Del desierto a la ciudad, una tradición que florece cada verano

Pitayas inundan Hermosillo
Por Antonio López Moreno
El pasado martes, bajo un sol radiante que caía sobre Carbó, una pequeña localidad agrícola en el corazón de Sonora, Anahí se preparaba para otra jornada de trabajo. Tiene 21 años y cada verano deja por un mes su rutina para unirse a la venta de uno de los frutos más esperados por los sonorenses: la pitaya.
Originaria del desierto, la pitaya no solo es un postre silvestre, sino un símbolo de tradición y esfuerzo. Su colecta es un proceso artesanal que inicia cuando la mayoría duerme.
Arriesgada labor de colecta
“Van y las buscan en la madrugada, como a la 1:00 de la mañana y vienen saliendo de donde las cortan como a las 8:00, 9:00, 10:00, por ahí”, relata Anahí, quien conoce de primera mano el trabajo que hay detrás de cada una de estas frutas de color escarlata.
En grupo, los recolectores se adentran al monte, entre cactáceas y espinas, alumbrados solo por linternas y el reflejo de la luna. La jornada nocturna es larga, agotadora, pero necesaria. Solo así se asegura que las pitayas lleguen frescas al amanecer a Hermosillo, donde los compradores las esperan con ansias.
“La gente las espera en el Oasis temprano, porque vienen y las venden aquí temprano”, explica.
Un fruto muy solicitado
En el centro de Hermosillo, a las afueras del Mercado Municipal, se convierte cada junio en un hervidero de color y sabor.
Allí, y también sobre bulevares y a las afueras de supermercados, se forman filas de vendedores ofreciendo el fruto por 10 pesos cada uno.
Anahí, como muchos jóvenes de Carbó y comunidades vecinas, viaja a diario a la capital sonorense cargando su canasta llena de pitayas. Con ellas no solo se endulzan paladares; se hacen nieves, chamoy, cielitos, pays y raspados, conservando recetas que han pasado de generación en generación.
La venta dura apenas un mes, pero es suficiente para dejar huella. Son semanas de sol intenso, de madrugadas cortas y calles teñidas de rosa. Pero también de orgullo, porque cada pitaya vendida lleva el esfuerzo de quienes siguen apostando por la tierra y sus frutos.
Así, cada junio, el centro de Hermosillo se inunda de pitayas. Y con ellas, la historia de Anahí y de todos los que hacen posible que el desierto también tenga temporada de cosecha.