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“El Wicho”, hotdoguero de Baviácora: cuatro años de un doble desastre

“No hay trabajo. Se está volviendo un pueblo fantasma Y eso nos mata la existencia”.

Por Luis Alfonso Partida

9 de agosto del 2014. Esa mañana, el anciano apagó de mala gana la radio de pilas.  Sentado al lado de la noria, escuchó en segundos lo que temió por décadas, una noticia más devastadora que su enfermedad: desechos de la mina contaminaron las aguas del rio. Pausado, se rascó la cabeza y balbuceó: “Pa´cabarla de joder !Qué desastre!”. Días después, otra desgracia que se veía venir: el viejo murió.

Fuera del pueblo, Baviácora,  bajo la sombra del mezquitón de ancho tronco, sobre piso de tierra, en el predio conocido como La Matanza, amigos y familiares, uno a uno, marchan desconsolados frente al ataúd color oro y marrón. Cuatro cirios escoltan el cajón cuya ventana superior abierta deja ver medio cuerpo de Manuel. Un botellón de grueso cristal sobre el féretro revela que el Bacanora se agota.

A las sombras de la gran ramada, las notas lastimeras del cuarteto norteño erizan cada poro. “Puño de Tierra», «Cruz de Madera» y «Te Vas Ángel Mío» se corean entre llantos y suspiros de los presentes. «El hombre de las Canas» y el «Hombre que más te amo» castigan las más sensibles fibras.

Por unos minutos, la muerte del senecto hace olvidar la devastadora tragedia de la mancha en el río, la muerte de animales envenenados, el tinte toxico impregnado en tierras de  cultivo. Una contaminación que arde en la piel,  el orgullo y el bolsillo de 24 mil pobladores. Arde como marca de yerra. Qué poca madre!

Don Manuel y su esposa “nana” Coyo.

-¡Que no falte el mezcal y la música!- reclamó en vida meses atrás Manuel, postrado en una silla de ruedas que el DIF le regaló. La diabetes le había inutilizado la pierna derecha que terminó por perder en una visita al quirófano. A los días, presintiendo la muerte, con su puño y letra, redactó los nombres de las canciones para su funeral. -No se preocupen por la música- parafraseó entonces a José Alfredo Jiménez, El Tlacuache paga!

Manuel, abuelo con ochentaytantos años encima, nacido en estas tierras que baña el Río Sonora, se caracterizó por lo que hacía y por lo que decía. Conocido con el  mote de El Tlacuache, sacrificaba animales rengos, como caballos, burros o mulas que compraba y lo convertía en carnes. Muchos años en el oficio lo convirtió en El Padre de la Machaca.

Conocedor de todo y de nada, hablaba hasta por los codos, y si le pegaba la gana, alegaba dormido. En ocasiones despertaba rojo priísta y se iba a dormir azul panista. Pero a todos los políticos les surtía sapos y culebras por igual, cuando escuchaba cada suatada de los gobernantes en turno.

A la víspera de su sepultura, al abuelo lo velaron fuera de casa. El ataúd se montó en medio de la callejuela sin permitir acceso. Una gran carpa prestada por el expendio de la esquina cubre las sienes de los concurrentes. Vistosa marca cervecera al centro, posiciona sugerente slogan: Presente hasta en los mejores eventos.

Un coro de mujeres de avanzada edad reza al unísono el rosario como la tabla del uno. Los niños corren frenéticos entre sillas cual fuera fiesta infantil. Bultos de ramos y coronas al pie del cajón. Por un flanco, sobre las cabezas, marchan platos desechables con barbacoa humeante, frijoles y tortillas. Por el otro, botes escarchados con cerveza fría.

Un funeral por estos rumbos es un ritual. En el pueblo, una boda en quincena o las fiestas patronales de fin de año reúne multitudes. Basta un feis enviado a la comadre o un wuasap al comisario para juntar gentío diondequera.

-Seguramente irán a mi velorio hasta los que no conozca­­­­- espetó Manuel una tarde como retando a la muerte. Las grandes gafas negras ocultaban su irónica mirada. -De algo nos vamos a morir- remataba el viejo mientras se empinaba una ambarina. Con otra mano frotaba el retazo de carne que le quedó de la pierna, y aún se le movía.

Don Manuel descasa junto a su esposa en el viejo panteón de La Matanza.

Como en romería, gente va y viene frente al cuerpo presente, de la noche al amanecer, hasta que los primeros rayos del sol avisan que es hora de ir a la misa en la iglesia. Antes de marchar, el café, más negro que la noche previa,  y el pan de vieja recién horneado por doña Laura, se devora como si fuera pócima para despertar a los amanecidos.

A vuelta de rueda, sobre la plataforma de la troca, el ataúd y los arreglos florales transitan sobre las ardientes rúas del lugar. A su paso frente a sus casas, la gente curiosa asoma sus cabezas por las ventanas o las  puertas entreabiertas.

Con el cortejo detrás, la pickup se estaciona en la Purísima Concepción, la iglesia donde recibe las aguas benditas. En la plaza, mientras, decenas de tinacos y cisternas nuevos apilados hacia arriba forman monstruosas figuras, en espera de ser entregados en apoyo a damnificados por el derrame.

Pipas de Conagua y otras particulares dan vida a las callejuelas del pueblo, repartiendo agua por consigna, calle por calle, casa por casa, a los pobladores, advertidos que el líquido  de la red está contaminada. Imposible bañarse, menos beberla. Era aquello una locura.

De vuelta a La Matanza, a pesar de lo frondoso del mezquite, intensos rayos del sol cruzan como cuchillo las ramas y caen sin piedad sobre las cabezas de concurrentes. El piso de tierra remojado sofoca el más mínimo centímetro cúbico del lugar. El repertorio musical ordenado en vida por el viejo, se repite una y otra vez.

El sepelio en La Matanza no es capricho del difunto. En este lugar de profundos recuerdos Don Manuel y Nana Coyo procrearon  a sus 13 vástagos: siete hombres y seis mujeres. A ellos se les enseñó a montar, arrear y sacrificar animales. Afilar, destazar, beneficiar y machacar la carne. A ellas, atizar, ordeñar, amasar y hornear ricos panecillos de péchita. Aprendieron a ganarse la vida.

Nana Coyo, abnegada dama de estatura baja, morena clara, ojos aceitunados, pelo entrecano de largas trenzas, cuando pocas veces sonreía, dejaba ver perfecta dentadura nácar con singular encanto senil. Fiel a su hombre, vivió momentos buenos y malos que llevó a su tumba. Bajo las sombras de esa ramada se escribieron miles de historias. El gran árbol fue el mejor confidente familiar.

Años atrás, a la muerte de Nana Coyo, el Tlacoache cayó en profunda depresión.  En más de una ocasión se culpó de malos ratos que hizo pasar a la Abuela. – Dios, porque no me llevas a mí—se preguntaba en secreto. Para disuadir su estado de ánimo, los hijos lo trajeron a la ciudad. Una decisión equivocada, dirían unos.

Todo lo contrario: Don Manuel revitalizó. Era costumbre verlo en una colonia al norte de Hermosillo, fuera de su casa, expuesto al sol, sobre la banqueta, elegantemente vestido de vaquero, botas boleadas, bastón en mano, sombrero arriscado y gafas negras, deleitando  pupila con cada curvilínea que pasaba por su mirador. Lo pícaro nunca se le quitó. Ni que fuera resfriado.

Una tarde de sábado me pidió raite al Centro. En vieja peluquería se cortó el pelo cano. Al salir, con bastón en mano, cruzamos calle y compro un sombrero, y después me invitó a comer un plato de cabeza al Mercado. De regreso al auto, sobre una acera de la Elías Calles, Manuel empujó sin avisar una puerta desconocida de tantas. Al abrirse, una espesa nube fresca salió del interior como si llegáramos al cielo: era una cantina, con barra, meseras y radiola. Aquellas dos primeras caguamas frías que pagó Manuel supieron a gloria.

El cajón va de nuevo pa’arriba de la troca. De regreso al pueblo, a la altura de la plaza principal, la comparsa gira a la izquierda y se enfila, por estrecha rúa, cuesta arriba, hasta una meseta. Sobre ésta, dentro del viejo panteón, el ataúd expuesto sobre un mesón de ladrillo y concreto, Manuel recibe, ahora sí, el adiós con desgarradores llantos. Finalmente, en profundo hoyo, el cajón es depositado, bajo una misma lápida, a un lado de su inseparable Coyito. El taca-taca entonan las últimas partituras al anciano, a un lado de su última morada.

Cerca de allí, en La Matanza,  prevalece en su atmosfera la esencia del difunto. Las anécdotas del anciano en vida se cuentan una y otra vez. Los botes de ambarina helada rolan de mano en mano cual si fuera papa caliente. El garrafón de cristal que conservaba el mezcal, rueda temerariamente sobre el piso, solo y vacío, como si alguien lo moviera.

Esa misma noche, allá, en el viejo panteón del pueblo, entre lápidas, floreros y maleza crecida, donde soledad y oscuridad se hacen compañía, se alcanzan a escuchar murmullos de ultratumba. Las malaslenguas dicen, como leyenda notariada, que es un alma en pena, que es Don Manuel El Tlacuache, que retorcido en el ataúd, tres metros bajo tierra, parece oponerse  partir a la otra vida.

A la mañana siguiente del sepelio, 19 días después del derrame, en grandes titulares los diarios daba fe a un dictamen oficial divulgada en la Ciudad de México, que hace recordar la profecía del Tlacuache: “Califican Expertos el Derrame en el Rio Sonora como el Peor Desastre Ambiental en México”. Así, con esas palabras lo dijo el anciano: “¡Qué desastre!”.