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El tamaño del miedo; una entrevista exclusiva con Gisela Peraza Villa

Por Imanol Caneyada/

En una larga conversación de casi dos horas, Gisela Peraza le cuenta a “Primera Plana” su vivencia en la cárcel y los días previos a su liberación, en los que el Gobierno del estado trató de negociar su silencio

A diferencia de hace cuatro años, cuando estuve por primera vez en ese hogar, la fotografía ya está completa y los semblantes de la familia Peraza rebosan felicidad y orgullo. Felicidad porque Gisela ha vuelto: más fuerte, más dura, más segura de sí; cuatro años en la cárcel cambian el carácter, no cabe duda. Orgullo porque pudieron ganarle una, aunque sea una, a un sistema que normalmente no permite que un humilde ciudadano le plante cara.

Hace cuatro años me fui de esa casa al norte de la ciudad de Hermosillo dejando a una familia destrozada por la angustia, la impotencia y el miedo. Y a Gisela Peraza, la trabajadora doméstica de la familia más poderosa de Sonora en ese momento, arraigada por un delito que aseguraba y sigue asegurando no cometió. La habían torturado salvajemente para arrancarle una confesión y esperaba que en cualquier momento un juez, de esos jueces que trabajan para el Gobierno del estado, emitiera la orden de formal prisión.

Los integrantes de la familia Peraza rodean sonrientes a Gisela en la sala de su hogar.
Los integrantes de la familia Peraza rodean sonrientes a Gisela en la sala de su hogar.

¡Cómo ha cambiado la imagen! Hace cuatro años la familia Peraza no recibió apoyo ni del PRI ni de la Comisión Estatal de Derechos Humanos ni la atención de los medios de comunicación. Muchos abogados rechazaron el caso. Corría mayo de 2011 y el gobernador Guillermo Padrés estaba en su apogeo.

Hoy, 48 meses después, Guillermo Padrés tiene los días contados en el poder y pasará a la historia, entre otras cosas, por intentar una última maniobra burda y desesperada para callar a la que fue la niñera de sus hijos durante ocho años, la cual salía en libertad cinco días antes de las elecciones y podía contar con pelos y señales una de las historias más turbias del poder en Sonora. Y miren que las hay.

Ahora la tengo sentada enfrente, en la misma salita de hace cuatro años; no la conocía personalmente. Su semblante es duro y una leve sonrisa irónica dibuja su rostro. De aquella muchacha aterrada que entró al Cereso I de Hermosillo en mayo de 2011, a ésta que nos habla pausada a la grabadora y a mí, hay una enorme diferencia, pienso. La Gisela Peraza Villa de junio de 2015 estuvo en el infierno y regresó entera para contarlo.

Hermosillo-Huatabampo-Hermosillo-San Luis-Hermosillo

Para empezar, Gisela Peraza ha sido una de las internas del sistema penitenciario sonorense que más traslados injustificados ha tenido. En cuatro años estuvo dos veces en el Cereso I de Hermosillo, una vez en el de Huatabampo y una más en el de San Luis Río Colorado, una de las cárceles más terribles y temidas del estado.

Las injusticias cometidas con esta muchacha que llegó a contar con la entera confianza de la familia Padrés desde que el actual gobernador trabajaba en la Sagarpa son muchas. Esa misma confianza que le tenía la familia la hizo testigo de actos que comprometían al mandatario.

Por ejemplo, en el expediente del delito por el que fue juzgada, figura que fue cómplice de robo de Roberto Munro, miembro de la escolta del gobernador, por una cantidad de 450 mil pesos y joyas por un valor de 150 mil pesos. Sin embargo, hace cuatro años, cuando fue detenida y torturada por primera vez, la acusaban supuestamente de haberle indicado a su cómplice que bajo la cama del gobernador había unos maletines con tres millones de pesos en efectivo. También supuestamente, Roberto Munro los había sustraído, había guardo dos y un millón se lo había entregado a Gisela Peraza. Incluso, de manera extraoficial, se llegó a mencionar la cifra de cinco millones de pesos.

La pregunta se hizo entonces y es obligada hacerla de nuevo: ¿qué hacían tres o cuatro o cinco millones de pesos en efectivo guardados bajo la cama del gobernador de Sonora?

Es probable que nunca lo sepamos. Guillermo Padrés, al parecer, ya ha negociado su impunidad.

A Gisela Peraza la llevaron, después de 60 días de arraigo, al Cereso I de Hermosillo, en donde permaneció cuatro días en una celda de castigo mientras le seguían “dando infierno”, una expresión carcelaria que aplica a los presos a los que el sistema quiere ablandar.

Después, sin ninguna explicación ni justificación, la trasladaron al penal de Huatabampo.

Aterrada, entró a la penitenciaría de ese pueblo al sur del estado y el comandante la recibió diciéndole que en ese Cereso eran buena gente y que habitualmente trataban bien a los presos, pero que tenían órdenes de arriba de, otra vez, “darle infierno”, así que lo sentía mucho pero tendría que conformarse con la “yegua” (la comida que dan en la cárcel) y ni cobijas ni toallas ni nada podría tener.

Al principio, recuerda Gisela, era como una leprosa, nadie, ni internas ni celadoras, se le acercaban, le dirigía la palabra o la ayudaba. Muerta de miedo, procuraba pasar desapercibida y no meterse en problemas. Con el tiempo, sobre todo cuando no estaba el comandante, se fue ganando a sus compañeras y a las celadoras y su vida intramuros empezó a ser más llevadera.

Un buen día, la directora del penal la mandó llamar y le preguntó qué es lo que hacía en la casa de gobierno. Le explicó sus tareas, entre las cuales, figuraba peinar a la primera dama. A partir de ahora me peinarás a mí, le dijo la funcionaria. Gisela se convirtió en su criada y gracias a ello su vida en el Cereso de Huatabampo cambió.

Mientras tanto, el juicio seguía en Hermosillo. Duró un año. Durante ese tiempo, no pudo acudir a muchos careos ni testimoniales porque la notificaban en el penal un día antes y no la trasladaban a Hermosillo a cumplir con la diligencia judicial.

Al final fue sentenciada por cuatro años. La única prueba que tenían contra ella era el testimonio del ex escolta del gobernador, Roberto Munro, quien, cuenta Gisela, se quebró muy rápido y confesó el robo y, de paso, la inculpó. Alguna vez tuvo oportunidad de encarar a Roberto Munro en los pasillos del juzgado y preguntarle directamente si realmente había cometido el delito. Dice Gisela con una seguridad pasmosa que el muchacho nunca tuvo el valor de mirarla a los ojos y afirmar, y está convencida aún ahora que él no sustrajo el dinero ni las joyas de la casa de gobierno.

Otra pregunta que queda en el aire: ¿quién fue el o los ladrones?

Sentenciada a cuatro años, la vida en el penal de Huatabampo siguió su curso y Gisela fue adaptándose como pudo. Siempre procuraba estar ocupada en algo para no pensar en la injusticia de la que había sido víctima y ello la consumiera por dentro.

En la cárcel conoció la verdadera solidaridad y la amistad cabal, confiesa. Con las compañeras de Huatabampo, después con las de Hermosillo, adonde fue trasladada año y medio más tarde y permaneció otro tanto. En San Luis Río Colorado, penal en el que estuvo unos cuatros meses, la etapa más dura de su encierro por lo déspotas y prepotentes que eran los funcionarios.

En cada traslado, murmura, temía por su vida; Sonora es muy grande y desaparecer, muy fácil.

Ya instalada en su casa, me asegura que sus verdaderas amigas están dentro, que las de afuera nunca respondieron por ella. De pronto, las extraño, me confiesa.

Negociación, siembra de droga y libertad

El lunes ocho de junio de 2015, el juez que llevaba la causa contra Gisela Peraza, acusada de posesión de droga con fines de venta, la puso en libertad por falta de pruebas. Justo un día después de las elecciones, cuando la derrota del candidato panista a la gubernatura, Javier Gándara, era ya un hecho, cuando la derrota de Guillermo Padrés se había consumado.

La presión social y mediática, esta vez sí, parece que surgió efecto y la segunda injusticia que pensaban perpetrar contra Gisela no prosperó.

Si la primera historia, la del robo en la casa de gobierno, fue escabrosa y kafkiana; la segunda, la de acusar a Gisela Peraza de posesión y venta de sustancias prohibidas en el interior del Cereso el mismo día en que sería liberada por el primer delito, fue burda, torpe, y nos habla de la idea que tiene el actual Gobierno del estado de sí mismo: todopoderoso.

A dos semanas de que llegara su liberación, Gisela fue conducida por una celadora a un cuartito ubicado a la salida del área femenil del Cereso I de Hermosillo. Ahí la dejaron sola con un tal licenciado Andrade, que había descendido de una camioneta estacionada frente al cuartito; en el asiento del piloto estaba sentado Ricardo Ornelas, director del Sistema Penitenciario de Sonora.

El tal Andrade venía de parte del jefe (así dijo, refiriéndose probablemente al gobernador) y a cambio de que, una vez libre, Gisela se fuera al DF, Guadalajara o Mexicali —ésas fueron las opciones— y permaneciera al menos hasta diciembre fuera del estado, podía pedir lo que quisiera.

Cuando la interna quiso saber por qué, Andrade se limitó a decirle que quienes lo enviaban la querían fuera de Sonora al menos seis meses.

De ese tamaño era el miedo de un sistema que se había mostrado demoledor pero que veía cómo temblaban sus cimientos.

Gisela pidió tiempo para pensar su contraoferta. Le dieron un día. Gisela había pasado cuatro años en la cárcel y ya no era esa joven asustada, no le tenía miedo a nada. Gisela consultó a su familia y a su abogado.

Al día siguiente ya sabía lo que quería: cinco millones de pesos, la carta de no antecedentes penales y un documento exculpatorio.

El tal Andrade la tildó de loca, de ambiciosa y de que estaba pidiendo un imposible.

Ustedes son los que quieren negociar, ustedes me dijeron que pidiera lo que quisiera y que me lo darían, lo retó Gisela; eso quiero. La ex niñera del señor gobernador de Sonora ya no era la misma, después de cuatro años en la cárcel, no tenía nada que perder.

El licenciado Andrade llevó la oferta a sus jefes. La respuesta fue retirarlo de la negociación y mandar a otro intermediario, cuyo nombre Gisela desconoce, pero que describe como mucho más agresivo, prepotente y duro.

Este nuevo negociador hizo gala de ostentar mucho más poder que el anterior y le aseguró que no podían darle tanto dinero de golpe. Le prometió que le irían pagando mensualmente y que no le faltaría de nada. Aceptaron que fuera un acompañante con ella a este exilio impuesto (al principio la condición era que se marchara sola).

La propuesta incluía liberarla en la madrugada, sacarla del estado y una vez fuera, le entregarían los documentos y el dinero, 200 mil pesos. Después recibiría más.

Por su parte, Gisela se mantuvo en sus condiciones: cinco millones, los papeles exculpatorios, y todo ello entregado con su familia y abogado como testigos, si no, no había trato.

Atente a las consecuencias, le amenazó el negociador un día antes de su puesta en libertad.

Las consecuencias todos las sabemos. Le sembraron droga, la acusaron de posesión con fines de venta, le abrieron un nuevo juicio y el lunes ocho de junio fue puesta en libertad.

El lunes ocho de junio, un día después de las elecciones, Gisela finalmente quedó en libertad.
El lunes ocho de junio, un día después de las elecciones, Gisela finalmente quedó en libertad.

Bromeamos con que ha sido el juicio más rápido de la historia de Sonora. A las seis de la mañana del día dos de junio encontraban el cristal en su celda, a las nueve de la mañana el Ministerio Público la acusaba formalmente del delito y siete días después un juez desestimaba el caso por falta de pruebas.

Todo un récord.

Gisela puede bromear con esto y con muchas cosas. Insisto, su experiencia la ha convertido en una persona de carácter fuerte, que no se doblegó hace cuatro años ni dos semanas atrás, cuando la maquinaria judicial sonorense, arbitraria y brutal, volvía a tenerla en la mira.

Gisela, de momento, no sabe qué hará; quiere disfrutar de estos días, estar con su familia. Le han dicho que no salga mucho, por si acaso.

La foto final después de la entrevista es la de una familia que sonríe, superviviente, fortalecida.

La foto final de Guillermo Padrés y sus inteligentes consejeros es, seguramente, la del miedo.

Gisela, antes de irme, me pide que les mande un mensaje a su compañeras de cárcel a través de estas líneas: las extraña mucho.

Seguramente ellas también.