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Los libros y los viajes mentales hacia el infinito

Por Iván Ballesteros Rojo

A propósito del día del libro en México, he recorrido tantos países y continentes, tantos planetas y galaxias sin salir de mi biblioteca

Fue Nietzsche el que dijo que la locura era tener una o dos ideas y darles vueltas obsesivamente durante toda la vida. Pienso que así como hay colesterol bueno, también hay locura buena. Una locura que dispara ideas en todas las direcciones. Que nos convierte en seres creativos y, en algunos casos, hasta interesantes. Las ideas nos pueden sacar, literalmente, del hoyo de nuestra propia existencia. Las ideas pueden ayudarnos a tener los viajes más largos y sustanciales alrededor de nuestro escritorio de trabajo. Pueden liberarnos de la anquilosada ruta marcada por la sociedad de consumo. Con las ideas podemos encender una maquinaria que para Einstein era inclusive más necesaria que la inteligencia: la imaginación.

Pero tener ideas no es sencillo. Uno tiene que alimentar la fantasía de estar vivo, darle combustible a la pulsión de muerte, como sugeriría Heidegger. A mis treinta y pico pudo decir que he alimentado a mi fantasía como a un hijo querido. Pero también he alimentado a la razón: esa conciencia del otro y de lo otro. A mis treinta y pico he seguido una de las rutas más alucinantes que pueda emprender un ser humano: la ruta de los libros. Y digo alucinante porque las posibilidades son infinitas.

He vivido una persecución mortal en La Isla del Tesoro de Stevenson. He pescado una pulmonía y una enorme trucha en el río Mississippi con el entrañable Tom Sawyer. He sido condenado a muerte por no sentir nada en el El extranjero de Camus. He abandonado todo entregándome a la ensoñación en Un hombre que duerme de Perec. Me he internado hasta lo más oscuro del hombre y de la selva en El corazón de las tinieblas de Conrad. He tenido charlas subidas de tono con Dios en el Loco Impuro de Calasso. Me he ido de pinta para recorrer Nueva York junto con Holden Couldfield en El guardián entre el centeno. He sentido el horror tras leer la mente de Raskólnikov en Crimen y Castigo de Dostoievski. He viajado combatiendo gigantes y pensando en dulcineas del toboso junto a un caballero desgarbado y un sancho muy panza. He visto a Madam Bovary quedar prendida por la ilusión de la literatura romántica. Me embarqué en la triste travesía de un viejo galero conocido como el Tramp Steamer en una novela de Mutis. Con Alicia tuve una charla ilógica en el país de los sombreros largos. He vivido la historia más terrible de amor que se pueda imaginar un amante en Cumbres Borrascosas de Emile Bronté. Me he perdido en Israel siendo un detective salvaje de mi propia vida en un cuento de Bolaño. He sentido la elasticidad de lo real en Felisberto Hernández, Borges, Edgar Alan Poe, Lovecraft y otra pira de escritores fantásticos.

He recorrido tantas veces el barrio latino en París con la Maga y Oliveira, personajes de Rayuela de Julio Cortázar. Tengo un mapa mental de las calles de Lisboa con Pessoa y todos sus heterónimos. Viví el día eterno del Bloomsday en El Ulises de James Joyce. Con los poetas malditos corté las flores del mal y pasé una temporada en el infierno. Con Bukowsky recorrí todos los hipódromos y cantinas del sur de Estados unidos. Con Carver comprendí cómo la realidad a veces se empaña, se ensucia, se enferma. Con Chejov me subí al tren y me senté al lado de la dama y el perrito. Me quemé con la doble llama de la poesía de Octavio Paz. Con el Marqués de Sade pude vislumbrar el fulgor torcido del deseo humano. Con Murakami he acompañado a múltiples personajes en su soledad multitudinaria, en su visión de nuevas e increíbles dimensiones. Foster Wallace me dejó triste con una broma infinita; García Márquez desolado tras la expiación de una dinastía mágica. Juan Preciado, en Pedro Páramo, me hizo un recorrido por el pueblo de los muertos y los olvidados en el que se ha sembrado nuestra historia mexicana. Me he quedado esperando a los bárbaros en un libro de Coetzee, y estos han llegado destruyéndolo todo. He quedado invidente, como toda la humanidad, en Ensayo sobre la ceguera de Saramago. He disfrutado de las pequeñas montañas en Suiza con Walser, y de la vieja Cuba con Hemingway. He lanzado, junto con Asimov, la última pregunta de los seres humanos hacia el espacio sideral. Todavía nadie ha contestado.

He recorrido tantos países y continentes, tantos planetas y galaxias sin salir de mi biblioteca. Con cada libro hay la posibilidad de vivir, sentir y desaparecer. Con cada libro alimentamos nuestras ideas y enriquecemos nuestra vida, lo que sea que eso signifique. Con cada libro podemos crecer en nuestra mente. Allí donde nadie nos puede parar.

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