Regreso al Centro Ecológico de Sonora
Por Imanol Caneyada/
Constatamos que en algunas partes hay obras de remodelación y que recientemente le han dado una mano de gato al lugar. Los empleados del zoológico nos dan la bienvenida y se alegran de que vayamos a visitarlos. Sonríen como lo hacen los supervivientes
Camino y recuerdo. Han pasado 14 años desde la primera vez que recorrí el Centro Ecológico de Sonora.
Recuerdo el inclemente sol de julio, pero también la fascinación que me provocó el laberinto de animales y plantas autóctonas y de otros rincones del planeta.
Felinos, simios, especies acuáticas, aves, reptiles, anfibios… una enorme diversidad biológica al alcance del paseante, la posibilidad un poco cobarde y egoísta de mirarle a los ojos a un tigre de Bengala a escasos centímetros, un imponente felino que se paseaba nervioso y señorial a lo largo de su jaula-hábitat para deleite de esa especie extraña que somos los humanos, tan amantes de cárceles y jaulas.
Recuerdo los monos araña, las focas, los exóticos animales nativos de África, el escalofriante reptilario, las especies de nuestro desierto, el asombro que me provocaba a cada paso ese diminuto mundo como una ventana a ese otro mundo inmenso que hemos destruido con esmero y precisión.
Recuerdo que todo era luminoso, con el bullicio propio de los visitantes, festivo, algo mágico, una experiencia en sí contradictoria pero necesaria.
Confieso que los zoológicos, por más ecológicos que sean, siempre han despertado en mí sentimientos encontrados: por un lado la posibilidad de atestiguar de primera mano la grandeza de la naturaleza; por otro, el sabor amargo de encerrar su magnificencia para diversión de, insisto, nuestra especie, una plaga depredadora y destructiva.
Hace ocho años volví y encontré más o menos lo mismo, con algunas variantes insignificantes.
Después, a partir del 2013, comenzaron a llegar las inquietantes noticias de que los animales del Centro Ecológico morían de inanición, de abandono, víctimas de la rapiña de ese gobierno pesadilla que fue el sexenio de Guillermo Padrés.
Algunos reporteros tuvieron la valentía de filtrar fotos y datos que ponían los pelos de punta. Ciento cincuenta especies muertas, ejemplares magníficos en los huesos, cadáveres en las jaulas devorados por sus congéneres para sobrevivir.
Pero nadie dijimos nada, o muy poco, al fin y al cabo eran animales totalmente prescindibles. En una época en la que el silencio fue la respuesta que dimos a tanto abuso, a tanto cinismo, a tanto latrocinio, a tanta prepotencia, a tanta imbecilidad, a tanta injusticia, a tanta humillación, no iba a movilizarnos el hecho de que los dineros destinados a la alimentación y la salud de los animales de un zoológico que muchos hermosillenses ni siquiera conocen, fueran a parar a los bolsillos de los funcionarios.
Si no nos movilizó la muerte de 49 niños ni la impune venta de bebés; ni el ecocidio del Río Sonora; ni la rapacidad del ex gobernador con el agua y sus señoriales presas para sus señoriales ranchos, ni la inanición en la que se encuentran los pueblos autóctonos, unos pinches animales encerrados en una jaula… ¡qué podían importarnos!
Hubo, claro que hubo, como siempre, grupos minoritarios que hicieron de la indignación bandera y provocaron repugnantes declaraciones en las que, sin sonrojarse, negaron las acusaciones, a pesar de las pruebas que la periodista Michelle Rivera presentó, por ejemplo.

Hoy vuelvo con los mismos sentimientos encontrados de antaño, a los que hay que sumar la incertidumbre y el miedo que me provoca lo que podré encontrarme.
La razón de mi ida al Centro Ecológico es que tengo visita de tierras muy lejanas, así que los llevo con las reservas al caso. Les advierto avergonzado que existe la posibilidad de ser testigos de un espectáculo deplorable, les cuento que el anterior gobierno robó tanto que dejó que se hundiera el otrora esplendoroso zoológico.
En la entrada nos topamos con un par de excursiones escolares que inician el recorrido, lo cual despeja el ánimo lúgubre con el que regreso al zoológico.
Constatamos que en algunas partes hay obras de remodelación y que recientemente le han dado una mano de gato al lugar. Los empleados del zoológico nos dan la bienvenida y se alegran de que vayamos a visitarlos. Sonríen como lo hacen los supervivientes.
El recorrido sigue siendo muy interesante, la disposición de la flora nativa alrededor del camino tiene esa exuberancia propia del desierto.
La parte de los animales endémicos se encuentra más o menos como la recuerdo, pero a medida que avanzamos descubro las muchas jaulas vacías que ha dejado la mortandad que denunciaron durante los últimos años.

La variedad de especies que exhibía el zoológico ha disminuido considerablemente, aunque los habitantes que aún subsisten se ven bien alimentados.
Tal vez como símbolo de la aberración que cometió la despótica administración padrecista, nos damos de bruces con la laguna artificial donde retozaban las focas: se encuentra totalmente vacía, agrietada.
Ya no están los simpáticos monos araña que saltaban de una cuerda a otra; de las cuerdas sólo quedan retazos colgando de las ramas.
Faltan algunos de los espectaculares felinos y el lobo mexicano ha desaparecido.
El lugar me recuerda a un pueblo asolado por la guerra de la que sus habitantes se recuperan poco a poco. Con las visitas comentamos que si bien hay muchos espacios vacíos, al menos, los sobrevivientes se aprecian sanos.
El tigre de Bengala, aquel que algunos años atrás se paseaba tenso, nervioso, amenazante, poderoso, ahora se acerca a los barrotes y posa dócil para las fotos.
Así como a nosotros, me digo, estos malditos años de rapiña lo han doblegado.
Cuando terminamos el recorrido pienso que lo que han hecho con el Centro Ecológico de Sonora es mucho más indignante que los 49 niños muertos en un incendio, la venta de bebés por funcionarios del DIF, el saqueo del sector salud que llegó a causar la muerte de algunos pacientes, la desolación en que se encuentra el sistema educativo público.
¡Qué insensible!, pensarán.
Pero es que estos animales no tienen culpa alguna, y nosotros, los humanos, al fin y al cabo, siempre somos parte del problema.