Rigoberta Menchú, acarreados, pasarela y superación personal

Nohemí, trabajadora del campo, hubiera preferido pasar el Día del Jornalero con su hija de dos años, pero si no iba a la conferencia de la Nobel de la Paz le descontaban el día, le dijeron
Por Imanol Caneyada
Confieso que no me quedé a toda la charla que ofreció la doctora Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz, en el Día Estatal del Jornalero, entre otras cosas, porque empezó una hora y media tarde y el tiempo de uno, aunque no sea gobernador ni diputado ni funcionario, también cuenta.
Confieso que me salí antes porque, mientras la diputada Iris Sánchez Chiu presumía de los logros del Sindicato Estatal Campesino Salvador Alvarado y agradecía hasta el empalago a Claudia Pavlovich por el apoyo que ha brindado a los trabajadores del campo, Nohemí, de 32 años, jornalera desde los quince en el poblado Miguel Alemán, me contaba su historia, una historia que contradecía el boato, el exceso de perfume y lujo, la soberbia de la clase política que desfilaba en la sala Partenón, en el hotel Santorian de Hermosillo. Son tiempos electorales, tiempos de foto y pasarela política.
Confieso que me largué entre indignado y muerto de la risa cuando la esperada conferencista —después de los discursos de la propia diputada Sánchez Chiu y la gobernadora, que llegó en plan pisa y corre— tomó la palabra, cantinfleó sobre el calendario maya, la madre tierra y la autoestima, y dijo que cuando ella está en un hotel de lujo y come una manzana, piensa en ellos, los jornaleros.
Y es que de pronto me cayó el veinte de que Rigoberta Menchú, con sus zapatos de diseñador y su bolso de diseñador, estaba ahí para validar el discurso ese que asegura que si te esfuerzas, si te preparas, puedes salir del agujero en el que estás, pobre campesino, y cumplir con tus sueños sin importar tu origen .
Al fin y al cabo, la doctora Menchú es un ejemplo.
Nohemí, a mi lado, me parece que no estaba tan de acuerdo con esto.
A los quince comenzó a trabajar de jornalera, ahí, en el poblado Miguel Alemán. Empacaba hortalizas en una empresa que le pagaba 70 centavos de peso por caja.
Ahora trabaja en el surco, en el campo, en la uva, y gana 225 pesos al día, lo que da un total de mil ciento veinticinco pesos a la semana, cuatro mil quinientos pesos al mes.
Con eso tiene que mantener a su hijo de seis años, su hija de dos y a su madre, que los cuida.
A las seis de la mañana los subieron a los mismos camiones que los transportan al campo y los llevaron al evento. Si no aceptaban, les descontaban el día, en su día, el del jornalero, que bien lo hubiera preferido pasar con su hija, dice Nohemí, en lugar de en ese salón de fachada griega clásica, al que, cualquier otro día, ni siquiera la dejarían entrar, pienso yo.
Así que por 225 pesos fueron a la conferencia y aplaudieron obedientes a la diputada y a la gobernadora y la premio Nobel de la Paz que les hablaba de las energías del universo, de la bondad de la madre tierra y de la autoestima, porque la comida que llega a la mesa de los poderosos la han cultivado ellos con sus manos, y deben sentirse orgullosos pues dan de comer al mundo.
Y la diputada Karmen Aida Díaz Brown (¡qué ironía!), a un lado de la conferencista, asentía plácida y sonriente las palabras de Menchú. Díaz Brown, según su currículum, fue encargada de exportación de productos de hortaliza de la empresa agrícola Costa Rica entre 1994 y 1997, época en que pagaban 70 centavos de peso la caja.
Nohemí, en voz baja, también me dice que no es cierto eso de los apoyos para que construyan su hogar; ellos viven en una casa de adobe que está cayéndose a pedazos y cuando van a solicitar los dichos apoyos, les dicen que tengan paciencia, que ya pronto llegan.
Unas filas más delante, un grupo de jornaleros de mirada resignada y gesto adusto, visten camisetas naranjas con el lema EnCausa, un programa que el Gobierno del estado y el Ayuntamiento de Hermosillo echaron a andar para erradicar la pobreza extrema.
No sé si Rigoberta Menchú, más adelante, habló de la explotación en los campos agrícolas de la costa de Hermosillo, de la desigualdad económica, de las condiciones de esclavitud que se viven en algunos de estos campos, del brutal, denigrante y homicida trato que reciben sus compatriotas guatemaltecos cuando atraviesan tierra mexicana en pos del único sueño que hasta ahora creen poder alcanzar: el sueño americano.
Les digo que no me quedé porque después de tenernos más de una hora esperando, la premio Nobel de la Paz se soltó hablando de las energías del universo, de la madre tierra, del calendario maya, de la autoestima, de los sueños, en una mezcla de superación personal barata y cosmogonía indígena para turistas.
Para entonces, los dueños de la mano de obra que con paciencia y resignación escuchaba los discursos, perfumados (los dueños digo), vestidos para la ocasión, elegantes y campechanos, ya se habían sacado la foto con la clase política que desfiló por ahí, ah, claro, y con Rigoberta Menchú, la luchadora social.
Son tiempos electorales, no cabe duda.