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El Siglo XVI Aridoamericano

Muerte de F. J. Saeta, ilustración de E. F. Kino.

Las diferencias entre las conquistas “a fuerza de vara y castigo” de Mesoamérica y la evangelización “por la persuasión y la fe” de nuestra Aridoamérica, constituyen premisa fundamental para la comprensión y crítica de la génesis de las variadas culturas de México

Por Héctor Rodríguez Espinoza

I. Octubre es un motivo para refrescar nuestras raíces espirituales, comprender nuestro carácter mestizo y trasmitirlo a la juventud —aún la universitaria—, tan ayuna de revalorar el pasado de aquellos nuestros ancestros que quisieron heredarnos milenarias tradiciones, valores y orgullo, que trasciendan lo efímero.    

II. Al releer el material del conjunto de bien elaboradas ponencias ex profeso para el Simposio Kino: pasado y futuro, no pude evitar recrear y reflexionar dos ámbitos íntimamente vinculados: por un lado, la efímera celebración de un evento circunscrito a un día y dos comunidades de la antigua Pimería alta y, por el otro, la eterna presencia de una pléyade de hombres del evangelio medieval que sembraron una fe y un modo de convivencia y de producción de bienes y servicios, personificada en el citado jesuita trentino.  

Para quienes, sea desde la erudición académica o —como es nuestro caso— desde la afición, curiosidad y deleite, hemos hurgado en las profundidades ignotas o escasamente documentadas del devenir de nuestra particular y diferenciada cultura aridoamericana, no nos resulta ajena la objeción —no pocas veces crítica o peyorativa— respecto a la religiosidad o religionización de la civilización y cultura del noroeste de México.  

Para entender, en lo posible y en su justa dimensión, el fenómeno del contacto de los europeos con los indígenas naturales aridoamericanos, es imprescindible partir del —y comprender al— siglo XVI, en el cual el espíritu desplegó, con vigorosa energía, su poderosa actividad, ora pacífica, ora belicosa. Díganlo si no las reformas y revoluciones que afloraron en lo religioso, lo político, lo social, lo literario y lo científico. Y, en la coyuntura, el descubrimiento y conquista de espacios geográficos y conglomerados humanos, como sucedió en nuestra América, fatalmente cautivos para recibir la simiente de un credo religioso y de un modo de producción de bienes y servicios todavía vigente, en lo esencial. Es por esto que, a este siglo, se le califica como el más notable de los periodos en la historia del espíritu humano.

Las diferencias entre las conquistas “a fuerza de vara y castigo” de Mesoamérica y la evangelización “por la persuasión y la fe” de nuestra Aridoamérica, constituyen premisa fundamental para la comprensión y crítica de la génesis de las variadas culturas de México, hacia el interior y el exterior de nuestras fronteras. Me explico: los clásicos filósofos y ensayistas de la cultura y psicología de México y del mexicano, como Justo Sierra, Samuel Ramos, Octavio Paz, Carlos Fuentes —para citar a los más preclaros y universales—, se refieren a la cultura y psicología de México y del mexicano, pero considerando nuestra nación como un todo monolítico y al mexicano como una persona nacida del mismo molde civilizatorio. Y ello no fue así.

El mexicano que ellos han analizado es el hijo de español e indígena del centro y sur del país, el mestizo de Mesoamérica de principios del siglo XVI, el que ha vivido en la altiplanicie. Que yo sepa, ninguno de esos tan notables escritores ha pisado la ardiente tierra del noroeste ni ha demostrado que haya abrevado y metabolizado —intelectualmente— la antigua, reciente y rica bibliografía histórico-cultural de nuestra región, del mestizo de Aridoamérica de mediados del siglo XVII. Un siglo y cuarto de diferencia. De ahí la importancia de perseverar en este otro redescubrimiento, el del sui generis origen e identidad cultural del noroeste, como integrante del abigarrado mosaico nacional.      

Sea lo que fuere, este fue el marco histórico cultural en el que, sea para bien o para mal, delante, al lado o atrás de los soldados españoles —peninsulares o criollos—, como un alter ego, estuvo la presencia de los religiosos, de las Órdenes de la Compañía de Jesús o Jesuitas y de los Franciscanos. Muchos de ellos mártires de la colonización y evangelización del noroeste de México y del suroeste de Estados Unidos. El hito constituyó una de las expansiones religiosas más significativas en el nuevo mundo.

III. ¿Cuál es la larga y sistemática modelación del sacerdote jesuita que predicó en nuestro desierto, el segundo más árido del mundo? Tomemos, como consciente prototipo, la biografía de uno de ellos, la de Francisco Javier Saeta, cuya vida y martirio el propio Kino manuscribió: a los quince años entraban al noviciado. Continuaban, por dos años, sus estudios de humanidades. Escribían al General sus deseos de trabajar en alguna remota misión, no interesándoles el lugar. Estudiaban Lógica, primer año de Filosofía, la tercera clase de Gramática, segundo año de Filosofía, Física y Metafísica. Enseñaban Gramática a novicios y catecismo para niños y congregaban a los jóvenes. Aprendían el castellano, sin maestro, para usarlo en las nuevas misiones. Enseñaban Literatura. Predicaban en la plaza principal de las ciudades. Compilaban, para Roma, la relación anual de las actividades del Colegio. Comenzaban Sociología y se preparaban al sacerdocio. Veían la posibilidad de terminar sus estudios en las mismas misiones. De salud excelente, jubilosos recibían el permiso del Provincial. Zarpaban para Veracruz. En México recibían la ordenación sacerdotal. Cursaban el último año de Teología. En el Colegio respectivo hacían la “Tercera probación”, año de formación y estudios ascéticos. Después, con esa vasta preparación universitaria e inmensa humildad, recorrieron los caminos de la fe y predicaron con el ejemplo.

El misionero Francisco Eusebio Kino. Estatua en el Capitolio de Washington D.C.

Por supuesto que es imposible presumir que en un artículo puedan el lector común o el investigador erudito, agotar siquiera los fundamentos del complejo fenómeno y personajes a los que hacemos referencia. Considérese que se trata de textos que, si bien tienen como denominador común a la Compañía de Jesús y al más conocido de sus representantes —Eusebio Francisco Kino—, discurren sobre diversos aspectos, sin llenar cuartillas por llenarlas, pero según la vocación y experiencias de quienes hemos participado en eventos y constreñidos a la tiranía de tiempos y espacios proverbialmente limitados.

Kino se nos presenta siempre pidiendo fondos y más gente para sus misiones y elevando sus protestas contra de las vejaciones, injusticias y crueldades de los soldados españoles, en perjuicio de quienes llamaba “sus hijos”, los naturales de la Pimería. Su libro sobre Vida del P. Francisco J. Saeta, S.J., el sacrificado misionero siciliano, nos descubre que llevaba un Diario, en el que describe parajes, distancias y personajes del agitado drama del que eran protagonistas; la mentalidad y emotividad indígena de los Pimas; y la situación económica específica y detallada, cabezas de ganado donadas a las misiones, cantidad de granos y vegetables plantados, edificios erigidos y expediciones emprendidas.

Sin embargo, la lectura de esas epopeyas nos arroja enseñanzas básicas y concretas sobre los tópicos que nos fueron señalados; y nos abre, un poco más, el panorama de la historia del espíritu humano del binomio Europa-Aridoamérica, pero sin su amplitud y profundidad.

Para este propósito recogemos y ofrecemos la invitación a analizar y criticar las obras de Historia universal, nacional y regional, en particular la de Sonora, cultivada en los Simposios anuales, cada vez más ricos, polémicos y eficaces, en términos educativos y culturales.

Lo cierto es que el siglo XVI y quienes lo protagonizaron, constituyó un irrepetible acontecimiento, no testimoniado del todo —en particular desde la visión y versión de los vencidos—, cuyas enseñanzas y misterios permanecerán atesoradas, por siempre, en ámbitos inaccesibles para la inteligencia y el talento del más acucioso historiador.

III. No es una casualidad que el texto del proceso de canonización de Kino, del Arzobispo Carlos Quintero Arce. ¿Por qué? Quizá sea porque, a pesar de los avances de la causa de canonización de nuestro personaje, la interesante lucha entre el abogado de Dios versus el abogado del diablo, dentro del Derecho Procesal Canónico, no terminó para el fin de este otro siglo, el XX, no menos interesante que nos ha tocado vivir. O quizá nunca.

Los contendientes de Kino, desde la comodidad y modernidad pequeño burguesa de sus espacios anticlericales a ultranza, desde su envidia y complejos que los empequeñecen, o desde su ignorancia e incomprensión de los difíciles escollos para su obra espiritual, seguirán porfiando, hurgando e interpretando sus errores humanos y la ausencia de sus milagros.

¿Kino santo? ¿San Eusebio Francisco Kino? ¿No sería mejor quedarnos con Kino el hombre? Porque si él permanece como el hombre que fue, sería mortal como nosotros y nosotros podríamos ser como él o, al menos, intentar imitarlo. La santidad puede ser un cómodo pretexto para alejarlo de nuestra deontología terrenal.

Pero, Kino hombre, beato o santo, sea cual fuere la culminación de este proceso de elevarlo a los altares —si toca a nuestros ojos conocerla—, apreciando con justicia y equidad humanas su vida y obra, con sus fortalezas y sus debilidades, pocos son los que no le reconocerán su compromiso religioso, su estatura moral, su cultura científica-humanista y sus dones y dotes de excepción.