Gustavo F. Aguilar, una historia de amor con Sonora

En esta época de elecciones, bien les valdría a todos los aspirantes a cargos populares mirarse en el espejo centenario del constructor de Hermosillo; recordamos algunas obras que impulsó
Por Imanol Caneyada
Hace cien años, en Estados Unidos se detectaba el primer caso de gripe española que iba a desatar una pandemia que acabaría con la vida de 25 millones de personas.
Manfred von Richthofen, el famosos Barón Rojo, era derribado y moría en plena Primera Guerra Mundial; meses después se firmaba el armisticio de Compiégne, con lo que se daba por terminada la gran guerra.
Ese mismo año, México reafirmaba su neutralidad ante la que se consideró por un tiempo la mayor conflagración de la historia de la humanidad; también nacía la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM).
Y el poeta Alí Chumacero, el escritor Juan José Arreola, el cineasta Ingmar Bergman y el luchador social y posterior presidente de Sudáfrica Nelson Mandela.
Y puestos a nacer, nacía en San Pedro de las Colonias, Coahuila, un hombre que posteriormente fue conocido como el constructor de Hermosillo, aunque a él le gusta que le llamen el sembrador de escuelas.
Bueno, lo que se dice nacer, nacer, lo hizo en Tacubaya, Ciudad de México, porque en el pueblo donde fue registrado y criado no había hospitales.
Su padre fue primo hermano y escolta del presidente Madero, pero él no siguió sus pasos, en parte, porque de niño le regalaron un juguete para armar locomotoras, tractores, carros y descubrió una pasión que lo iba a traer a esta ciudad en 1943.
El arquitecto Gustavo F. Aguilar Beltrán cumplió el pasado sábado cien años y su memoria y su vitalidad siguen intactas, tanto que el 14 de mayo, con paso firme y seguro, asistió a un homenaje que autoridades estatales le brindaron por su siglo de vida en la escuela que lleva su nombre.
Ahí lo bautizaron como el sembrador de escuelas, pues al frente del extinto Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas, venció todos los obstáculos topográficos y materiales que la agreste geografía sonorense le presentaba para llevar por todo el territorio del estado más de mil instituciones educativas.
Aguilar Beltrán estudió arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México, de donde egresó en 1942 con mención honorífica; tenía un gran futuro por delante, pero sus raíces norteñas lo llamaban y al terminar los estudios soñaba con dejar la gran Ciudad de México y emigrar al norte del país.
En 1943, el general Abelardo L. Rodríguez, gobernador de Sonora, envió a su jefe de obras, Francisco Salazar, a la UNAM para que encontrase un joven egresado con el mejor perfil y las mejores calificaciones. A ese joven lo fue a encontrar en un tren que iba de Tepic al DF: Gustavo Aguilar.
Cuando aterrizó en Hermosillo sólo había tres arquitectos, dos en la capital y uno en Navojoa.
Así comenzaría una historia de amor con el estado de Sonora, en el que fue sembrando su huella como urbanista y en el que ha vivido hasta ahora.
Recién llegado, en la oficina que le asignaron sólo estaba él, ningún ayudante, dibujante, albañil, sólo él. De todas formas se lanzó a construir escuelas por toda la entidad, ya que prácticamente no existían, eran tiempos en que se tenía una fe ciega en la educación pública para elevar el desarrollo del pueblo.
Trazó todos los bulevares en una ciudad que carecía de ellos, a excepción del que lleva el nombre de quien lo trajo aquí, y eso porque el propio general se encargó de ello.
Trabajó con seis gobernadores al hilo, siempre con ahínco y pasión y sin robarse un solo peso, algo que en estos días parecería imposible.
Su estilo de vida le ha permitido vencer al tiempo y convertirse en un hombre centenario; come poco, trabaja mucho y ha tenido un hobby que le ha permitido olvidarse de todas las preocupaciones: la pesca.
Este hombre, memoria viva, es un ejemplo para cualquier servidor público de honradez, trabajo y sensibilidad, tanto que el premio estatal de vivienda de Sonora lleva su nombre.
Cuando caminamos por esta ciudad, lo único que hacemos es seguir las huellas de este arquitecto empedernido e incansable.
Cuando recorremos el desnivel de la calle Veracruz, si pasamos frente el Edificio Sonora o el cine Sonora, el edificio del Palacio Municipal, el del hotel Laval, el edificio que albergó el Banco de México en Hermosillo, el Banco de Comercio de Sonora, el Molino Harinero San Luis o el hotel Gándara, por mencionar algunos, somos testigos del inagotable derroche creativo de Gustavo F. Aguilar y de su amor por Sonora.
Incluso si entramos al Palacio de Gobierno, ahí está su mano, pues fue artífice de su reconstrucción después del incendio que asoló con el edificio en 1948; y si cruzamos la plaza Zaragoza y contemplamos la catedral de la Asunción, ahí está el amor de Gustavo en los dos patios laterales.
Pero de la obra de la que más orgulloso se siente es de la reconstrucción del frontispicio de la iglesia de San Francisco Javier de Batuc, actualmente ubicada en la Plaza de los Tres Pueblos en Hermosillo, después de que ese pueblo desapareciera bajo las aguas de la presa.
Cumple un siglo este hombre ejemplar en todos los sentidos, republicano en el vivir y en el servir a la comunidad, apasionado de su trabajo, cabal e íntegro, de esos seres humanos que quisiéramos que se multiplicaran y se eternizaran.
En esta época de elecciones, bien les valdría a todos los aspirantes a cargos populares mirarse en el espejo del constructor de Hermosillo.