La Paz empieza con un semáforo en rojo

La ley no es propiedad del gobierno; es un pacto que garantiza que cada alto tenga sentido. La autoridad se corrompe donde la ciudadanía se rinde
Por Mario Robinson Bours
Las sociedades no se sostienen por la fuerza, sino por un pacto silencioso y poderoso: respetar las reglas que nos protegen a todos. Pensemos en algo tan cotidiano como un semáforo en rojo. Basta que esa luz aparezca para que millones de personas, cada día, frenen sin discutirlo. No nos detenemos solo para evitar una multa; lo hacemos porque sabemos que desobedecer puede matar, puede destruir bienes y puede provocar caos. Al frenar, enviamos un mensaje silencioso que sostiene la vida en comunidad: “Respetarte es también respetarme”.
Ese gesto sencillo sostiene mucho más que la vialidad. Un semáforo no solo evita accidentes; evita el desorden. Si cada quien decidiera pasarlo en rojo, no solo habría choques y pérdidas materiales: no habría dirección, ni confianza, ni convivencia posible. Una ciudad así sería una selva de miedo e incertidumbre. La paz empieza con ese pequeño acto de respeto: detenernos juntos para protegernos.
De igual forma, cuando respetamos la fila, cuando cuidamos los espacios públicos o evitamos tirar basura, estamos aplicando el mismo principio que obedece al semáforo: evitar que el desorden se vuelva cotidiano. La ley es el equivalente moral del alto en rojo: nos salva del caos, aunque no siempre veamos el peligro de inmediato.
Pero ese pacto se rompe cuando la autoridad deja de cumplir su parte. ¿Qué ocurre si el semáforo está en rojo y quienes deben hacerlo respetar miran hacia otro lado? ¿Qué pasa si, día tras día, vemos a quienes lo ignoran sin consecuencia alguna? El mensaje es corrosivo: “Aquí, el rojo no significa nada”. Cuando el rojo deja de importar, el caos ya no es accidente: se vuelve sistema.
Eso ocurre cuando la autoridad es indiferente ante la ley. La señal que debía frenar el abuso se avería y el ciudadano aprende que las reglas son opcionales. Primero llega la incompetencia; después, la corrupción. Una cosa es no saber cómo castigar el delito, otra es vender el permiso de pasarse el semáforo en rojo. No es negligencia: es traición. Y la traición de la autoridad se convierte en combustible del crimen.
Entonces el delincuente deja de detenerse no por descuido, sino porque sabe que nadie va a ponerle el alto. Ya no existe luz roja capaz de frenarlo. Y cuando la autoridad se convierte en cómplice, el criminal ya no pasa en rojo con miedo: lo hace con permiso.
Cuando el delincuente descubre que nada lo detiene, deja de pasar en rojo en lo pequeño y comienza a atropellar en lo imperdonable. Primero se burla de una norma, luego extorsiona sin miedo, secuestra sin culpa, roba sin prisa y mata sin temor. Quien aprende a ignorar el alto en lo cotidiano termina creyendo que no existe luz roja capaz de frenarlo. Ya no hablamos de tránsito: hablamos de vidas arrebatadas, familias destruidas, ciudades sometidas por el miedo. El semáforo roto se convierte entonces en una sociedad rota.
En este escenario, el ciudadano honesto (el que siempre ha respetado el semáforo moral) empieza a sentir que cumplir con las reglas es inútil. Se retrae, deja de denunciar, deja de confiar, deja de participar. La resignación social es como una ciudad donde todos deciden ignorar la luz roja: tarde o temprano, el choque colectivo es inevitable, no solo en las calles, sino en la ética pública, en la economía, en la seguridad y en la convivencia.
Por eso, frente a una autoridad complaciente, la sociedad no puede rendirse. No basta con quejarse ni indignarse en silencio. Es necesario organizarse, denunciar aunque parezca inútil, documentar abusos, exigir transparencia, apoyar a quienes actúan con integridad y votar con memoria y conciencia. No para reemplazar a la autoridad, sino para obligarla a encender de nuevo los semáforos que nos protegen.
La ley no es propiedad del gobierno; es un pacto que garantiza que cada alto tenga sentido. La autoridad se corrompe donde la ciudadanía se rinde, pero se corrige donde la ciudadanía se organiza. Exigir orden no es rebeldía: es responsabilidad.
Respetar la ley no es obedecer por sumisión, es detenerse por conciencia. Es entender que evitar el daño, el caos y el desorden también es proteger vidas. Es mirar una luz roja y comprender que no nos detiene a nosotros, sino que detiene el peligro.
Cierro con esto:
Por eso hoy, más que nunca, está vigente la frase de Don Benito Juárez, que resume el sentido de toda convivencia civilizada:
“El respeto al derecho ajeno es la paz”.











