Tras las huellas de mis antepasados

Por Pedro Moroyoqui
En la búsqueda de información que abundara en más datos sobre la familia Moroyoqui y Ávila, antepasados por línea paterna, recién viajamos al pueblo de San Javier, ubicado a unos 150 kilómetros al sur de Hermosillo.
Paso obligado para llegar a San Javier es el pueblo de Tecoripa, cuyo nombre en lengua cahíta significa: Nido de Víboras, en la actualidad pertenece a la jurisdicción del municipio de La Colorada ubicado en el centro del estado de Sonora. Fue fundado en 1619 por los misioneros jesuitas Martín Burgencio y Francisco Oliñano con el nombre de San Francisco Javier de Tecoripa.
En este pueblo nació mi bisabuelo Donaciano Moroyoqui, en el año de 1876, aunque no creo que quede memoria de él, dado la lejanía de las fechas.
San Javier es un pueblo minero, fundado en 1706 por el general Antonio Becerra Nieto como el «Real de Minas de San Javier», ha desarrollado su historia en torno a esta actividad, la minería.
Durante el siglo XIX tuvo la categoría de mineral perteneciente al distrito de Hermosillo, tiempo después lograría obtener la categoría de municipio en la segunda mitad del siglo XIX, en 1930 se le incorporaría de nuevo al municipio de Hermosillo, para después, en 1931 pasar a la jurisdicción del Municipio de Villa Pesqueira, y en 1934 fue incorporado al municipio de La Colorada. Es así, que finalmente en ese mismo año de 1934 se le regresa la categoría de municipio que conserva hasta la actualidad.
En el poblado, el caserío se encuentra desparramado en una superficie sumamente irregular, a diferencia de los pueblos de agricultores asentados en un valle, en un terreno plano a orillas de un río, San Javier se asienta sobre cañadas y lomas en medio de montañas, sus calles serpentean sorteando caprichosamente los accidentes del terreno ya que fueron trazadas siguiendo las cañadas y barrancos naturales, en ese lugar se descubrieron en 1706 ricos yacimientos de oro y plata, lo que trajo consigo una gran afluencia de personas que deseaban enfranquecerse rápidamente.
Existe evidencia documental de que los Ávila ya se encontraban en el poblado a mediados del siglo XIX, el tatarabuelo del que escribe, don Cirilo Ávila oriundo de San Javier, contrajo nupcias en este poblado con doña Carlota León Méndez, la pareja procreó varios hijos: José Cirilo, nacido en 1876, Mauricia en 1880, María Antonia en 1882 y Carlota, mi bisabuela en 1884, poco después la familia Ávila se trasladó al pueblo de Tecoripa, que junto con Minas Prietas y La Colorada formaba parte, de un distrito minero muy importante en la época porfirista, en ese pueblo falleció doña Carlota León dejando en la orfandad a sus pequeños hijos.
Don Cirilo entregó en adopción a su cuñada Rosario, casada con don Sabás Duarte, residente en Suaqui Grande, a las pequeñas Mauricia y Carlota, al niño Cirilo lo dejó a cargo de unos familiares en San Javier.
Más adelante don Cirilo padre, contrajo nuevas nupcias en el pueblo de San Javier con Albina Molina con quien procreó más hijos.
Don Cirilo Ávila León (hijo), nació, vivió y falleció en el pueblo de San Javier, en 1899 contrajo nupcias con doña Dorotea Leyva Sánchez, con quien procreó a Clara, Rosa, Roberto, Julia, Virginia, Carlota, Socorro y José María, parece ser que el único que dejó descendencia en el poblado fue don Roberto.
Juan Portela, cronista de San Javier, nos dice que don Cirilo fue un hombre bondadoso, llegó a acumular una gran fortuna, dato que fue confirmado por la gente entrevistada en San Javier, explotando una mina de plata a la que bautizó con el nombre de Rosario, llamada por los lugareños, la mina de don Cirilo, ubicada en los cerros de los Bronces, incursionó en la ganadería y fue un hábil comerciante, recorría los rústicos caminos de aquel tiempo hasta Guaymas para acarrear mercancías y venderlas en el pueblo, la plata la transportaba a lomo de mula hasta la ciudad de Douglas, Arizona, también se dedicó a la compraventa de oro; añade el cronista que durante el tiempo que explotó la mina Rosario, de 1908 a 1929, no hubo pobres en el poblado, prestaba dinero a los necesitados a cambio de trabajo o simplemente por amistad, aunque muchos liquidaron su deuda.
Otro de los hechos narrados por el cronista de San Javier versa sobre la cárcel del poblado, habilitada con una reja en el tiro de una mina antigua, hay muchas anécdotas que giran alrededor de esta cárcel, como es el caso de Carlota Ávila, hija de don Cirilo, detenida y encerrada por proferir una serie de insultos e improperios al presidente municipal que en ese tiempo era Eduardo Encinas Jr.
Doña Mauricia, otra de las hermanas Ávila León contrajo matrimonio en Suaqui Grande con don Inocente Castillo Duarte, ellos no fueron tan afortunados como don Cirilo, el hombre de la casa trabajaba como jornalero, esta pareja tuvo varios hijos: Inocente, Ramón, Carlota Rosario, Francisco y Rita.
Finalmente mi bisabuela Carlota, la más pequeña de los tres hermanos Ávila, casó con Donaciano Moroyoqui quizá en el año de 1900, en el pueblo de Suaqui Grande; esta pareja anduvo itinerante por varios pueblos, Suaqui Grande, Agua Caliente en Cumoripa, Tecoripa, Moctezuma, Divisaderos, Tepache, Sahuaripa hasta que se asentaron en el rancho los Huérigos, perteneciente a la jurisdicción de Huásabas, Sonora, los hijos de esta pareja fueron: Francisco, María Filomena, María Jesús, José, Agripina, Isidro, Carlota Donaciano, Rosario y Ramón, todos ellos ya pasaron a mejor vida.
Lamentablemente el cronista del pueblo, el señor Juan Portela, una de las personas que podía proporcionarnos información sobre los Ávila no se encontraba en el poblado, no obstante, recolectamos algunos datos que amablemente nos proporcionó la gente del lugar.
En el pueblo de San Javier, ya no queda ninguno de los Ávila, todos ya se han ido, algunos han emprendido el viaje sin retorno, otros han cambiado de residencia, solo quedan las casas, las fincas, los objetos y las estrechas calles que serpentean entre promontorios y lomas, mudos testigos de un pasado grandioso que también se fue. En los años ochenta, el pueblo de San Javier sirvió de locación para rodar la película, La tuba de Goyo Trejo, el famoso instrumento que le dio lustre y brío a la orquesta de Goyo, queda abollada e inservible al volcar el carromato que transportaba a los músicos en una pronunciada bajada por las irregulares calles del pueblo, sin tuba no hay tocada dijo Goyo, así es que Chindo, el herrero del pueblo trabajó toda la noche hasta que dejó rectos los tres metros enrollados de la tuba, esta se conserva en las oficinas del ayuntamiento, también pudimos ver la finca donde don Roberto Ávila tenía su tienda el cual sirvió de locación al comercio que en la película es llamado la Quietecita, además de la legendaria casona, ahora convertida en museo.
De regreso intentamos desviarnos al pueblo de Suaqui Grande siguiendo las huellas de los ancestros, pero el viaje no se concretó, queda pendiente otra salida a ver si en esta ocasión corremos con más suerte y obtenemos más información. Gracias al buen amigo, Fernando Huerta por acompañarnos en esta aventura, proporcionar el vehículo y conducirlo hasta estos pueblos. Esperamos muy pronto realizar otros viajes.







