
La selección asiática dio el pase a octavos a los mexicanos, pero nos arrebató el histórico triunfo sobre los alemanes al ganarles dos cero
Por Imanol Caneyada
A medida que los minutos transcurrían en los dos partidos del grupo F que definían el pase a octavos de final, los mexicanos fuimos descubriendo dos desmoralizantes y duras verdades: Alemania no era Alemania y México era, una vez más, México.
De aquel no mames que gritaba la joven mexicana en un video que se hizo viral cuando el árbitro finalizó el partido ante los germanos, hemos pasado a un desencanto feroz, corrosivo, fantasmal, evocador de nuestras más grandes frustraciones.
Agridulce pase a la siguiente ronda la que consigue la selección azteca, paradójico si lo vemos bien. Los jugadores del Tri ante Suecia fueron esa selección que tanto temíamos, que había demostrado en los partidos claves no saber a qué jugaba.
Después del segundo gol en contra, los aficionados mexicanos pusimos toda nuestra atención en el otro juego, el de Corea frente Alemania, para dar gracias de que Alemania no tuviera memoria, mientras celebrábamos los goles de Corea como si fueran propios, aunque en nuestro fuero interno supiéramos que esos goles desnudaban el alucinante triunfo que el equipo mexica había conseguido contra los teutones.
La lógica, que en los mundiales solo juega a partir de octavos de final, nos hizo volvernos locos, otra paradoja al fin. Si le ganamos al campeón del mundo, podemos ser campeones del mundo. Si jugamos como contra Alemania todos los encuentros, el soñado quinto partido es casi un hecho.

Todo el país nos colgamos de ese triunfo impensable, cometimos excesos y hasta alguna que otra vergüenza nos hizo pasar la victoria incalculable.
Algo de positivo tiene el batacazo contra Suecia: se impone el análisis ya sin la borrachera de la épica y sin las escandalosas voces de aquellos que hacen su agosto con el Tri en cada mundial.
A la selección mexicana le duele el balón en los pies. Antes del partido contra los nórdicos, los jugadores mexicanos no habían necesitado tocar la pelota, triangular, moverla a lo ancho del campo, construir jugadas, retener el balón, ir por derecha, por izquierda, retroceder si era necesario. Nada de eso le fue requerido.
En el primer juego, los alemanes salieron a ser ellos, a arroyar, a controlar, a avasallar. México se replegó en dos líneas de cuatro con el cuchillo entre los dientes y Ochoa a la espalda. Se desentendieron de la pelota pero crearon tres o cuatro contragolpes, uno de los cuales fue gol.
En los últimos treinta minutos, agónicos, creímos que la férrea defensa mexicana se había italianizado para desbaratar a la gran potencia mundial. Después supimos de la manera más amarga que Alemania, en este mundial, se dejó la puntería en casa y que nuestra defensa no era tan férrea.
Contra Corea pensamos que el guion cambiaría. La selección mexicana no iba a jugar al filo de la barrida y entregado a la ciega fe en Ochoa. Pero los asiáticos, urgidos de ganar si querían tener esperanzas de pasar a la siguiente ronda, salieron a atacar desde el primer minuto y el partido se convirtió en una calca del anterior.
México, descansando en su triunfo histórico, esperaba atrás para desdoblar con velocidad y sorprender a una Corea desbocada al ataque.
¿Había encontrado la selección, por fin, un estilo de juego? ¿Lo nuestro era jugar a la italiana, a la uruguaya y no a la brasileña?
No dejaba de ser un consuelo que México, en la no posesión, en el desentenderse de la pelota, en la ideología del catenaccio, parecía haber hallado una forma de despejar tantas dudas que pendían sobre el equipo.
A esto es a lo que jugamos, decían. Presionamos, robamos la pelota y en dos o tres pases nos presentamos en el área rival.
Pero los nórdicos, a pesar de necesitar la victoria si querían seguir con vida, fueron fieles a su estilo y le cedieron el centro del campo a la selección mexicana. Se dedicaron a enviar largos pelotazos que las torres suecas bajaban para una segunda o tercera jugada, poniendo en entredicho las tan alabadas virtudes de la defensa mexicana. Las dos líneas de cuatro que tan bien le habían funcionado a México en los partidos anteriores, contra los suecos no tenían razón de ser, porque estos no tejían la jugada desde la media cancha, sino desde atrás, asegurándose de no quedar mal parados cuando perdían el balón.
Y México, por primera vez en este mundial, se vio obligado a jugar con la pelota en los pies, de la cual se había desentendido en los partidos anteriores. Tenía que tocar, triangular, ir de un lado al otro a lo ancho de la cancha, retroceder si se cerraban los espacios, retener el balón, pasar, pasar y pasar, esperar a que Suecia saliera a buscarlos, puesto que el empate favorecía a los aztecas. Jugar con la desesperación de los rivales que, a medida que transcurriera el tiempo, terminarían saliéndose del guion previsto por ellos.
Pero México había renunciado al balón desde el primer minuto de su primer juego de la Copa del Mundo y no supo qué hacer con él. Quiso imponer ese juego vertical que tanto habíamos elogiado frente a los germanos, y se encontró con una muralla sueca que esperaba sin despeinarse. Quiso tirar diagonales largas al espacio, pero los vikingos ganaban a los nuestros en fortaleza física y en posicionamiento.
Lozano, Vela, Chicharito parecían disminuidos, impotentes, perdidos. Y Guardado y Herrera, que con tanta efectividad habían robado la pelota y lanzado los contrataques, cuando se les exigió jugar a otra cosa, es decir, a tocar el balón, a darle pausa, a ordenar al equipo, no su supieron cómo.
La buena noticia es que en octavos de final México saldrá, como contra Alemania, sin ninguna presión, sin etiquetas pretensiosas, sin heroísmos fortuitos. Si Brasil juega a ser Brasil, la selección azteca podrá una vez más atrincherarse en dos líneas de cuatro, desentenderse de la pelota, confiarse a san Ochoa y aferrarse al único argumento que hasta ahora ha esgrimido con cierta solvencia: el contragolpe.