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Cómo intentar ser rico en la primera visita a un casino

Por Alberto Maytoren/

Las puertas electrónicas se abrieron de par en par no bien puse mis pies sobre la alfombra. Dentro, un hombre bien vestido me ofreció una canasta de mimbre esbozando una gentil sonrisa, “ponga todos sus artículos metálicos aquí”, dijo. Dada mi inexperiencia (y por el sólo hecho de no querer dejar la canasta vacía), deposité mi celular y mi grabadora, así como algunas monedas sueltas. Una vez que pasé el detector de metales, el hombre bien vestido me entregó mis pertenencias y, con otra sonrisa, me deseó suerte.

Eran las nueve con treinta y dos minutos de la mañana, y el casino ya mostraba una actividad reveladora, sin embargo esta era más bien cautelosa y reservada. Hombres y mujeres entre cuarenta y cincuenta años se encontraban cómodamente sentados mirando con atención hacia las máquinas de lotería; en sus expresiones no aparecían signos de disfrutar o sufrir el juego, sino que se podía percibir un semblante de concentración parecido al que algunos atletas dicen experimentar en situaciones de estrés.

Las máquinas de juego tenían toda clase nombres y motivos diferentes: «Traveling Gnomes» (Gnomos Viajeros), «Secrets of Forest» (Secretos del Bosque), «Unicorn of Magic» (Unicornio de la Magia), «Chinese Beauties» (Bellezas Chinas), entre muchos otros. Sin embargo, fundamentalmente se trataba del mismo juego de sacar hileras con símbolos iguales… aunque claro, uno no descarta que existan diferencias sutiles que me valdrían la amonestación de un jugador más versado por tal observación.

Mientras la única mesa de juegos permanecía desolada, el área de fumadores mostraba mayor actividad. Separada por dos puertas corredizas automatizadas, la sección contaba con el mismo tipo de juegos que el área principal, sin embargo, como era un espacio pequeño, el sonido de las máquinas era más fuerte que el del área común. Grupos de mujeres y hombres se burlaban del desempeño de cada uno, mientras aspiraban el humo de sus cigarrillos y daban sorbos a sus bebidas.

Después de atrincherarme en una esquina del local, observé las máquinas. Inmediatamente me percaté que los juegos no eran tan sencillos como creía. Había tal cantidad de patrones con los que se podía ganar, que uno no podía evitar confundirse… ¿Desde cuándo se volvió anticuado sacar tres casillas iguales? A un lado de la pantalla se podía leer la leyenda «el mal funcionamiento (de la máquina, quiero pensar) anula todos los pagos y sorteos». Salí del lugar.

Durante la tarde decidí jugar. Una asesora me dio las indicaciones necesarias: se tramita una tarjeta con datos que aparecen en la credencial de elector y, por algún motivo, el estado civil del jugador. Después de un breve momento, el plástico queda listo para usarse y se le entrega al cliente. Para jugar, se depositan en caja los créditos que se vayan a apostar y a cambio se recibe un ticket con una serie de dígitos que deberán introducirse en la máquina que el jugador desee.

Tomando en cuenta mi condición como novato y el terror a convertirme en un ludópata, decidí depositar cincuenta insignificantes pesos y esperar lo mejor. Vi una máquina con motivos de la mitología griega y decidí apostar ahí, total, pensé, el resultado sería el mismo en cualquier otra máquina. A continuación, llamé a una de las asistentes de chaleco púrpura, ya que ellas eran las responsables de introducir los dígitos del ticket en la máquina. Una vez terminados los preparativos, estuve listo para librar la más épica lucha de juegos de azar jamás descrita por alguna novela de Dostoyevski o Bukowski; haría del «Ace of Spades» de Mötorhead mi himno de victoria y marcharía triunfante del salón de juegos como Napoleón por el arco del triunfo.

Fueron los cincuenta pesos que más rápido he perdido en mi vida.

No puedo decir que no lo vi venir. Con mi cartera sintiendo un billete menos, al partir del casino, el único sonido que me acompañó fue el de las melodías de las máquinas, que de alegres tonos que te invitan a jugar, se convirtieron en una burlona marcha fúnebre. Incluso sentí las puertas automáticas cerrarse de golpe una vez que me planté fuera y, por un momento, me pregunté si eso sentían todos los que perdían por primera vez, pero al menos la miseria me impedía seguir apostando y eso era una ganancia. Quizás la única.

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