¿Las Mayorías Mandan? Una Verdad Incómoda

La democracia no se sostiene únicamente porque gobierne la mayoría, sino por los límites que encauzan su poder
Por Mario Robinson Bours
En una reunión de amigos surge la pregunta: ¿las mayorías mandan? Para algunos, la respuesta es un rotundo SI, un principio básico de la convivencia democrática. Para otros, es un NO categórico, recordando los abusos históricos cometidos en nombre del “número”. Y muchos, quizás los más prudentes, optan por un “depende”. Ese “depende” encierra la esencia del dilema democrático moderno.
En apariencia, la idea resulta obvia: en una votación gana quien obtiene más apoyos. Pero la cuestión es más profunda: ¿debe la mayoría mandar siempre? Y, aún más importante: ¿hasta dónde puede llegar su mandato?
Un ejemplo sencillo ilustra la tensión. Si, en esa mesa de amigos, se preguntara: “¿Quieren que Juan pague la cuenta?”, la mayoría (quizá todos) votaría que SI. El interés propio inmediato guía la decisión. Algo similar ocurre si una comunidad consulta: “¿Desean que se reduzca el cobro del transporte público?” El respaldo mayoritario sería predeciblemente afirmativo.
La lección es clara: el deseo colectivo surge de forma natural, pero no siempre es racional, justo ni sostenible.
La historia ofrece ejemplos dolorosos. En la Alemania nazi, mayorías activas o pasivas respaldaron leyes que despojaron de dignidad y derechos a los judíos.
En la segregación racial estadounidense, amplios consensos sostuvieron durante décadas un sistema legal que negó libertades esenciales a la población afroamericana.
Más recientemente, el Brexit, decidido por una mayoría ajustada (con baja participación juvenil), produjo una fractura política y económica que aún divide a la sociedad británica.
Estos episodios encarnan lo que Alexis de Tocqueville denominó “la tiranía de la mayoría”: cuando el poder del número se convierte en opresión y el voto confunde legitimidad con justicia.
Encuestas y la ilusión del consenso
Las mayorías no solo se forman en las urnas; también se moldean en las encuestas. El modo de plantear una pregunta puede alterar profundamente la percepción colectiva.
El clásico ejemplo del “vaso medio lleno o medio vacío” lo demuestra:
* “¿Aprueba la gestión del gobierno, que ha alcanzado 90% de empleo?”
* “¿Aprueba la gestión del gobierno, con 10% de desempleo?”
El dato es idéntico, pero el encuadre cambia la reacción. En el primer caso surge una mayoría favorable; en el segundo, mayor desaprobación. El consenso puede ser tan frágil como la retórica que lo construye.
El marco que convierte el mandato en legitimidad
La democracia no se sostiene únicamente porque gobierne la mayoría, sino por los límites que encauzan su poder. Tres pilares sostienen ese marco:
- Derechos fundamentales inviolables. Existe una esfera de dignidad humana que ninguna mayoría debe transgredir.
- Supremacía constitucional y Estado de Derecho. Las reglas del juego están por encima de toda mayoría CIRCUNSTANCIAL.
- Búsqueda del bien común y sostenibilidad. Gobernar implica pensar más allá del beneficio inmediato y considerar las consecuencias a largo plazo.
Sin estos fundamentos, la democracia se vacía de contenido moral.
El mayor riesgo aparece cuando una mayoría comienza a desmantelar los propios contrapesos que deberían contenerla. ¿Qué ocurre si modifica la Constitución a su conveniencia, debilita al poder judicial, controla a los organismos electorales o silencia a la prensa crítica?
Entonces la democracia conserva la forma (el voto), pero pierde su esencia: libertad, pluralismo y equilibrios de poder. La hegemonía del número deja de ser una amenaza teórica para convertirse en un sistema permanente. Las minorías ya no solo pierden elecciones: quedan excluidas de toda posibilidad real de incidir en el rumbo colectivo.
Cierro con esto
La democracia auténtica no es la mera imposición del 51% sobre el 49%. Es un delicado sistema donde la mayoría gobierna, sí, pero siempre dentro de un marco firme de derechos, justicia y responsabilidad.
Cuando las mayorías actúan con prudencia, la democracia florece; cuando olvidan sus límites, se marchita. El desafío no es impedir que decidan, sino asegurar que sus decisiones respeten la dignidad de todos, protejan a quienes disienten y busquen el bien común más allá del momento inmediato.
La democracia, en suma, no se mide por el poder del número, sino por su capacidad de proteger a todos.








