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Leyendas Mexicanas que se quedan en la piel: Cuando la Noche Habla

Por Ileana Bernal de la R.

Aún recuerdo las tardes en que solía acompañar a mi abuela a caminar rumbo a comprar pan para cenar o simplemente disfrutar del hermoso paisaje sonorense. Era un viaje lleno de emociones diversas en mi corazón porque sabía que me iría relatando una de las tantas leyendas o cuentos que envuelven cada hogar mexicano.

En ocasiones, y más en otoño, un leve viento frío movía las hojas secas bajo nuestros pies, y su sonido era como un susurro que venía desde otro tiempo. En esas caminatas, mi abuela me tomaba de la mano y, con voz pausada, comenzaba a contarme historias.

“Dicen que si caminas sola por la ribera del río al anochecer, puedes oír un lamento desgarrador: ‘¡Ay, mis hijos!’. Y si lo escuchas muy cerca… entonces ya es demasiado tarde”.

Yo me apretaba a su brazo, con el corazón palpitante, imaginando a “La Llorona” vagando entre los árboles, envuelta en su eterno dolor. Mi abuela no me decía que fuera verdad… pero tampoco que fuera mentira. Así eran las leyendas: verdades tejidas con misterio, con advertencias disfrazadas de cuento, con miedo y cariño mezclados como chocolate caliente en una noche fría.

 

¿A qué le tienes miedo?

En México, las leyendas no se leen en libros polvorientos: se viven, se heredan, se susurran al oído como secretos antiguos. Son parte del alma de cada región, ecos de voces indígenas, de conquistadores, de abuelas sabias y niños curiosos.

Mi abuela también me hablaba del Jinete de la Sierra, un hombre sin rostro que aparece montado en un caballo negro a medianoche, buscando almas descarriadas en los caminos de la sierra de Durango. O de las brujas de Nacozari, mujeres que se transformaban en bolas de fuego y surcaban el cielo antes de colarse por los techos a robarse a los niños. Cerraba bien la ventana cada vez que escuchábamos ruidos raros en la noche.

Una vez, en una reunión familiar, mi tío contó la historia de cuando él trabajaba como mesero en el famoso casino de Hermosillo y vio a El Diablo en el baile. Un joven elegante, apuesto, que bailaba mejor que nadie… hasta que, al mirarle los pies, descubrió que eran patas de cabra. Nadie volvió a saber de la muchacha que bailó con él esa noche.

Estas historias, muchas veces nacidas de la tradición oral indígena, fueron transformándose con el tiempo. Los antiguos dioses se ocultaron tras nuevos rostros, y los relatos de creación y destrucción se adaptaron al lenguaje cristiano impuesto por los colonizadores. Así nacieron leyendas que son puro sincretismo: como la de Popocatépetl e Iztaccíhuatl, dos volcanes que se observan desde hace siglos, eternamente enamorados, convertidos en piedra por el dolor de una tragedia. ¿Cuántas veces miramos esas montañas sin saber que lo que vemos es una historia de amor dormida?

Las leyendas también son una forma de consuelo. En pueblos donde la muerte ha sido parte cotidiana, como en Guerrero o Chiapas, abundan los relatos de almas que regresan, no para asustar, sino para cuidar a los suyos. Espíritus que encienden veladoras, que cierran puertas con ternura, que aparecen en sueños para dejar un mensaje.

Hoy, muchos dicen que estas historias ya no importan. Que vivimos en un mundo de ciencia, de pantallas, de datos. Pero yo sé —como lo sabe todo niño que ha sentido miedo bajo las cobijas— que las leyendas siguen vivas. Quizás ya no se cuentan en fogatas, pero viajan por podcasts, por TikTok, por videos pixelados que se comparten con la frase: “Esto sí pasó”. Cambian de forma, pero no de fondo.

Porque mientras haya alguien que escuche, alguien que recuerde, alguien que aún le tenga respeto a la noche, las leyendas seguirán caminando entre nosotros. A veces, con el rostro triste de una madre que busca a sus hijos. Otras, con el rugido de un volcán que llora por su amada dormida. Siempre, con el susurro de nuestros ancestros, que no quieren ser olvidados.

Y cada vez que cierro los ojos y escucho el viento entre los árboles, vuelvo a sentir la mano de mi abuela, tibia y firme, y su voz diciéndome: “Guarda silencio un momento, mijita… ¿ya escuchaste eso?” Y yo …con los ojos aún más grandes, volteaba y buscaba su mirada de amor sonriéndome y señalando la puerta…

 

La Leyenda de las Brujas de Nacozari

En el pequeño pueblo minero de Nacozari de García, al norte de Sonora, las noches traen consigo un silencio pesado, interrumpido solo por el viento que sopla entre las casas de adobe y los cerros que rodean al poblado. Es ahí donde nació una de las leyendas más temidas de la región: la historia de las brujas que volaban como bolas de fuego.

Cuenta la gente que, hace ya muchas décadas, comenzaron a desaparecer niños durante la noche. Los pobladores estaban aterrados. Algunos decían haber visto luces extrañas cruzando el cielo, como cometas ardientes que se deslizaban en silencio sobre los techos. Otros juraban que eran brujas, mujeres que se reunían en la sierra para realizar rituales, y que luego se transformaban en fuego para colarse en los hogares por las chimeneas o rendijas.

Una anciana del pueblo, conocida por sus rezos y hierbas, dijo que solo colocando tijeras abiertas bajo la almohada de los niños se podía evitar que se los llevaran. Y así lo hicieron. Las familias se protegían con oraciones, cruces de palma y braseros encendidos con incienso. Algunos incluso llenaban botellas con agua bendita para rociar los techos.

Una noche, un joven curioso decidió seguir la luz de una de esas bolas de fuego. Caminó hasta lo alto del cerro, donde encontró una cueva. Dentro, vio a tres mujeres danzando alrededor de una hoguera, murmurando en un idioma que no pudo entender. Cuando lo notaron, lanzaron un alarido que estremeció el monte. El joven huyó como pudo, y aunque logró volver al pueblo, nunca volvió a hablar.

Desde entonces, cuando alguien en Nacozari ve una luz cruzando el cielo en la noche, aún se persigna y murmura:

«Ahí van otra vez las brujas… buscando a quién llevarse.»

 

El Tesoro Maldito del Cerro de la Campana

En pleno corazón de Hermosillo se alza uno de los cerros más emblemáticos de la ciudad: el Cerro de la Campana, llamado así por su forma que recuerda a una gran campana de piedra. De día, es un sitio visitado por turistas y locales; pero de noche, dicen que guarda secretos oscuros.

Hace muchos años, cuando Hermosillo aún era un asentamiento joven, se corrió el rumor de que en el cerro estaba escondido un tesoro, enterrado por antiguos indígenas para protegerlo de los conquistadores. Oro, piedras preciosas y objetos sagrados estarían resguardados bajo las rocas, protegidos por espíritus ancestrales.

Muchos hombres intentaron encontrarlo. Uno en particular, un minero ambicioso de nombre Leónidas, subía cada noche con pico y lámpara de aceite, guiado por un mapa antiguo que decía haber heredado de su abuelo. Cavó durante semanas, sin descanso, hasta que una noche encontró una piedra diferente, tallada con símbolos. Al moverla, descubrió una caverna que descendía en espiral hacia las entrañas del cerro.

Se dice que esa noche bajó con una soga y su linterna. Lo último que se escuchó de él fue un grito desgarrador, seguido por un estruendo que hizo temblar la tierra. Al día siguiente, sus herramientas estaban ahí, intactas, pero de Leónidas nunca se volvió a saber. Algunos dicen que encontró el tesoro… pero que estaba maldito. Otros creen que despertó a los guardianes del cerro.

Hoy, algunos paseantes nocturnos afirman escuchar susurros entre las piedras o ver sombras que se deslizan entre los matorrales. Y los más ancianos del lugar aseguran que, si te acercas demasiado al corazón del cerro con codicia en el alma, podrías correr la misma suerte.

Porque el Cerro de la Campana no olvida… y tampoco perdona.