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La puerta de emergencia sigue cerrada

Por Rolando Chacón/REFORMA

Para los vecinos de la Colonia Y Griega, el edificio de color melón, azul y franjas amarillas donde estuviera la Guardería ABC forma parte de su paisaje cotidiano y se han acostumbrado a verlo con cierta distancia entre los recuerdos y la vida diaria.

El abrasador sol del desierto «comió» ya el color en las mantas con los rostros de los niños que murieron ahí, el polvo opacó los mensajes de «Justicia ABC» y el árbol que daba sombra a la entrada de la estancia infantil se ha secado a un lado de las 49 cruces, cada una con un nombre.

Así como una manta cubre y disimula los hoyos, abiertos con impactos de una camioneta para rescatar a los niños aquel 5 de junio, quienes ahí viven o trabajan, buscan esconder sus recuerdos, pero de vez en cuando caen en cuenta que lo vivido cuatro años atrás los acompañará de por vida.

Como encargado de la gasolinera 6757, Rosario Beltrán López quiere olvidar los sonidos y las escenas vividas, pero pasa seguido que los clientes descubren la foto en su oficina, donde aparece junto a cinco empleados como héroes de aquella tarde, y vuelve a sentir el calor de aquella tarde y el infierno dentro de la bodega.

«Cuando salí había policías quebrando vidrios, había un caos, agarramos los extinguidores y nos metimos a apagar; sacamos un cunero con niños adentro, ahí vi a la directora quemada, hacía un solazo, un infierno», relata.

«No me acuerdo en qué momento yo tengo un niño en mis brazos, no sé quién me lo dio, yo trato de revivirlo, le di respiración de boca a boca, le metía aire, se le inflaba la boquita, pero el niño estaba muerto, luché mucho por él, me encontré un bombero que me dijo ‘deja a ese niño, está quemado por dentro’, en ese momento yo tenía al papá detrás de mí y gritó ‘no, mi hijo no está muerto, no lo deje'».

Igual como ocurre con el encargado de la gasolinera frente a la guardería, Irene Silva Medina, quien vive a cuadra y media del sitio, recuerda vívidamente las imágenes, pero en especial los gritos y llanto de madres y padres.

«Llego y veo todas las madres desesperadas, unas metiéndose a sacar niños, vi cómo salían, con niños quemaditos; mi sobrina desesperada por hallar a su hija, yo calmándola, era como el día del juicio final».

El Periférico Sur y las calles aledañas colapsaron aquella tarde, cientos de vehículos estaban inmóviles, algunos padres o voluntarios abandonaron sus autos y corrieron a la guardería; en el primer círculo había patrullas, carros de bomberos y ambulancias.

Desde ese 5 de junio, el inmueble es una zona restringida, son contadas las personas que han entrado desde entonces, principalmente peritos que han realizado tres estudios diferentes; el primero, de la PGR, culpó a un aparato de aire acondicionado o «cooler»; el segundo, hecho por un estadounidense, dijo que el fuego fue provocado; el tercero culpó a un corto circuito.

De manera permanente, los últimos cuatro años, el edificio es vigilado por policías municipales y estatales; el exterior está rodeado por vallas metálicas y cintillas de plástico amarillo con la leyenda «PGR Criminalística».

Cuando se acerca el aniversario, los padres renuevan las mantas, barren los alrededores y retiran las coronas de flores, veladoras extinguidas, globos desinflados, dulces, pelotas y demás ofrendas consumidas por la intemperie, que durante el año llevaron los padres, ya sea por el cumpleaños del niño que alguna vez tuvieron, o por fechas significativas como el Día del Niño o el Día de Muertos.

Poco a poco maquillan el rostro del edificio cuyo interior está aún negro por el humo y donde, afirman, permanecen cuneros, objetos tirados e incluso equipo usado para combatir las llamas, como extinguidores.

Aún falta una parte del techo de lámina que los bomberos quitaron para ventilar la bodega; la puerta de emergencia que no se pudo abrir sigue cerrada; los cristales de las ventanas, rotos el día del incendio, dejan ver unas tétricas cortinas arrugadas por el calor, descoloridas por el sol y cubiertas del fino polvo del desierto sonorense.

Ofelia Vázquez, madre de Germán Paúl, es de las primeras en iniciar la limpieza; nueve días antes del aniversario llega temprano con un par de jóvenes a barrer.

Los padres tienen un permiso tácito para traspasar la valla y llegar hasta las puertas del inmueble; pero en los primeros meses del 2009 y 2010, el cerco era más amplio y era férreamente defendido por policías.

Alfredo Contreras, propietario de un taller y un negocio de préstamos en contraesquina de ABC, recuerda que durante unos 10 meses el perímetro policial clausuró de facto su negocio, perdió clientes y debió despedir a uno de sus dos empleados.

Sobre la Calle Ferrocarrileros, a una cuadra de la guardería, vive Ofelia Quintero Guerrero, quien ese día recibió y acomodó en su sala a unos 35 niños que respiraron humo, algunos callados, sin fuerzas para llorar, sólo hacían lo posible por respirar con su pechito agitado.

«Recuerdo todo de ese día, dicen que sí se olvida, pero no se olvida nada, todo parece que está ahí intacto», dice la mujer.

«Al principio sí lo soñé por varias semanas, luego parece que sí se va a olvidar, pero no se olvida, queda por igual, los sentimientos y las escenas».

Fue un día de llanto; lloraban los padres al ver el humo y las llamas, al buscar desesperados a sus hijos, lloraron a grito abierto quienes llegaron tarde y sólo hallaron un sitio desolado, pero luego, ya pasada la urgencia, lloraron policías y voluntarios al ver la tragedia en perspectiva.

Ramiro García Campa, gerente de la gasolinera, aún se siente conmovido por sus empleados, quienes al agotar lo que podían hacer, llegaron tiznados, con piel quemada de otros niños en sus ropas y un llanto abierto.

«Cuando ya pasó todo, llegaron los trabajadores, traían los billetes quemados, los del cobro de gasolina, otro estaba llorando nomás de pensar que su hijo hubiera estado ahí. Todos lloraron».

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