LA CONQUISTA DE MÉXICO (Parte I – Llegada de Hernán Cortés)

“Se alcanza el éxito convirtiendo cada paso en una meta y cada meta en un paso” (Hernán Cortés)
Por Daniel Padilla Ramos
A poco más de 500 años de la conquista del Imperio Azteca (hoy México) por parte de los Reinos de Castilla y Aragón (hoy España), mucho se ha investigado y comentado sobre tales acontecimientos.
Según la tradición, la palabra México proviene de tres voces del idioma náhuatl: metztli, que significa luna, xictli, que significa ombligo o centro, y co, que es lugar. Tanto en sentido literal como metafórico quiere decir «en el ombligo de la luna», o dicho de una manera menos anatómica: «en el centro del lago de la luna».
Esa denominación obedece a que el contorno de los antiguos lagos que ocupaban la cuenca de México se parecía a la figura de un conejo, muy similar a la silueta que forman las manchas lunares vistas desde la tierra, y como la gran ciudad de Tenochtitlán estaba en el centro de estos lagos, pues simbólicamente se ubicaba en el «ombligo» de esa zona lacustre.
Otra versión acerca del origen de la palabra México es que deriva de Mexictli, nombre dado al dios Huitzilopochtli, «el colibrí del sur», quien condujo a los mexicas hacia la región lacustre del centro de México.
En el caso de España, en la época de la conquista no se llamaba así, ya que era un territorio compuesto por varios reinos, siendo los principales los de Castilla y Aragón, empero ya muchos la llamaban “Hispania”, que al poco tiempo se cambió a España.
Para cuando Cristóbal Colón llegó a América el 12 de octubre de 1492, Hernán Cortés tenía apenas siete años de edad. No fue sino hasta 1511, a los 26 años de edad, cuando Cortés desembarcó en Cuba y fue designado alcalde del recién establecido poblado de Santiago, donde logró amasar una gran fortuna.
En 1518, el Gobernador de Cuba Diego Velázquez de Cuellar le ordenó a Hernán Cortés que preparara una expedición a lo que hoy es México, y como existían desavenencias entre ambos, Cortés preparó el viaje, pero para no volver.
Sigilosamente Cortés reclutó a 600 valientes hombres y adquirió 11 barcos, los cuales cargó de ballestas, pistolas de avancarga (se cargan en cada disparo), lanzas, espadas metálicas, cañones, armaduras, y 16 caballos y yeguas, y con ese armamentarium partió.
En los años 1517 y 1518, Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva respectivamente, habían llevado a cabo exploraciones de reconocimiento a nuestro territorio, incluso el primero de ellos desembarcó en Cabo Catoche (hoy Yucatán) pero fue ferozmente atacado por los mayas de la región, quienes le provocaron heridas que posteriormente lo llevaron a la muerte.
Hernán Cortés y sus huestes arribaron en febrero de 1519 a lo que hoy es Cozumel, isla donde desembarcaron para hacerle frente a quien hubiera que enfrentar. Ahí, un maya que les salió al paso y a quien los recién llegados apodaron “Melchorejo”, se dirigió a ellos en un castellano bastante golpeado, lo que les causó enorme extrañeza.
“Melchorejo” les hizo ver que aprendió un poco de la lengua, ya que dos hombres barbados como ellos se encontraban en la isla, lo que les causó aún más perplejidad a los recién llegados. Cortés de inmediato envió a varios de sus soldados a buscarlos, encontrando a Gerónimo de Aguilar y a Gonzalo Guerrero, a quienes pusieron ante la presencia del conquistador.
Explicaron los ibéricos que, en el año de 1511 (ocho años antes), tras una expedición que había partido de Panamá hacia Cuba naufragaron cerca de la península de Yucatán, hundimiento que dejó un saldo de decenas de muertos y 20 sobrevivientes que llegaron a la costa de Cozumel, pero ahí fueron capturados por los mayas.
De esos 20 náufragos los nativos mayas sacrificaron a 18 y dejaron solamente a dos vivos: los citados Gerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, convertidos en esclavos y entregados al cacique de Chetumal.
Gerónimo de Aguilar era un fraile y decidió unirse a Cortés, pero Gonzalo Guerrero era un aventurero que se enamoró y se casó con la princesa maya Dza´asil-Ha, adoptando las costumbres de su nueva familia política, a grado tal de tatuarse como indígena y perforarse las orejas, tal como lo hacía su nuevo clan. Ellos procrearon tres hijos, a quienes se les consideran los primeros mestizos de América.
Hernán Cortés prosiguió con su empresa y en su derrotero libró cruentas batallas, siendo la primera de ellas la de Centla -en lo que hoy es Tabasco-, la cual se dio el 14 de marzo de ese 1519 y en la que dominó sin mayores problemas a los mayas-chontales. Ahí, junto al Río Grijalva, Cortés fundó lo que llamó Santa María de la Victoria, donde se ofició la primera misa en toda la historia de la América Continental.
Como tributo a los conquistadores, los nativos vencidos le obsequiaron a Hernán Cortés 20 mujeres esclavas, entre ellas “Malintzin”, mejor conocida como “Malinche” y después rebautizada con el nombre de Marina, quien jugó un papel preponderante en la conquista de Tenochtitlán.
Después de la batalla de Centla desembarcó en lo que hoy es Veracruz, donde sometió fácilmente a los totonacas, fundando ahí mismo la Villa Rica de la Vera Cruz, que pasó a ser el primer ayuntamiento de toda América Continental. En La Antigua (también Veracruz), Cortés estableció su primera morada al llegar a México.
Cortés y sus soldados, después de meses de descanso y de enterarse de la existencia de la Gran Tenochtitlán y del Emperador Moctezuma, a quien las demás tribus indígenas tenían que pagarle tributo, enfilaron rumbo a esa gran urbe, pero al llegar a Tlaxcala no la tuvieron nada fácil, ya que los tlaxcaltecas, al mando de Xicoténcatl (hijo), les dieron férrea pelea durante dos días, causando una baja considerable de gachupines.
Los peninsulares finalmente resultaron victoriosos en esos enfrentamientos y los tlaxcaltecas terminaron uniéndose a ellos junto con los guerreros totonacas, quienes ya habían reforzado a las tropas invasoras.
La civilización tlaxcalteca “se cocinaba aparte”, como dicen luego, ya que fueron los únicos que nunca se dejaron dominar por los aztecas (o mexicas) porque eran completamente opuestos a los ideales políticos e idiosincrasia de Tenochtitlán.
Para ese siglo XVI, Tlaxcala era una confederación de Estados independientes gobernados por un Senado y cuatro Señoríos, es decir, que los tlaxcaltecas demostraron ser más avanzados política y democráticamente que muchas ciudades del mundo en esa época, incluidas las de la invasora, que entonces se llamaba Reino de Castilla y Aragón repito.
Desde luego que los astutos indígenas tlaxcaltecas cobraron con creces sus servicios bélicos a los conquistadores victoriosos, al lograr que una vez consumada la conquista de Tenochtitlán, la corona autorizara que su ciudad fuera autónoma y solo pudiera ser gobernada por sus naturales tlaxcaltecas.
También se prohibió por decreto que sus tierras fueran despojadas y que ningún tlaxcalteca fuera esclavizado o sometido a los españoles, como en cambio sí sucedió con otros grupos indígenas que apoyaron la causa de Cortés.
Obtuvieron además la real concesión de que los nobles tlaxcaltecas fueran reconocidos al igual que los mismísimos nobles españoles, y hasta se podían vestir como ellos, montar a caballo y utilizar armas de fuego.
Esto no lo dijeron los frailes traductores, los escribanos ni los cronistas de Indias, tampoco Bernal Díaz del Castillo, sino los mismos tlaxcaltecas que lo escribieron en distintos códices y textos que aún se conservan.
De Tlaxcala llegó Cortés a Cholula (hoy Puebla) acompañado de cientos de españoles y miles de indígenas que ya se habían unido a su cruzada. Estando en Cholula, “La Malinche” le comentó a Hernán que había escuchado el rumor de que esa noche les tenían preparada una emboscada, por lo que Cortés ordenó atacar sin piedad a todos los lugareños, desatando lo que se conoció como la “matanza de Cholula”. En ese draconiano genocidio los soldados del rey masacraron a cinco mil cholultecas.
Una vez que Cortés y su contingente abandonaron Cholula para tomar la ruta final a la gran Tenochtitlán, pudieron admirar en la cuenca de México un ecosistema tan diverso que ni toda la península ibérica lo tenía.
Ahí, Hernando absorto vio a varios animales como los venados, felinos, y distintas especies de aves y reptiles, fauna que ningún europeo jamás había visto en su vida. Conoció de igual manera diversas plantas como el nopal, el maguey, el mezquite y el huizache; pero sobretodo descubrió ciertas hortalizas que marcaron un antes y un después en el consumo alimenticio de Europa y del mundo entero.
Estos alimentos son el maíz, el frijol, la calabaza, el tomate y el chile, así como otros que brotan de manera natural en el suelo como el quelite y el huazontle, sin dejar de mencionar el café, el cacao y la piña, productos que ipso facto le envió a los Reyes de España para que los saborearan y complementaran su mesa.
En su último trayecto a la capital del Imperio Azteca los conquistadores atravesaron lo que hoy se conoce como el “Paso de Cortés”, que es el camino que pasa justo en medio de los volcanes Popocatépetl e Itztaccíhuatl. Ahí mismo Hernando ordenó a diez de sus hombres que escalaran el Popocatépetl porque en ese momento arrojaba humo y quería saber de qué se trataba, ya que tampoco conocían los volcanes.
Ninguno de la decena enviada logró llegar a la cima, pero el que más altura alcanzó fue el capitán Diego de Ordaz, quien reportó haber visto desde lo alto varias islas en un lago, especialmente una referida como una inmensa ciudad que de inmediato supieron que se trataba de la Gran Tenochtitlán.
Además, en lo alto del volcán encontraron azufre, adminículo que después utilizaron para elaborar pólvora para sus cañones y armas. Los expedicionarios se encontraban en ese momento a una altura de casi 3,600 metros sobre el nivel del mar, y como iniciaba el mes de noviembre el frío les calaba, toda vez que nunca habían pisado un suelo tan elevado. Todo era novedoso para ellos, una entelequia.
El lago que divisó el capitán Diego de Ordaz era el lago de Texcoco, y las islas que sobre el agua descansaban eran lo que hoy son Tlalpan, Iztapalapa, Tláhuac, Chimalhuacán, Chalco, Churubusco y el centro de la actual CDMX.
La llegada de Hernán Cortés a la Gran Tenochtitlán sucedió finalmente el 08 de noviembre de 1519, cuando junto con sus aliados indígenas salió de Iztapalapa e inició el avance hacia México-Tenochtitlan, que se encontraba a dos leguas (casi diez kilómetros) de distancia.
Probablemente Cortés no dejaba de pensar –aterrorizado- lo que en repetidas ocasiones le habían advertido a lo largo del camino: que en aquella ciudad había zoológicos con animales que eran capaces de devorar a sus hombres, y que además podían quedar aislados y emboscados a mitad del agua para luego ser sacrificados en los templos. Sin embargo, el medellinense se mantuvo estoico e impertérrito.
Con tal distopía en su mente, Cortés y sus hombres avanzaron por una calzada ancha que atravesaba la laguna, y que a decir de ellos cabían ocho jinetes de lado a lado. En ambas orillas flotaban sobre el agua una cantidad inmensa de canoas, cuyos tripulantes mexicas los miraban boquiabiertos.
De repente apareció majestuosa la Gran Tenochtitlán, inconmensurable en su belleza, destacando su predominio por la soberbia de sus edificaciones con bellos parterres a sus alrededores. Los peninsulares veían con asombro los grandes templos, la ciudad flotando sobre el lago.
A media legua de Tenochtitlán (unos 2.5 kilómetros) se unían las calzadas que venían de Iztapalapa y Coyoacán, donde se hallaba el fuerte de Xólotl (sobre la actual Tlalpan) que custodiaba la entrada de la ciudad.
Finalmente, el primer comité de recepción apareció y entonces sucedió el encuentro histórico, no se sabe exactamente en qué lugar aconteció, aunque la tradición ha convenido que ocurrió en un lugar llamado Huitzilán, que hoy corresponde a un tramo de la avenida Pino Suárez, en el centro histórico de la capital de la República.
Los conquistadores de pronto vieron en el centro de la calzada un palio hecho de plumas verdes entretejidas que portaba el Tlatoani Moctezuma Xocoyotzin. Entonces se hizo un silencio sepulcral, mientras desde lo alto de las construcciones, la gente que miraba desde los terrados bajó la vista.
Moctezuma, sabedor que ese encuentro era inexorable, descendió de su litera y dio algunos pasos, mientras Cortés se arrojó del caballo para también acercarse al Emperador; en la vestimenta del tlatoani había oro, pedrerías, finos paños y desde luego, el penacho. Ninguno esgrimió sus armas.
En el Códice Florentino hay una crónica de ese encuentro que reza: ¿Eres tú, eres tú ya? ¿Entonces tú eres Motecuhzoma? “Sí, en efecto, soy yo”, respondió Moctezuma en tono melifluo. Ambos se miraron firme y celosamente a los ojos, con introspección.
Se cumplía así la quimera del conquistador Hernán Cortés, y también la maledicencia del Emperador Moctezuma.