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El Caballero del Titanic; «Héroe más allá de la Leyenda»

A 112 años del naufragio de la embarcación más grande del mundo al momento, recordamos al hermosillense Manuel Uruchurtu, único mexicano a bordo del transatlántico 

A 112 años del naufragio de la embarcación más grande del mundo al momento, recordamos al hermosillense Manuel Uruchurtu, único mexicano a bordo del transatlántico 

 

Por Redacción

En el libro «Hermosillo en mi memoria”, el historiador Gilberto Escobosa Gámez, revisa este trágico episodio que enlutó al mundo y en particular a la comunidad sonorense.

Y es que el señor Manuel Uruchurtu era un hombre muy querido y reconocido. Este año se cumplen 112 años de la catástrofe donde participó este memorable caballero. Así lo narra el cronista sonorense:

El naufragio del «Titanic” causó lágrimas y luto en casi todos los países de Europa y en Estados Unidos. También una familia de Hermosillo derramó muchas lágrimas y vistió de luto porque uno de sus seres más queridos murió en el desastre.

El «Titanic” recién construido, después de pasar por una rigurosa inspección buscando posibles fallas, emprendió el viaje inaugural saliendo de Southhampton con 2,234 personas a bordo, rumbo a Nueva York. Era el orgullo de la ingeniería naval británica, no sólo por ser el más grande y cómodo trasatlántico construido hasta esa fecha, sino porque lo consideraban inhundible.

Los altos funcionarios del Gobierno lo llamaban «El castillo flotante”. La salida de la nave constituyó un evento social de la época y reunió a muchas personalidades; estaban allí el coronel John Jacob Astor y su esposa, los potentados norteamericanos Isidoro Strauss y señora, el director gerente de la Línea White Star, a la que pertenecía el «Titanic”; Smay Bruce, que viajaba para supervigilar el funcionamiento del barco; Benjamín Guggenheim y su esposa, considerados los reyes del cobre en América; el mayor Archibald W. Butt, asesor militar del Presidente Taff (de los Estados Unidos), y otras personalidades de reconocimiento mundial. En la segunda y tercera clase viajaban los pasajeros de menor nivel económico y la mayoría de ellos iban a Norteamérica en busca de mejores horizontes.

El enorme transatlántico que surcaba airosamente del océano, costó un millón y medio de libras esterlinas. Fue construido en los astilleros de «Harland & Wolf”, en Belfast, y de acuerdo a su diseño original de compartimientos de estancos, de compuertas eléctricas, y su doble fondo, estaba considerado técnicamente como insumergible.

Sin embargo, los diseñadores de la nave nunca se imaginaron que una montaña de hielo y un viraje de última hora iban a actuar como el efecto de un cuchillo enorme, que le causaría una rotura tan grande que la mayoría de los estancos se anegarían y provocarían inmediatamente su hundimiento.

El último domingo de la existencia del barco, amaneció claro y despejado. Se celebraron los oficios religiosos y después los pasajeros se dedicaron a distintos juegos y deportes; había gran animación en los bares y música y danza en los salones. A las 9:00 horas la radio recibió un mensaje de «Caronia”, para el Comandante Smith: «Barcos en ruta oeste señalan la presencia de icebergs a la deriva, sobre el paralelo 42 N. y entre los meridianos 49 y 51”.

Smith vio paseando en cubierta a Mr. Smay, director de la White Star, propietaria de la nave, y le mostró el mensaje; éste lo leyó y lo guardó en uno de sus bolsillos.

Poco después, el comandante le reclamó el telegrama y ordenó ponerlo en la pasarela, para conocimiento de todos los oficiales. En las siguientes horas se recibieron otros mensajes de los navíos «Baltic” y «Californian”, avisando la presencia de icebergs en aquellas aguas. A las 10 de la noche el gran comedor del «Titanic” estaba repleto de alegres pasajeros.

A las 23:40 los vigilantes Fleet y Leigh, que observaban la superficie del mar, vieron surgir una enorme forma blanca ante la proa del trasatlántico. Pero no pudo evitarse el choque. Tanto el personal de cubierta como el de las máquinas, lucharon con la mayor tenacidad y valentía; sin embargo la tragedia comenzó a consumarse. Muchos pasajeros ignorantes de lo que acontecía, preguntaban cuál era la causa de la detención del buque.

Las heridas de la gran nave fueron mortales. Bodegas, máquinas y calderas estaban invadidas por el agua. Se lanzó un S.O.S. que fue escuchado por el «Provence”, el «Temple” y el «Carpathia”, que respondieron: «Estamos a 58 millas. Llegaremos en cuanto podamos”. Eran las 0.30 horas del 15 de abril. Las dos horas que siguieron hasta las 2.20, en que el «Titanic” desapareció bajo las aguas, no podría describirlas nadie. Más de 1,500 pasajeros hubieron de seguir la misma suerte que la nave, porque a última hora se dieron cuenta de algo espantoso: inexplicablemente no había suficientes lanchas salvavidas para todos los pasajeros.

Cuando estaban a punto de bajar el último bote salvavidas, repleto de parejeros, llegó una dama inglesa gritando, histérica; había quedado atrapada en su camarote y sólo en ese momento había logrado liberarse. Su llegada al lugar del salvamento es tardía y alguien piensa que la mujer habrá de acompañar a las otras personas de su sexo que no quisieron salvarse para ir a la muerte con su marido. Parece que nadie escucha sus lamentos; mas… En ese momento un hombre -¡Un hombre en toda la magnitud de la palabra, que es inmensa!- revestido con todos los dones que el Ser Supremo en muy señaladas ocasiones ha otorgado a criaturas humanas, se enfrenta a su destino, voluntariamente, sin temor a emprender la marcha por el camino desconocido que no tiene retorno, porque es el camino de la muerte. Es el caballero hermosillense Manuel R. Uruchurtu quien abandona su lugar de salvamento y lo cede a la dama desesperada; luego él se coloca en el lugar de los que han de morir.

Unos cuantos días después, cuando las autoridades británicas logran formar una lista de los que murieron en aquella tremenda catástrofe, muchas personas de diferentes edades derramaron abundantes lágrimas en la casa No. 6 de la Calle de la Moneda, de una pequeña ciudad llamada Hermosillo. Era el único tributo que los familiares del fallecido podían rendir al Licenciado Uruchurtu; ni una flor llevarían a su tumba porque ésta era el Atlántico Norte.

Varios años después, cuando sus condiciones económicas se lo permitieron, aquella mujer inglesa que debía su vida a la abnegación y caballerosidad de un abogado hermosillense, vino a Hermosillo a conocer a los familiares del héroe”.

 

Así fue el destino

Manuel Uruchurtu tenía 42 años de edad, y toda su vida adulta la dedicó a la política.

Fue diputado en cuatro ocasiones, además de funcionario en el gobierno de Porfirio Díaz, quien fue exiliado tras el inicio de la Revolución Mexicana en 1910.

De hecho, el legislador había viajado a Europa para visitar a sus compañeros y conocer las Cortes Españolas. Fue una travesía modesta, con pocos recursos, e incluso su viaje de regreso sería en un barco normal.

Pero antes de zarpar, en abril de 1912, un amigo cercano le cambió el pasaje por un billete de primera clase en el Titanic.

Uruchurtu se embarcó en el puerto de Cherburgo, Francia, y según contó a su esposa Gertrudis Caraza en una carta, ansiaba volver pronto a Sonora.

«Tengo ganas de regresar, y si no prescindo de mi viaje a España es porque quiero concurrir a sesiones de las Cortes Españolas», escribió. «Muchos besitos a todos mis pollitos», como decía a sus hijos.

Dos semanas después, Caraza recibió un telegrama de la Compañía Telegráfica Mexicana donde informaba que el cuerpo de su esposo no había sido localizado.