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“Doctor Livingstone, supongo…”

Ciencia aplicada, músculo y fibra, ingredientes que mantenían azoradas a millones de personas en los cinco continentes, afortunadamente archivados para la posteridad en el hardware de la memoria

Por Franco Becerra B. y G.  

Como hemos cambiado.

Las hazañas del ser humano como elevarse por los aires, conquistar la luna, o descubrir las fuentes mismas del Nilo, fueron actividades reservadas a un puñado de aventureros que se exponían a las fracturas de los huesos más recónditos; corrían el riesgo de enfrentar alguna descompostura en la cápsula espacial para flotar eternamente por el infinito; o bien al internarse en lo profundo de la selva negra, exponerse a sufrir las molestias de toparse con una manada de búfalos encabronados.

James Olsen, Timothy Bovard y Franco Becerra en Burundi.

La historia recuerda en color sepia a los intrépidos Hermanos Wright, que montados en sus endebles aeroplanos, se lanzaron a retar a la física una mañana playera y plomiza de octubre.

No existe una huella más memorable que la plantada por primera vez en la superficie lunar el orgullo de Ohio, Mr. Neil Armstrong.

Esa es una fotografía en blanco y negro con escasa tonalidad de grises, como la propia luna, publicada por la revista Life.   

Como solían iniciar los apasionantes relato de aventuras: Hubo una vez un explorador admirable que cruzó ríos infestados de cocodrilos, un misionero laico que montó campamentos rodeado de feroces leones hambrientos, que sufrió el asedio de una manga de moscas Tse Tse y el relampagueante ataque de una mamba negra en las orillas del río Zambeze.  

Ese valeroso cuanto romántico explorador inglés respondía al nombre del Dr. David Livingstone, cartógrafo que descubrió que en El Lago Victoria nacía el río Nilo, que al cruzar por 10 países africanos va repartiendo a su vera de ricos nutrientes minerales hasta llegar a Egipto, país que Herodoto llamaba “Un don del Nilo”.       

Aquellos fueron triunfos espectaculares donde se conjugó el valor y la técnica.

Ciencia aplicada, músculo y fibra, ingredientes que mantenían azoradas a millones de personas en los cinco continentes, afortunadamente archivados para la posteridad en el hardware de la memoria.

Todas esas aventuras —lo reitero— eran privilegio de unos cuantos, al menos es lo que pensaba hasta la semana pasada, que en el noticiero de Denisse Maerker me enteré de una nota generada en la cordillera del Himalaya, donde se formaron largas filas de alpinistas que luego de escalar 8,848 metros y llegar a la cima del Everest, esperaron pacientemente entre violentas ventiscas y temperaturas de menos 17 grados bajo cero, el turno para tomarse la foto de rigor. 

Colas de alpinistas que se plantan en el techo del mundo. Lo nunca visto.

Aquella nutrida escalada resultó un irresponsable y vulgar tráfico en la montaña más alta del mundo, cuyo saldo es hasta el momento, la muerte de 10 alpinistas.

Después de ver todo aquellas escenas recordé a Facundo Cabral que con cierto tono de resignación nos decía:

“Me gusta andar, pero no sigo el camino, pues
lo seguro ya no tiene misterio”.

Que pasen todos un día muy musical.