Doña Nacha y el Huatabampo que resiste
Café, machaca, asado, cabeza, menudo y pozole, ofrecían a todos aquellos que pasaban todos los días hacia el mercado; el restaurante se fue consolidando y adaptando a la modernidad
Por Bulmaro Pacheco
La de ella, se ha vuelto una imagen cotidiana del lugar. Al verla sentada en una silla de metal durante largas horas en el corredor de su negocio, ante una pequeña mesa de formica de 30 por 60, apoyada en un librero empotrado a un pequeño escritorio, entre papeles, calendarios recetas y adornado con grandes estampas de San Martín Caballero y la Virgen de Guadalupe.
A su izquierda, un bastón de aluminio con 4 patas, que le dan movilidad a sus casi 78 años –64 trabajados en el mismo lugar, dice–, ahora, sentada preparando la masa –6 kilos diarios– (desde amasar,´tortear´ y bordear) para darle forma a las gorditas. “Únicas en su género y las preferidas del pueblo en éste establecimiento”, dice con autoridad doña Ignacia Gil Pacheco, que además ayuda a sus tres hijas (ahora a cargo del negocio) a picar tomate, cebolla y lechuga para aderezarlas al servirlas con el tradicional jugo de carne que ella también se encarga de preparar minuciosamente con chile verde, ajo, pimienta, sal, orégano y tomate, también para ablandarlas.
Doña Ignacia nació en Jerocoa, Álamos, en julio de 1940. Hija de Ramona Pacheco Morales y Jesús Gil Yocupicio.
La dureza de la vida de aquellos años en Jerocoa –entre cajetes de tierra, pequeña ganadería, la venta de leche y panelas– hizo que la familia Gil Pacheco (la madre y 6 hijos) emigrara a Huatabampo a mediados de los cuarenta del siglo pasado, a buscar mejores oportunidades y tratar de ganarse la vida, sin mayor patrimonio que el coraje de superar la pobreza y las ganas de trabajar para buscar el sustento de los hijos.
Años antes, se les habían adelantado doña Tomasa Campoy y la abuela Antonia, que les ayudaron a instalarse.
Llegaron a Huatabampo a vivir en un terreno baldío que le facilitó doña Tomasa, por la calle Iturbide.
Con sus hijos, doña Ramona instaló un pequeño negocio en un terreno baldío que le rentó a Sara González de Toledo, por la calle Galeana por tres pesos mensuales. ¡Los precios de principios de finales de los cuarenta del siglo pasado!
Ahí aplicó su experiencia en la elaboración de quesos y panelas, ofreciéndole a los madrugadores de aquél tiempo; café, machaca, asado, cabeza, menudo y pozole, aquellos que, ante la carencia de refrigeradores pasaban todos los días hacia el mercado a realizar las compras de carne fresca y alimentos.
Tiempos aquellos en que los propios clientes palpaban con sus manos la carne que colgaba de ganchos negros en amplios mostradores –no en refrigeradores, como ahora–. “Pulpa negra, lomo, hueso para el cocido, diezmillo, espaldilla para la deshebrada y gusano para el asado”, dice.
Tiempos de cuando el mercado municipal iniciaba sus operaciones a las dos de la mañana. Abría con la llegada de los trabajadores del rastro que trasladaban para los abasteros y los distribuidores, la carne, vísceras y los huesos de las tres reses que a diario se sacrificaban en el rastro municipal.
“Por eso el nombre de La Pasadita”, dice, porque por el puesto de comida pasaban en romería los clientes del mercado.
“No había muchos carros antes en Huatabampo y la gente pasaba a pie, en bicicleta o en arañas”, dice. “Había un ambiente de camaradería y todos se conocían”, dice con emoción Doña Nacha, y por eso el puesto de comida (posteriormente fonda y después restaurante) abrió las 24 horas durante los primeros 50 años del negocio, entre 1952 y el 2002.
El restaurante se fue consolidando con mayor clientela y con nuevos productos. Se fue adaptando a la modernidad y no pasó mucho tiempo en convertirse en el favorito de los desvelados y de los recién llegados al pueblo: Los choferes de camiones que desde Torreón y Guadalajara llegaban a recoger verduras, los agentes viajeros de catálogo, los taxistas noctámbulos, veladores y policías de guardia, dirigentes campesinos en tránsito hacia la capital, los profesores recién llegados, los doctores que llegaban rentando casa, o todos aquellos que “entre las 2 y las 6 de la mañana que salían de los bailes llegaban a cenar y a bajarse la borrachera antes de ir a dormirse”. “Acuérdate que ni las casas de huéspedes como La Regional de Poncho García Urbina, ni los hoteles como el Montecarlo, el San Jorge, el Sonora, el Rosita, y el San Pablo tuvieron nunca restaurante, y eran muchos los huéspedes que ahí llegaban y luego luego buscaban donde comer. Los mismos dueños de los hoteles nos recomendaban, y a veces nos pedían que les fiásemos como abonados”, dice.
El entrenamiento de Doña Nacha –de parte de su madre– incluyó un aprendizaje intenso en el arte de tostar el café, la molienda del nixtamal para la masa, la limpieza del menudo, el arte –ya en proceso de extinción– de colar café en talegas de manta hechas por ella misma, ordeñar vacas o, lo peor, lavar ropa de mezclilla con jabón y lejía, entre otras.
Con el tiempo las cosas cambiaron, dice. Las tortillas empezaron a comprarlas con José Okuda y con Pano Oba; las verduras con Leonel Zazueta; los aderezos con Rosendo Palafox; el frijol con Bruno Esquer; la pimienta, el clavo, el orégano, el comino, la canela y las latas de manteca de puerco (antes de la llegada de las mantecas Inca y Popo) con Cándido Sáinz y Ramón Lam.
‘Chilo’ Caro y “Los Pionillas” (Ricardo y Pancho López Ortiz) se encargaron de surtirles la leña (una carga de 40 palos a dos pesos a precios de 1955) durante los años que en la gran mayoría de los hogares se usaban planchas de carbón y se cocinaba en hornillas o estufas de leña, antes de la llegada masiva de las estufas de gas, de 1961 en adelante.
Las verdolagas, el cilantro, los huevos de casa, los rábanos, los tamales de elote, el pan de mujer y uno que otro pollo o gallina, se conseguían con las indígenas (marchantas) de los poblados cercanos al Río Mayo, que a diario acudían a las afueras del mercado a exponer sus productos.
¿Cómo ha podido sostenerse una micro empresa como La Pasadita desde 1952, que ya va en su tercera generación? Dice doña Nacha que “con mucho trabajo, tesón y sacrificios”.
“La clientela ha sido muy exigente con nosotros y en más de 60 años nos hemos ido adaptando a los gustos y las exigencias de los clientes”, y pone un ejemplo: “Aquí la gran diferencia entre la cazuela (hecha de pecho) y el cocido, son el hueso y el tuétano que lleva el cocido, aunque lleven los mismos ingredientes en materia de verduras y aderezos”.
La fama de su asado, importado de la cocina sinaloense que se hace de pura carne de gusano (o cuete), muy peleado porque aquí, primero se cuece la carne, luego se fríe con las papas, y se sirve todavía con frijoles con el queso rallado de siempre.
“También nos hemos adaptado con resignación a que la gente ya no pida café colado como antes. O a las exigencias de servirles un menudo con la menor cantidad de grasa posible, que ahora los clientes exigen por razones de cuidados a la salud”.
La competencia fue y ha sido intensa también: Por la misma época y junto a La Pasadita, también se instalaron en Huatabampo fondas y restaurantes que vendían casi lo mismo. Muy recordados han sido aquellos que hicieron historia, como el de Doña Cata Quintero, por la Zaragoza, pegado al bar “El Peine”. La cenaduría de doña Cata cerró a mediados de los setenta. El lugar ahora lo ocupa una mueblería.
El San Humberto, de Doña Juana González, famoso por el pollo a la plaza y el consomé de gallina (cinco gallinas con gusano a cocimiento para el consomé), vecino del Cine Mayo. La Tapatía (de Eugenio Mexía) y La Violeta (De Carmen de Esquer), instaladas también por la Hidalgo, muy cerca del cine. Doña Karo, especialista en puras tostadas (empezó cuando la mamá de doña Nacha y ella, vendían antojitos por fuera de la tienda Los Cuatro Vientos). También restaurantes como El Progreso (de Cenobia Leyva) o aquél de Doña María, El Dormido, instalado a un lado de la sastrería del ‘Güero’ Sotelo; a un lado ahí también la de doña Leandra Vega. La fonda de Doña Lola Morales (menudo y cabeza) por la Abasolo, a un lado de la casa del ‘Tiqui’ Torres y la de Doña Elvira (también menudo y cabeza) que se ubicó por la Guerrero, frente a la refaccionaría Meléndrez.
Un lugar aparte merecen las tradicionales fondas del mercado municipal, donde la que más tiempo resistió fue la de la familia Quijano en la esquina del inmueble, que operó hasta 1996.
El negocio de La Pasadita ahora lo atienden las hijas de Doña Nacha: Lydia, Carlota y Ramona. Ofrecen entre 30 y 35 platillos preparados bajo la supervisión de Doña Nacha “para que no se descuiden ni el sazón, ni el sabor característico”; pero ya no abren las 24 horas. “Ahora por la inseguridad, por el cambio de las costumbres (ya no hay tanto baile, ni tanto desvelado) y el cansancio, se abre a las seis de la mañana y se cierra a las seis de la tarde”, dice. En 2006, aplicando los ahorros de la jefa de la familia, el negocio se amplió con la construcción de ocho cuartos de hotel que ahora combina con el restaurante.
Entrada a los 78 años, con 64 trabajados en su proyecto, Doña Nacha dice sentirse satisfecha y muy agradecida con quienes por años colaboraron con su negocio, como las recordadas Lina Antelo y Ángeles Corral que la apoyaron e hicieron de todo por décadas, desde cocinar hasta la atención directa a los clientes.
¿Envidias? “No”. ¿Rencores? “Menos”. ¿Nostalgias? “De mis muertos nada más (de su madre y su hijo)”. ¿La competencia? “Que dios los bendiga y a mí que no me olvide”, dice, con un profundo suspiro de satisfacción y nostalgia, quizá añorando la energía, la fuerza y la voz de mando que por años la caracterizaron. “Si pudiera trabajar más, lo seguiría haciendo, pero soy consciente de que mis fuerzas y mi capacidad de resistencia ya no son las mismas de antes, y en eso, prefiero la salud a las ganancias”. Y remata: “No tengo dinero, tengo algunos bienes, una buena familia, buenos amigos y salud. ¿Qué más le puedo pedir al de arriba? Estoy satisfecha con mi vida”.
Es Doña Nacha, quien apenas con tercer año de primaria ha contribuido notablemente a crear y consolidar una empresa –que ha vivido de todo en materia de competencia y riesgos– y que ahí sigue. Una empresa que ha perdurado por años en el Huatabampo que resiste… y a pesar de todo… resiste bien.