Libertad de expresión Vs Violencia política en razón de género

Por Guillermo Moreno Ríos
Un reciente fallo del Tribunal Electoral mexicano ha reavivado una discusión profundamente actual: ¿cómo conciliar dos derechos humanos fundamentales —la libertad de expresión y la protección frente a la violencia política en razón de género— cuando estos entran en aparente conflicto? ¿Qué principios deben prevalecer, y bajo qué circunstancias?
El caso involucra a una persona con amplia trayectoria conocida por sus constantes publicaciones de crítica política y social, quien fue sancionada por un tribunal por incurrir en violencia política en razón de género contra una legisladora federal, según el fallo basado en el artículo 3 de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia define esta violencia como: “Toda acción u omisión, incluida la tolerancia, basada en elementos de género, y ejercida dentro de la esfera pública o privada, que tenga por objeto o resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce y/o ejercicio de los derechos políticos y electorales de una o varias mujeres”. Y con una resolución, considerada por muchos como exageradas, con medidas como disculpas públicas, sanción económica y registro en un padrón de sancionados, ha generado un revuelo no sólo jurídico, social y sobre todo político.
Y es precisamente ahí donde el fenómeno se torna complejo. En lugar de centrarse en el análisis legal del fallo, buena parte de la opinión pública dirigió su crítica —y en muchos casos su desdén— hacia la legisladora que presentó la queja. Desde entonces, la crítica social en redes ha sido brutal, con comentarios que en su mayoría no analizan el fondo del caso, sino que buscan desacreditar a la denunciante. Irónicamente, la respuesta social desbordada podría tener más componentes de violencia simbólica que el acto originalmente sancionado.
Este giro obliga a formular una pregunta incómoda, pero necesaria: ¿qué habría ocurrido si los roles hubieran sido distintos? Si la persona que emitió el mensaje hubiese sido hombre, ¿se habría producido la misma ola de desprestigio contra quien denunció? ¿Se habría cuestionado tanto la legitimidad del tribunal o la proporcionalidad del castigo? ¿Y si ambos actores hubieran sido varones, habría siquiera existido un proceso?
Conviene recordar que ambos derechos en juego —la libertad de expresión y el derecho a participar en la vida política sin ser objeto de violencia por razón de género— están protegidos a nivel constitucional e internacional como derechos humanos. No se trata de elegir uno u otro arbitrariamente, sino de aplicar criterios técnicos, jurídicos y contextuales que garanticen un equilibrio razonable.
Es importante subrayar también que la persona sancionada no fue víctima de censura sin juicio: fue objeto de un proceso legal, abierto y resuelto por un tribunal autónomo del Estado. La representante política no impuso castigo alguno; simplemente acudió a la vía legal para ejercer su derecho a la protección. Si existe un debate sobre el alcance de la sentencia, éste debe centrarse en el órgano judicial, no en quien denunció.
Por otro lado, tampoco puede desestimarse el papel que juegan hoy las redes sociales como arena política y social. La inmediatez con la que se viralizan opiniones ha convertido a cualquier figura pública —político o comunicador— en blanco o protagonista de linchamientos digitales. La línea entre crítica legítima y hostigamiento se ha difuminado, y eso plantea desafíos que la legislación actual aún no termina de resolver.
El verdadero dilema no es entre personas, sino entre principios. ¿Cómo proteger el derecho de cualquier ciudadana a participar en política sin sufrir violencia de género, sin que esto signifique blindarla de toda crítica legítima? ¿Y cómo defender la libertad de expresión sin convertirla en una patente para denostar sin consecuencias?
La democracia madura se construye cuando dejamos de juzgar casos con base en simpatías personales y empezamos a verlos como lo que son: conflictos entre derechos humanos que exigen equilibrio, técnica jurídica y responsabilidad social. Cuando los fallos se dictan más en redes que en tribunales, y el género del actor determina la narrativa, lo que está en juego no es un caso aislado, sino la coherencia de todo el sistema.
Aunque la propia legisladora dijo darse por bien servida —casi deslindando a la persona sancionada— no debemos olvidar que estos fallos sientan precedentes. Cualquiera puede estar, mañana, de un lado u otro de la barda. Por eso, toda resolución debe apegarse a la legalidad, sin excesos ni afanes ejemplarizantes. Porque una justicia desbordada termina minando la confianza que, precisamente, está llamada a proteger.