Secundaria y preparatoria de la Unison (1942-1973)

(Parte 1)
“Verdad y ética, nuestro destino”
—Miguel Ángel Paz Córdova
Por Héctor Rodríguez Espinoza
I.- PRÓXIMO ENSAYO. Preparando un ensayo de próxima publicación espero que institucional sobre el tema de esta colaboración, les comparto fragmentos de memoriosos búhos ex alumnos de esa época, que simpatizaron con mi propósito y tuvieron la amabilidad de aportarme sus propias, amenas y simpáticas evocaciones. Me place compartirles:
II.- C.P. MIGUEL ÁNGEL “CHERO” PAZ CÓRDOVA (+). A petición mía en una charla casual en el legendario Mercado municipal de Hermosillo, este distinguido profesional de la Contaduría pública nos regala su:
Anecdotario Universitario. “Hace algún tiempo y antes que éste me gane en el peregrinar por alcanzar el mañana, trataré de narrar, no sin antes pedir disculpas por errores y omisiones que llegase a cometer, parte de la historia universitaria muy especialmente a la intervención de distinguidos y respetables maestros fundadores de la máxima casa de estudios: La Universidad de Sonora, que supieron poner su saber en manos de los estudiantes, hijos de nuestra alma mater, para alcanzar la grandeza que hoy disfruta.
Soy Miguel Ángel Paz Córdova, de Baviácora, Son., que me vio salir por primera vez a mediados de octubre de 1946 para ingresar a la Secundaria de la Universidad. Al llegar, un mes quince días después de iniciadas las clases, me senté donde se me indicó, primer mesabanco de la fila derecha viendo hacia adelante únicamente al maestro y el pizarrón pared a pared, sin contacto por días con mis compañeros, la gran mayoría también de pueblos serranos y ya se conocían. Se creían citadinos sin ocultar la cruz de su parroquia. Todo trajo por consecuencia que me apodaran el «chero Paz».
Sin embargo el tiempo cambia, llegando a ser también un “chero” citadino: Presidente de la Sociedad de Alumnos de la Normal (ingresé al terminar Secundaria, con título de Profesor Normalista de Educación Primaria), fundador y editor del periódico estudiantil «La Voz Estudiantil», presidente de la Federación de Estudiantes de Universidad de Sonora (FEUS), me titulé de Contador Público. Pertenecí por años al Colegio de Contadores Públicos de Sonora. Retirado del colegio, éste convocó a un concurso para elegir su lema. El jurado me otorgó el honor de escoger mi trabajo: «Verdad y ética, nuestro destino».
Con respeto y admiración para todos los maestros fundadores y algunos más que, sin serlo, aportaron su gran saber y entender a los hijos de esta institución, ofrezco este anecdotario sin seguir orden cronológico ni alfabético. Si el maestro ya no se encuentra entre nosotros, que el Creador lo tenga en su gloria y se lo haga llegar como un justo y merecido homenaje.
Prof. Luis López Álvarez. Corría el año de 1946, nos impartía Historia de México. Pero más nos enseñaba a diario el cómo ser más responsables, el mejor. Fue un segundo padre. Recuerdo, como si fuese hoy, y hace ya 58 años, cuando “Lichi” López, a quien los «estudiosos» le llamábamos «Lichi metiche», porque siempre estaba sobre nosotros: ¿Qué te pasa?, ¿qué te pasó?, ¿por qué esto o aquello? En una ocasión le preguntaba al compañero “Güero” Álvarez: ¿Por qué no vino ayer? Él respondió: «Es que estaba arreglando una puerta». “Lichi” le replica: «Es que tampoco vino en la tarde». El “Güero” le contesta de inmediato: «Es que era un portón».
Prof. Amadeo Hernández Coronado. Otro distinguidísimo maestro fundador que supo amar y ser amado. Guía encauzador por el bien del secundariano y preparatoriano. Anécdotas hay muchas, pero con las siguientes nos es más que suficiente: El amor que profesaba a los estudiantes se extendía al cuidado del medio ambiente. «Tú no eres digno de la sombra de este árbol», le replica a un estudiante de la Secundaria que, llevándose las manos hacía adelante y sacando las “pompis” hacía atrás…. (Dejo a su imaginación lo que aquel estudiante estaba haciendo). En otra ocasión, en la Preparatoria, le solicita a Lamberto Astorga que pase a exponer la clase. Astorga, sumamente nervioso le pregunta al profesor que si es a él al que se dirige. «Sí, a usted, joven Astorga». Pasó al estrado y sin conocimiento alguno de lo que se le preguntaba empezó a moverse e incluso a llevarse las manos a las partes nobles. Amadeo se dirige al nervioso estudiante para decirle: «Desparasítese y póngase a estudiar».
A mediados de noviembre de 1946, en clases Amadeo le pregunta a un joven Ruiz, paisano de Manuel Ruiz, del mérito Suaqui Grande, que se sentaba en el último asiento y siempre, cual avestruz, escondiendo su cabeza entre las piernas para evitar que el maestro lo viera y le preguntara la clase: «Creo que usted no sabe en qué escuela está». Ruiz, con voz que parecía de ultratumba le contesta: «Sí, no voy a saber». «A ver, dígame», le dijo el maestro. «Pues en la Universal», contestó.
Prof. Aureliano Corral Delgado, «Corralitos». ¡Qué clase de maestro!, ¡cómo exponía Geografía Humana, de espaldas al pizarrón te dibujaba el mapamundi, al iniciar cada clase empezaba por decir: «Recapitulación», resumen de la clase anterior. No usaba cinto o lo traía muy flojo, a menudo se levantaba el pantalón usando los brazos, las manos siempre llenas de gis. Como si fuese ayer, recuerdo -como recordarán muchos- las famosas pruebas de rellenamiento en sus exámenes finales: «Los creadores de la Geografía Humana fueron: Ratzel, Richter y ______». Si en la raya el estudiante escribía Humboldt, la tenía correcta.
Prof. Rafael Meneses (“Menesitos”). Literatura no podía estar en mejores manos, todo sabiduría, muy pulcro en su vestir, pensar y expresar. Un viernes nos encomendó una composición para el lunes. Llegada la clase y todos sentados, “Menesitos” pregunta: «¿Quién trajo el trabajo?». «Yo», contestó el “Cano” Alejando Méndez, parándose de su asiento. «Inicie», pide el maestro. Alejandro bien puesto, pese a su flacura, inicia con un movimiento bien acorde con su voz: «El Sauce y la Palma, se mecen con calma, alma de mi alma, que linda eres tú…» Interrumpe el profesor aquella oratoria y, tocándose la sien derecha con su mano
diestra, dice: «Me suena, me suena.» El respetable no aguantó la risa, una canción que andaba de moda.
Prof. Ernesto Salazar Girón, “El cabezón”. Director de la Secundaria y titular de Biología. Durísimo en exámenes orales individuales en la dirección. Sonaba el timbre para entrar a clases y se paraba al frente, para los que alguna vez llegamos tarde, palmeando las manos nos indicaba que no llegásemos, que nos regresáramos a seguir durmiendo. Este ilustre maestro, en compañía de otro no menos capacitado, Adalberto Sotelo, compusieron el Himno Universitario: «Unidos vencerán los aguiluchos del saber, unidos han de estar, esas falanges del honor, la patria su…» La letra inspiración de Sotelo y la música de Salazar. Posteriormente ocupó la Dirección de la Preparatoria cuando inauguraba su edificio, hoy de Ingeniería. Por el lado oriente quedó plasmada, como pensaba Salazar: «Máxima libertad dentro de un máximo de orden».
Prof. Adalberto Sotelo Romero, «Sotelito». Física, con singular maestría. Hablar sobre la relatividad, el átomo, los protones, los neutrones, fuerza centrífuga y centrípeta, era su mundo. Los fines de semana y vacaciones los disfrutaba a caballo, un pinto blanco y colorado que lo hacía pastar dentro del campus.
Miss. Eva Dolores Loaiza. No me explico, pese a los muchos años pasados, de dónde derramaba tanta lágrima, pareciera un inagotable manantial en donde ahogaba la impaciencia de no podernos controlar y la negligencia entre nosotros, por aprender el inglés, que con tanto cariño y dedicación nos impartía, nunca supimos apreciar y aprovechar.
Luis Alfonso Peterson. Con sus ecuaciones nos ponía a pensar a más de cuatro. Era el Pitágoras sonorense. Además de dejar un gran recuerdo, deja un hijo Ingeniero que por algún tiempo también dio clases en la Universidad.
Prof. Ignacio Bibriesca Lozano. Cuatro años después de fundada la Universidad, 1946, mi primer año de estudios, impartió Música. En un momento dado, cuando daba la espalda a los alumnos para dibujar un pentagrama en el pizarrón, la lluvia de gises no se hizo esperar. El borrador también en aquella nutrida artillería, no recuerdo quién, pero de atrás alguien lo lanzó a 95 millas; si se hubiese encontrado un buscador de grandes ligas, lo hubiera contratado. El proyectil se estrelló en el pizarrón; si la bomba de Hiroshima o Nagasaki levantó altísima nube, el borrador no se quedó atrás. Bibriesca, moreno y ceja poblada, se voltea y agachando un poco su cuerpo, con un ademán bien firme en su mano derecha, exclama (disculpando la expresión): «Chinguen a su madre todos, menos las señoritas» en la primera fila: Consuelo «Chata» Genda, Teresita Molina, “Tere” Dávila y Dora Hernández, hija del Profesor Amadeo Hernández.
Químico Gonzalo Díaz Carey. Nunca se había visto que un maestro reprobara entre 90 y 95% de alumnos. Sucedió en los exámenes finales de 1946 en Química. Los reprobados acudimos a la rectoría para exponer la situación, inmediatamente tomó cartas y ordenó al Profesor rectificara, actuando a revisar de nuevo las pruebas, invitando a Ignacio Aello Parodí y Ricardo Preciado, los mejores alumnos —posteriormente médicos—, para que le ayudaran a re calificar. Ambos me invitaron a estar presente. Carey, al verme y creyendo que estaba estudiando, les ordenó que
yo sería el primero en aprobar en aquella re calificación, imponiéndome el no despreciable ocho.
Heriberto Aja Holguin. Emérito maestro —padre de Heriberto Aja Carranza, «Chía», muchos años director de la Escuela de Comercio y Administración—, impartía en la Normal Documentación y Correspondencia. Vivía en Rosales y BIvd. Colosio, yo pasaba diariamente. Un día me detiene y me dice: «Paz, hoy no podré asistir a clases por indispuesto, toma estos apuntes y díctaselos a los muchachos.» Fueron las últimas, a los tres o cuatro días entregó su alma.
Profesor Manuel Quiroz Martínez. Rector 1953-1956, enseñó algo de lo mucho que sabía. Era tanto el amor por la cátedra y sus alumnos, no le importó que una embolia facial le cambiara la dirección de su boca y con la ayuda de un pañuelo, nos la impartía con el mismo amor de siempre.
Prof. Luz Martinón Pujol. ¿Qué joven señorita de esos años, hoy mamá o abuela, no la recuerda? Los del ayer hacemos recuerdos de ella, el olor a fruta de horno invadía los salones, donde se encontraba la cocina, impartía Repostería. Benefactora de la Universidad, le dejó su casa y un terreno, por calle del Carmen, hoy No Reelección.
Prof. Ernesto López Riego, «El Venadito». ¿Por qué?, su porte delgado y movimientos parecidos a un venadito. Con profesionalismo daba su clase de la misma manera como se desempeñó a la Dirección de Educación Pública del Estado.
Lic. Abraham Aguayo. Para él los diez puntos eran al autor del libro, el noventa para el maestro y del ochenta para abajo al estudiante. Jamás dejaba de impartir su clase, siempre antes de las siete, exámenes orales e individuales sobre temas tomados al azar. ¿Cómo no recordarlos?, si en el final tomé un papelito para tocarme el tema más difícil de Sociología: Sinergesis. Al terminar —muy titubeante—, el maestro al intentar ponerme el cincuenta se da cuenta que mi examen era extraordinario, indicándome que tenía que pasar al final para tomar dos temas. De momento me salvé, la calificación aquella no contó. ¡“Híjole”!, pensé, si con un tema salí con cincuenta, con dos tendré veinticinco o menos, pero tuve muy buena suerte y los dos que tomé fueron fácilmente expuestos, para un setenta.
Rosalío Moreno, «Chalío». Gran parte de su tiempo lo dedicó en la administración como Secretario General. Dio clases en la Normal, siendo el policía universitario, velaba constantemente por el buen comportamiento del estudiantado. No permitía fumar a cielo abierto, mucho menos en clases. Muy pendiente sobre todo de los estudiantes de la Normal, que pese a estar becados con cien pesos, nos suplicaba que no abandonásemos los estudios dada la gran necesidad de maestros.
Francisco Castillo Blanco. En Dibujo y Modelado; Matilde Fontes San Vicente. En Corte y Confección; José Suárez Dérbez. Carpintería. Tres piezas para el examen final. Alcancé dos: un pequeño cajón chico con chapa y llave y una escuadra. Se me ocurrió meter en aquél la escuadra, pedazo de madera. Simulé haber extraviado la llave, diciéndole que dentro se encontraba una escuadra y una cruz. Me creyó y pasé el examen.
(Continúa)