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Reflexiones sobre la pasión de Jesucristo

La intención de la Iglesia es que, en esta Semana Santa, los fieles mediten sobre la Pasión de Jesucristo para alimentar nuestras almas vivos con sentimientos de contrición, de agradecimiento y de amor

Por Mons. Martín Dávila Gándara 

La intención de la Iglesia es que, en esta Semana Santa, los fieles mediten sobre la Pasión de Jesucristo. Nada hay más propio para excitar en nuestras almas vivos sentimientos de contrición, de agradecimiento y de amor.

Las principales consideraciones que podemos hacer sobre este Hecho, comenzando en el huerto de Getsemaní y consumado en el Gólgota, están como resumidas en esta sentencia de San Pedro: “Cristo padeció por nosotros dejándonos ejemplo para que sigáis sus pasos” (I Ped., II, 21). Veamos, pues:

 

¿Quién es el que sufre? Cristo

  1. Jesucristo, a saber, el Hijo de Dios, hecho hombre para salvarnos. Jesús, la inocencia y la misma santidad, el esplendor del Padre, consubstancial e igual a Él, el Rey de la gloria: se abatió y envileció por nosotros hasta soportar los ultrajes y los tormentos más horrorosos, como un malhechor y un criminal…
  2. Es Jesús, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, aquel que dijo hágase y quedaron hechas todas cosas (Salmo XXXII, 9), que sostiene todas las cosas; a Él fue dada la potestad; “aparecerá sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad” para juzgar a los vivos y a los muertos… (Mat., XXIV, 30). En aquel día los judíos y todos los malvados “Volverán ojos hacia Aquel a quien traspasaron” (Juan, XIX, 37).
  3. Es Jesús infinitamente bueno y liberal; “Pasando por todas partes derramando beneficios”, asistiendo a los miserables, librando a los posesos, consolando a los afligidos. ¿Y cuál fue la gratitud de los hombres? Le levantaron en un patíbulo.
  4. Es Jesús, “que nos amó hasta el fin”, y que la víspera de su muerte nos dejó un supremo y divino testimonio de amor instituyendo el sacramento de la Eucaristía, como compendio de sus maravillas y eterno memorial de su sacrificio voluntario, aunque ya de antemano conocía las frialdades, las ingratitudes, los ultrajes, los sacrilegios con que se le pagaría esta inmolación y este amor.

 

Lo que sufre: padeció

  1. Sufrimientos universales, porque sufrió: a) En sus bienes, despojado de todo, y desnudo en la cruz…; en su honra: ultrajes, bofetadas, salivazos, etc…; en su reputación: tratado como rebelde, perturbador, sedicioso, malhechor, blasfemo, seductor; condenado a muerte y clavado en cruz como un criminal y como dice Isaías: “fue contado entre los facinerosos” (Isa., LIII,12).
  2. En sus sentidos exteriores: en su cabeza coronada de espinas, en su boca abrevada con hiel y vinagre, en sus ojos, sus oídos…, en todo su cuerpo, desgarrado por los azotes y bañado en sangre, abrumado bajo el peso de la cruz y finalmente clavado en ella, con inauditos dolores: dice Isaías: “Desde la planta de los pies hasta la cabeza, no queda en él nada sano” (Isa., I, 6).
  3. En su alma: temores, angustias, tristeza mortal en vista de las ofensas hechas a Dios, de nuestra ingratitud, de la inutilidad de sus sufrimientos para un tan grande número, abandono interior y exterior.
  4. Sufrimientos excesivos, más crueles que todos los de los Mártires juntos, y tanto más vivos cuanto mayor era la delicadeza de su carne y la excelencia de su alma.
  5. Sufrimientos que tuvieron por medida la grandeza de su amor a los hombres y el conocimiento que Él tenía de la muchedumbre y gravedad de nuestros pecados, y de la injuria infinita hecha a Dios. En una palabra, fue el “hombre de dolores” por excelencia, y todo eso, lo repito, por amor nuestro.

 

¿Por quién sufre? Por nosotros

 

  1. Por todos y por cada uno de nosotros; por todos los hombres, por los judíos y los gentiles, por los mismos que lo clavaron en la cruz, por los pecadores de todos los tiempos y de todos los países…; por los indignos, los ingratos, que rechazan su yugo y prefieren el yugo de Satanás; por criaturas siempre en rebelión contra su Creador. Una gota de sangre de Jesucristo hubiera bastado para el rescate de millones de mundos, y Él derramó hasta la última gota. Y, sin embargo, la virtud de esta sangre derramada resultará inútil para una gran multitud de hombres, por causa de su malicia y de su negligencia… He aquí lo que hacía llorar de dolor al compasivo San Francisco de Asís: “Mi Salvador sufrió tanto por nosotros, escribía él, ¡y nadie piensa en esto!”.
  2. Jesús sufrió por todos en general, pero sufrió también por cada uno en particular: Y como dice San Pablo: “vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó por mí” (Gal., II,20).

Nuestros nombres están escritos en su Corazón, conocía detalladamente los pecados y miserias de cada uno de nosotros; y ofrecía todos los dolores por nuestros pecados de orgullo, de odio, de impureza, de injusticia. Cristo Jesús, exclama el Apóstol, “Vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el primero soy yo” (I Tim., I, 15)

 

¿Por qué fin y cómo sufre?

Sufre con amor inmenso por su Padre, para glorificarlo, y por nosotros para salvarnos y enseñarnos la práctica de todas las virtudes.

  1. Amor por su Padre. Con su Pasión, repara todas las injurias que le habían hecho nuestros pecados, aplaca su justa cólera. Además, dada la excelencia de la víctima, esta inmolación procura a Dios la gloria infinita que le es debida y que sólo el Hijo de Dios podía tributarle.

De ahí la plegaria cotidiana y universal de la Iglesia, ofreciendo el sacrificio incruento de nuestros altares: “Por el Mismo, y con el Mismo, y en el Mismo es dado a ti Dios Padre… Todo honor y toda gloria”.

  1. Amor por nosotros. Toma sobre Sí la pena que merecían nuestros pecados; los expía con el sacrificio de su vida, y obtiene para nosotros el perdón y la salvación: así como dice San Pablo: “Más donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom., V, 20). “Oh Dios! Que de modo admirable creaste la dignidad de la naturaleza humana, y de modo más admirable la restauraste”.
  2. Además, nos dio ejemplo de todas las virtudes. ¡Veamos a qué estado de pobreza y de desnudez se redujo por nosotros el Señor del mundo! De esto debemos aprender a despegarnos de todas las cosas terrenas.

Consideremos su humildad y su obediencia; comparemos lo que Él es por naturaleza con aquello en lo que, por amor nuestro, se convierte en Getsemaní, ante Pilato y Herodes, entre las manos de sus verdugos.

“Él, cual siendo su naturaleza la de Dios, se despojó así mismo, tomado la forma de siervo, hecho semejante a los hombres. Y hallándose en la condición de hombre. Se humillo a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz”(Fil., II, 6-8).

Debe Aprender el hombre pecador, siendo “polvo y ceniza!, a humillarse, a mirarse como el último de los hombres, a doblegar su voluntad rebelde y a someterse a la autoridad de Dios y sus representantes.

¿Qué decir de su paciencia? Él es “como un manso cordero, que ni siquiera abre su boca” para quejarse… Aprendamos de Él a soportarlo todo: cruces, pruebas, enfermedades, reveses, persecuciones, sin quejas ni murmuraciones.

Veamos su mansedumbre, su bondad, su caridad: procura atraer a Judas con sus afables palabras…, ora por sus verdugos…, perdona al Buen Ladrón, nos legó a su Santísima Madre.

Aprendamos de Él a perdonar a nuestros enemigos, a hacer bien a todos, hasta nuestro último suspiro.

Por último, nos dice San Próspero, “el brebaje de inmortalidad que el Redentor compuso con nuestra enfermedad y su divina virtud, posee un poder de medicamento universal; pero no cura sino a los que lo beben”.

No temamos acercarnos a tomar de este brebaje regenerador, es decir, subir a la cruz con Jesús, nuestro sostén y nuestra fuerza, y vivir desde ahora sólo para Él: Como dice San Pablo: “Si por todos murió, es para que los vivos no viva ya para sí mismos, sino para Aquél que por ellos murió y resucitó” (II, Cor., V, 15). Demos gracias a Nuestro Salvador por su amor y sus beneficios, y devolvámosle amor por amor.

Sepamos perdonar como Él perdonó.

Quiera Dios Nuestro Señor que estas reflexiones sirvan para vivir de la mejor manera estos días los más santos de nuestra religión, y que siembren la semilla de amor a Dios, en sus corazones y de los cuales puedan fluir frutos de buenas y abundantes obras y que a su tiempo también de frutos de solida virtud, la perseverancia y la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.