay esperanza, no, no la hay en un país de tontos, de idiotas teledirigidos.
¡Que Viva México! nos comenta: El pueblo no sabe, es bárbaro, no piensa, es estúpido, no respeta, es violento, no considera, es aprovechado, no se une, se amontona, no es acomedido, es convenenciero, no progresa, se estanca, no cambia, está corrupto, no ama, se apega. Este es el México relajiento, al cual no es necesario depositarle alguna esperanza. Todos son personajes de caricatura, nada se siente real, sobre todo el mismo país. Porque no es y nunca será otra cosa que una pesadilla para usted. Váyase y no estorbe porque hay gente que sí lo quiere aprovechar.