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Infanticidios en Sonora

Por Imanol Caneyada/

Pobreza, ignorancia y adicciones: la ecuación del miedo; un recuento del horror y la vergüenza, en tres meses, que sitúa a la entidad como una sociedad cuyo tejido se ha desgastado

En sobremesas, pláticas de café, reuniones familiares; en el trabajo, en la charla vecinal, en la visita al médico, los sonorenses nos preguntamos alarmados por qué este 2013 inició con un número escandaloso de infanticidios.

Apenas se nos está olvidando uno, cuando los medios de comunicación nos presentan otro caso; cada uno más sangriento que el anterior, más escabroso, más difícil de creer, más brutal.

Niños de brazos que mueren a golpes, torturados, vejados en manos de sus padres, padrastros y vecinos, con la complicidad en la mayoría de los casos de las madres. Críos de no más de cuatro años que sufren una muerte inimaginable, causada por aquellos que, en teoría, deberían protegerlos, cuidarlos, amarlos.

El recuento del horror y la vergüenza, en tres meses, nos sitúa como una sociedad cuyo tejido se ha desgastado a tal grado que la violencia parecería el vehículo predominante en la precaria convivencia.

El 18 de enero los periódicos daban cuenta de que en Hermosillo, Francisco Alberto Montes Flores violaba a su hija de ocho años frecuentemente, mientras la madre, Rosalía Enríquez Gutiérrez, filmaba el acto para posteriormente subirlo a una red latinoamericana de pederastia.

El 10 de febrero, en Caborca, un niño de cuatro años fallecía a causa de las lesiones que su padrastro le había causado.

Diez y ocho días después, en Nogales, un infante de dos años moría a causa de los golpes en la cabeza que le habían propinado su padrastro, Jorge Alberto Martell Chávez, y su propia madre, Estefany Cano Suárez.

El dos de marzo, en Sonoyta, Aurelio de Jesús Pérez Rosales quemaba con un encendedor y posteriormente mataba a golpes a su hijastro de un año y ocho meses con la complicidad de la tía del bebé.

La lista dantesca continúa, no nos da descanso, aunque prefiramos olvidarla de inmediato.

El ocho de ese mismo mes, en la capital del estado, Viridiana Clímaco Muñiz acusaba ante la PEI a su esposo, Francisco Medina de Alba, de haber matado a golpes a su hija de un año y medio y de enterrarla en el patio de la casa en noviembre del año anterior.

El marido aceptó los cargos pero señaló a su mujer como cómplice, quien declaró que no había denunciado antes porque el hombre tenía amenazados a sus otros dos hijos.

Nueve días después, en el poblado Miguel Alemán, Eulalia Vázquez Aquino moría a manos de Antonio López Vázquez, vecino de todas las confianzas, quien posteriormente asesinó a los dos hijos menores de la mujer. Cuando trataba de enterrarlos fue sorprendido por la policía municipal.

El 22 de marzo, en San Luis Río Colorado, Miriam Pérez Hernández mataba de una paliza a su hijo de dos años.

Ocho niños víctimas de la violencia irracional de sus mayores en tres meses.

Ocho niños que lo último que vieron en su vida fueron los rostros deformados por la ira de aquellos en quienes más confiaban.

Los sonorenses nos preguntamos por qué, y ante la falta de repuestas, seguimos con nuestras vidas con la sensación de que algo está desmoronándose a nuestro alrededor y no encontramos la manera de pararlo.

Baja escolaridad y pobreza, denominadores comunes

Una vez más, como la explicación a muchos de los males, aparecen las condiciones de miseria en que viven cientos de miles de sonorenses.

Si queremos explicarnos las 14 mil llamadas denunciando violencia intrafamiliar que en estos tres meses del 2013 ha recibido DIF Sonora, tenemos que hablar de la pobreza.

Si queremos arrojar luz sobre los 2,000 menores que en 2012 fueron puestos a disposición de la Procuraduría de la Defensa del Menor y la Familia por sufrir abuso sexual, negligencia, omisión y maltrato físico, es necesario señalar la carencia de los principales satisfactores en la mitad de los hogares sonorenses.

Los sicólogos que estudian el fenómeno de la violencia doméstica, coinciden en que los varones que viven en pobreza sufren un aumento del estrés por una crisis de identidad masculina, presionados por los modelos sociales de masculinidad imperantes.

A este estrés, hay que añadir disparadores como el abuso del alcohol y la drogas, también comunes en los casos de violencia intrafamiliar e infanticidios.

Antonio Irigoyen Coria, integrante del Departamento de Medicina Familiar de la Universidad Nacional Autónoma de México, reflexiona al respecto y dice que aun cuando la violencia intrafamiliar puede presentarse en cualquier nivel socioeconómico, en aquellos donde se agrega la baja escolaridad las posibilidades de que el maltrato emocional, la intimidación, y el abuso físico y sexual se perpetúen o tarde más en resolverse, manifiesta una mayor frecuencia en familias de estratos socio-económicos bajos.

Según los expertos, la pobreza no se refiere solamente a la falta de ingresos económicos, también significa ser vulnerable e incapaz de hacerse oír, carecer de poder y de representación, desventaja que se observa como producto de una instrucción escolar muy reducida. De todos los factores que favorecen el incremento de la pobreza en las comunidades urbanas y rurales, probablemente ninguno tiene mayor peso que la baja escolaridad. Los elevados niveles de deserción y repetición de años escolares aparecen estrechamente vinculados con la pobreza e inequidad. Pertenecer a familias pobres significa para los niños claras desventajas en elementos claves como su permanencia y rendimiento escolar.

Este es un círculo vicioso que durante décadas no han sido capaces de romper ni el gobierno federal ni los gobiernos estatales, por más programas preventivos de relumbrón que lancen las primeras damas del estado, carentes de la preparación necesaria para enfrentar un tema tan complejo.

Por su parte, la organización Save The Children ha señalado hasta el cansancio que una de las causas fundamentales de la violencia contra los niños es que en sociedades como la nuestra no se reconoce a los menores como sujetos de derecho, es decir, que los adultos no somos capaces de ver a los infantes como individuos, como personas, como ciudadanos, sino como objetos de nuestra propiedad.

Pobreza, baja escolaridad, ignorancia, se presentan continuamente entonces en los casos de violencia doméstica, macerados por el abuso de sustancias tóxicas.

En un país con 50 millones de pobres como México, según datos del Banco Mundial, en siete de cada diez hogares se da algún tipo de violencia; el 99% queda impune.

El abuso sexual, el maltrato físico, el infanticidio son las expresiones más grotescas del abuso de poder que, generalmente, los hombres ejercen al interior de sus hogares.

Una de los maltratos que menos se denuncian es el sicológico, que se manifiesta con la simple amenaza de daño físico, secuestro de familiares, abandono, retiro del sustento económico, intimidación mediante la generación de miedo a través de miradas, acciones o gestos; romper objetos personales, maltrato a mascotas, chantaje y mostrar armas por mencionar algunos. Finalmente, la desvalorización que refiere a hacer sentir inferior a la otra persona, culpabilizarla, humillarla, insultarla o someterla.

Más allá de la indignación que puede producirnos estos y otros casos, los organismos y las instituciones que atienden la violencia intrafamiliar insisten en que la denuncia de vecinos, parientes cercanos y ciudadanos en general es fundamental para evitar llegar a los casos extremos relatados al principio.

Culturalmente, en nuestra sociedad, está muy arraigado solapar, justificar o cerrar los ojos ante situaciones de violencia doméstica que pueden estar dándose frente a nuestras narices.

La recomendación de autoridades e instituciones es denunciar ante los primeros síntomas y no esperar a que el daño sea irreparable, a que la muerte llegue a las portadas de los periódicos.

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