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Huir de Acapulco

El puerto agoniza en manos del crimen organizado y las autoridades, que son parte del problema, le dan la espalda a la población al tiempo que crean burbujas como Punta Diamante para los extranjeros, blindadas, exclusivas, un pedazo de Miami haciendo frontera con el horror

Por Imanol  Caneyada

Recién regreso de Acapulco con un sabor amargo, con impotencia y preocupación. El esplendoroso pasado de ese puerto, por el que pasaron todas las rutilantes estrellas de Hollywood de los 40, 50, 60 y las estrellas un poco menos rutilantes de nuestro país, joya del Pacífico, referente mundial del turismo, agoniza enterrada bajo la violencia.

En cuanto uno deja la costera y penetra por las calles del viejo Acapulco, la ciudad se revela aterrada, escondida, oscura, enterrada en basura, desconfiada, triste, desangelada. Miedo, miedo y más miedo mientras los cárteles que se disputan la plaza muestran una saña y un sadismo psicópata en sus formas de aplicar el terror.

Acapulco se apaga en manos del crimen organizado y las autoridades, que son parte del problema, le dan la espalda a la población al tiempo que crean burbujas como Punta Diamante para los extranjeros, blindadas, exclusivas, un pedazo de Miami haciendo frontera con el horror.

El país, lo sabemos, nos lo decimos todos los días, agoniza en medio de un campo de guerra que alimentó la clase política por interés económico y que ahora ya no sabe cómo remediar.

Un juguete bello que han destrozado en nombre de sus mezquinos intereses. Ahí están las declaraciones del abogado del Chapo Guzmán, ese villano de cartón piedra que justifica toda la podredumbre, en las cuales acusa de tener nexos con el Cártel de Sinaloa a los presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

Podemos engañarnos y elegir pensar que es mentira, aunque luego no sepamos explicar cómo llegamos a esto.

Pero para los 330 mil desplazados por la violencia en México de 2006 a 2017, según reporta la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), la corrupción y la impunidad del crimen organizado y de la clase política, coludidas desde el principio, dos caras del mismo monstruo, los han empujado a abandonar sus hogares huyendo de la muerte.

La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, revela que de 2006 a 2017, hubo 330 mil desplazados por la violencia.

La escritora Iris García Cuevas, quien recientemente visitó la Feria del Libro de Hermosillo, es una de las víctimas de este éxodo involuntario. Junto con su marido, el poeta Raciel Quirino, y su hija, tuvieron que dejar el puerto a las pocas horas de que el crimen organizado llamara a la puerta del negocio familiar para cobrarles el derecho de piso.

No lo pensaron mucho, pagarles significaba convertirse en sus esclavos, no hacerlo, morir cualquier día bajo las balas de una AK 47.

Huyeron de Acapulco engrosando las filas de los más de 300 mil mexicanos desplazados por la violencia en una década. “Mexicanos desplazados por la violencia”, otro eufemismo que hemos inventado para no nombrar el horror.

Después de varios meses de callar, ambos, Iris y Raciel, han decidido dejar testimonio de lo que significa huir de la ciudad en la que vives y amas y te aman.

En una reciente publicación en su página de Facebook, la escritora decía lo siguiente:

“Este es un proceso del que no he hablado, un proceso doloroso que hace cinco meses me partió a la mitad porque ahora mis afectos están a más de 600 kilómetros de distancia unos de otros. Una chingadera que no termino de aceptar. Sigo sin acomodarme, sin saber cómo afrontar esta nueva circunstancia. Ser desplazado por la violencia y el crimen es algo que no debería pasarle a nadie”, escribe la novelista y organizadora del festival literario Acapulco Noir.

Por su parte, su marido, el poeta Raciel Quirino, profundiza en esta herida con un artículo publicado en Telégrafo de Tigre, titulado “La noche que tuvimos que huir de Acapulco”.

En uno de los párrafos dice:

“Mientras reuníamos las cosas que podíamos llevarnos en un viaje tan de improviso, yo hablaba en voz baja temeroso de que alguien estuviera vigilándonos y asomaba un ojo de vez en cuando a la calle, que a esa hora, más de la una de la mañana, estaba vacía. La adrenalina en ese momento nos permitió de nueva cuenta no pensar. En ese momento no advertíamos las implicaciones emocionales de todo ese movimiento: dejar todo, llevarnos a nuestra hija, nuestra chivas y largarnos a vivir a otra ciudad, en otro estado, mientras dejábamos atrás un lugar en llamas, tomado por el crimen…”

Hay en este país más de 300 mil testimonios parecidos a estos. Hay responsables detrás de este permanente estado de guerra, quienes dejaron crecer el problema porque estiraron la mano y cerraron los ojos.

Por eso, las declaraciones del abogado del villano número uno de México no pueden convertirse en un chiste en las redes sociales.

Los muertos, los desaparecidos, los desplazados, los que vivimos aterrados, los que se esconden en sus casas en Ciudad Obregón, merecemos una explicación contundente, necesitamos acciones expeditas y claras que lleven a los culpables a los tribunales, y me refiero a todos esos presidentes y gobernadores y alcaldes que permitieron que Acapulco, por ejemplo, ya no sea capaz de reconocerse en el encanto que otrora la convirtió en uno de los puertos más visitados en el mundo, que propiciaron con su ambición que este país provoque horror y se desangre.