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Personajes representativos de la ciudad de Hermosillo

Gilberto Escobosa y Flavio Molina pudieron decir que Hermosillo ya no era el conjunto de jacales que, con el nombre indígena de Pitiquín, conoció Eusebio Francisco Kino en 1686, (Primera parte).

Por Héctor Rodríguez Espinoza

  • Nexos (diciembre, 1986), publicó el Ensayo Suave Matria, del historiador michoacano Luis González. Autor de la novela Pueblo en vilo, pone frente a la Patria el concepto de la «matria», rescata la Patria Chica, la micro patria: aquel «pequeño mundo que nos nutre, nos envuelve y nos cuida de los exabruptos patrióticos; al orbe minúsculo que, en alguna forma, recuerda el seno de la madre cuyo amparo se prolonga después del nacimiento»; «área homogénea de características físicas y culturales diferentes de las vecinas».

Siempre ha sido la Patria el valor infundido a través de los lemas militares como «Frente a la Patria, o se es leal o se es traidor»; «La Patria es primero»; el mandamiento del artículo 3o. Constitucional de inculcarnos el «amor a la Patria»; y el poema romántico y nacionalista de Ramón López Velarde, Suave Patria.

Pero las Patrias no son fáciles de identificar, de aprehender y de amar. México cuenta con dos millones de kms cuadrados, lo habitamos, bien que mal, 120 millones de seres humanos. Coexisten, con o sin nosotros, 56 grupos étnicos, con sus dialectos y culturas. Nuestros niveles de Historia Universal van, desde quienes viven todavía en la edad de la piedra pulimentada, hasta quienes lo hacemos cotidianamente en la era de las microcomputadoras.

Los elementos que cohesionan este abigarrado mosaico son: el idioma español, la religión católica y el régimen político.

  • Bajo esta Patria subyace un conjunto desigual y combinado de zonas, regiones y municipios. Unos la parten en 9 zonas originales; una sería la nuestra, «el Noroeste de los Jesuitas», en atención a los 170 fecundos años que rigieron la economía, el espíritu y la conciencia de los pueblos del noroeste novo hispano.
La antigua estación de ferrocarril de Hermosillo.

Los ecologistas la dividen en hasta 200 regiones. Los académicos, Antropólogos, Historiadores, Economistas y Juristas estudian el desarrollo regional.

La Patria, no obstante las redes sociales, terminan por convertirse en una entelequia que nos dice muy poco. (¿Qué podría significar, por ejemplo, para los guarijíos de la alta Sierra de Álamos y El Quiriego, o para los seris de la Costa de nuestro orgulloso Hermosillo, el águila devorando una serpiente, sobre un nopal, símbolo nacional de la fundación de Tenochtitlán, a 5 siglos y 2,000 km de distancia?)

Sin perjuicio de la necesidad de pertenecer a una Patria común, máxime nuestra «frontera con una nación de cultura pesada y dominante”, es necesario reconocer algún núcleo social en el que nacimos, crecimos y adquirimos las vivencias, afectos y valores más tempranos. Puede ser una ranchería, un ejido, un barrio, una colonia, y hasta una ciudad de regular tamaño. Aquí se da la primera identidad cultural, la de aldea, sin la cual no pueden sustentarse la nacional y la universal, a la que aspiramos.

Incluso esa vida costumbrista, bucólica y coloquial, nos permite despojarnos de solemnidades y tomarnos libertades que traslucen una forma de ser y estar en nuestra comunidad. Por ejemplo, tutearnos y hablarnos por medio de los sobrenombres.

III. Estas miles de identidades, indígenas y mestizas, que coexisten en los 2,372 municipios, en las 96,000 localidades del país, evolucionan conforme la nación pierde su carácter rural y se transfiguran en el despersonalizante e industrial ámbito urbano.

Gabriel García Márquez, Juan Rulfo y el místico poeta checo Rainier Rilke coinciden en que, es en la edad temprana, la que llega hasta los ocho años, la que nos marca; los “pininos” de las primeras huellas del camino a recorrer. “La vida es imitación”, escribió Pitirín Sorokin. Por eso los jesuitas, cuya paternidad civilizadora del noroeste decían: «Denme un niño hasta los 7 años, y haré con él lo que quiera». Recordemos a José Rafael Campoy Gastélum (15 de agosto 1723-21 diciembre de 1777). Jesuita novohispano, único sabio alamense universal, compañero en el Colegio Noviciado de San Francisco Javier de Francisco Javier Clavijero, Andrés Calvo y Francisco Javier Alegre, entre otros, llamados los humanistas mexicanos del siglo XVIII.

  • Gilberto Escobosa y Flavio Molina pudieron decir que Hermosillo ya no era el conjunto de jacales que, con el nombre indígena de Pitiquín, conoció Eusebio Francisco Kino en 1686, en el vaso de la presa «Abelardo L. Rodríguez», en el paso del humanista Trentino a la Pimería Alta y al encuentro de su grandioso destino; no es aquella ranchería pomposamente llamada Real Presidio de San Pedro de la Conquista del Pitic, en los gobiernos coloniales de Agustín de Vildósola y de Rafael Rodríguez Gallardo, en 1748, que habitaban pocos seris y mestizos, en el rumbo de la Casa de la Cultura; no es el rancho grande que describieron Francisco José Velasco y el Capitán Gillete, en 1850-66, de 7 u 8 mil habitantes; el bizarro, liberal y cervecero pueblo que coloquialmente retratan José Encisco Ulloa en Vidas anónimas; Fernando A. Galaz, en Desde el cerro de la Campana; Agustín Zamora, en La Cohetera, mi barrio; Ana Ramírez, en El señor del retiro; Catalina Acosta de Bernal, en Gemas; Enriqueta de Parodi, en Ventana al interior, Luis López Álvarez, en su costumbrista anecdotario Aquellos tiempos anchos; y Abelardo Casanova L., en su novela Los pasos perdidos; la ciudad agrícola de 1950, que contaba ya con 43,519 habitantes, pero cuyos límites seguían siendo la calle Veracruz, al norte; el vado del río, al sur; la capilla del Carmen, al oriente; y la colonia Centenario, al poniente.

Los que nacimos, crecimos, estudiamos y vivimos en Hermosillo, sentimos los secretos imborrables de nuestra infancia y juventud. La casa, la calle y el barrio donde nacimos; los amigos, las fiestas, escuelas y sucesos de aquel pueblo grande que fue hasta los 30s; que se transformó en ciudad con la fundación, en 1942, de la Universidad de Sonora, y la apertura de tierras al cultivo en la Costa de Hermosillo, en los 50s.

¡Cómo podría olvidar mi barrio de la 5 de Mayo, y cuando desde el changarro «La Ciudad de Zacatecas» de «Don Odón», mi padre, vi erigir el majestuoso templo de «El Sagrado Corazón de Jesús»; las fantasiosas temporadas de lucha libre en el Cine Arena, con «el Carnicero Butcher», «el Médico Asesino», «el Gorilita» Flores, «el Cavernario» Galindo; el pan nuevecito de la panadería «La Flor y Nata»; el histórico jonrón de Jimmy Ochoa, en el 9° inning, para decidir en favor de Hermosillo, un partido frente a los Diablos Rojos de la capital; mis aprendizajes en la Primaria Ángel Arreola, que dirigía la profesora Zoyla Reyna de Palafox; la grandota Primaria Heriberto Aja, cercenada ahora más de la mitad; la Secundaria de la Universidad de Sonora que dirigió el profesor Amadeo Hernández, en la que enseñaban «Corralitos», «El Botas», «El Glostora», el Mayor Isauro Sánchez Pérez, «El Chipote» Córdova; las campañas de Antonio «Toño» Sánchez Rodarte, para Presidente de la FEUS, cuyos votos los obtenía regalándonos paletas de «Don Canti» y un cúmulo de íntimas evocaciones que se agolpan a mi memoria…! ¿Cómo?

V.- Esa necesidad de contar con identidad cultural matriótica, nos lleva a contar con ciudadanos cuyo amor a su Matria les inspire observar, investigar, preservar, enriquecer y divulgar los pequeños grandes sucesos que van construyendo, día a día, la historia de sus lugares de origen. Ellos son los cronistas.

Para aquilatar su importancia social: ¿qué fuera de la historia del país sin sus códices prehispánicos, las cartas e informes de relación y las crónicas de los indígenas de Mesoamérica y de los cronistas europeos? ¿Qué fuera de la historia de Sonora, sin las crónicas de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Francisco Vázquez de Coronado, Andrés Pérez de Rivas, Eusebio Francisco Kino, Luis Xavier Velarde, Guiseppe María Genovese, Daniel Januske, José Agustín Campos, Juan Nentuig, Ignacio Pfefferkorn, Rafael Rodríguez Gallardo, Francisco Velasco, Eduardo W. Villa, Francisco R. Almada, Laureano Calvo Berber, Manuel San Domingo…? ¿Qué fuera de la historia de Hermosillo, sin las crónicas de los intuitivos cronistas hermosillenses que mencioné?

  • En aquel lejano 17 de Febrero de 1987 expresé mi enhorabuena que el Ayuntamiento de Hermosillo le dio rango moral al ser y quehacer del cronista: el reconocimiento a Don Gilberto Escobosa Gámez, y en él, a la memoria de todos aquellos hermosillenses quienes nos han legado un atesorable depósito de conocimientos y sentimientos invaluables y trascendentes.