DestacadaPrincipales

Propina: el impuesto que pagamos para sostener la injusticia

Por Guillermo Moreno Ríos

Hay prácticas que se disfrazan de tradición para no ser cuestionadas. Tan cotidianas, tan normalizadas, que nos parecería grosero incluso ponerlas sobre la mesa. Una de ellas —quizá la más evidente y a la vez la más ignorada— es la propina.

Sí, esa cantidad “voluntaria” que se sugiere al final de cada comida o cada tanque lleno de gasolina. La misma que a veces se nos cobra sin preguntar. La que muchos ven como un acto de cortesía, pero que, en realidad, es el reflejo de un sistema injusto donde el trabajador vive del favor y el patrón se lava las manos.

 

Una trampa bien disfrazada

Piense en esto: usted va a un restaurante, consume, paga su cuenta. En el ticket viene desglosado el IVA, incluso puede pedir factura. Pero en la parte final, con una sonrisa amable o anotado en la cuenta, le recuerdan: “La propina no está incluida, pero sugerimos del 15 al 25%”.

La propina, dicen, es opcional. Pero la verdad es que ya está socialmente obligada. En muchos lugares incluso viene cargada por defecto, y para no pagarla uno tiene que pedir que se retire, con el riesgo de parecer mezquino o grosero.

Aquí empieza la trampa. Porque esa propina que usted da —con la mejor intención, quizás— no se factura, no paga impuestos, no entra en la nómina del trabajador, no cuenta para su pensión, ni para su aguinaldo, ni para su crédito Infonavit, ni para nada. No existe legalmente, aunque sea parte fundamental del ingreso de millones.

Y lo más grave: libera al patrón de su verdadera obligación. Es como si usted, como cliente, estuviera pagando el salario que le corresponde cubrir al empresario.

 

Una limosna con barniz de generosidad

Durante años nos han enseñado que dejar propina que quien no la deja “no tiene clase”. Que “pobres meseros, viven de eso”. ¿Y sabe qué? Es cierto: viven de eso. Pero eso es precisamente lo alarmante.

En México, más de dos millones de trabajadores —meseros, baristas, despachadores, músicos, estilistas, y muchos más— dependen de propinas como única fuente real de ingreso. Su salario base, cuando existe, es de apenas $3,100 pesos mensuales. El resto lo completan con lo que usted y yo dejamos en la mesa. A veces juntan $8,000, $16,000 o hasta $30,000 pesos, dependiendo de la zona. Pero todo eso pasa por debajo del radar fiscal, sin ningún tipo de seguridad o garantía.

 

¿Dónde está lo justo en que el ingreso de una persona dependa del humor, la solvencia o el juicio subjetivo del cliente? 

No hay ética en un modelo laboral donde el trabajador no sabe cuánto ganará mañana, ni si podrá pagar la renta o aspirar a una pensión. Y, sin embargo, lo aceptamos. Hemos normalizado que su dignidad dependa de nuestra voluntad, como si fuera parte del trato. Pero esta trampa disfrazada de costumbre no solo perjudica al trabajador; también afecta al cliente, que paga más sin poder deducir ni comprobar ese gasto, y al Estado, que pierde millones en impuestos no recaudados, en cuotas no aportadas, en derechos laborales no reconocidos. ¿Y luego nos preguntamos por qué no alcanza para salud, vivienda o pensiones? El único beneficiado es el patrón: cobra precios que no reflejan el costo real del trabajo, evade su obligación legal y moral, y encima se recarga en la supuesta buena voluntad de quienes consumen.

No es solidaridad, es complicidad. Una cosa es reconocer un buen servicio con una propina simbólica; otra muy distinta es usarla como mecanismo permanente para reemplazar la obligación patronal de pagar sueldos formales y dignos. En países con economías más justas, el salario ya está incluido en el precio, y la propina es verdaderamente voluntaria. Aquí, en cambio, jugamos al doble discurso: exigimos formalidad para unas cosas, pero toleramos informalidad donde más duele. Y lo hacemos, muchas veces, creyendo que estamos ayudando, cuando en realidad estamos financiando —sin saberlo— un sistema que perpetúa la precariedad y premia la evasión.

 

¿Y entonces, qué hacemos?

No se trata de eliminar la propina, sino de devolverle su verdadero significado: un acto voluntario, no una coartada para evadir responsabilidades laborales. El problema no está en la mesa del restaurante, sino en las leyes laxas, en los empresarios que juegan con la precariedad y en una sociedad que ha normalizado lo inaceptable. Es momento de exigir precios que reflejen sueldos dignos, ingresos formales que cuenten para pensiones y créditos, y patrones que no se escondan detrás de la cultura de la propina. Y, sobre todo, entender que la generosidad del consumidor jamás debe sustituir la justicia que le corresponde garantizar al Estado y a los empleadores.

Lo justo no debería cobrarse aparte, ni depender de la simpatía del cliente. Mientras sigamos maquillando la injusticia con sonrisas y romanticismos, seguiremos atrapados en un sistema que explota a quienes menos tienen. A los legisladores les toca dejar de fingir que no ven el problema: no es una costumbre inofensiva, es una estructura de desigualdad sostenida por la omisión legal. La próxima vez que alguien le diga que “la propina es voluntaria”, piense dos veces: no está dejando solo una moneda en la mesa —está tomando partido.