DestacadaGeneral

El adiós del estadio Héctor Espino González: Entre la tristeza y la incertidumbre

Por Iván Ballesteros Rojo/

En 1972 fue inaugurado el “Coloso del Choyal”. Cuatro años después, y como homenaje al más grande pelotero que ha tenido el equipo de béisbol de Hermosillo, Los Naranjeros, se le rebautizó con el nombre de Héctor Espino González. La estatua del jonronero está allí, en la entrada del recinto, como dando un jonrón más, un jonrón petrificado en el tiempo.

El pasado domingo seis de enero, día de Reyes, fue la última tarde que se encendieron las lámparas del estadio para iluminar otro partido del equipo local. Un equipo que si bien es el que más campeonatos ostenta en la Liga Mexicana del Pacífico, esta temporada dio la impresión de estar apagado, dormido. Algunos aficionados se refieren a una maldición que ha caído sobre los Naranjeros por cambiar de casa. Un hogar que los vio coronarse 15 inviernos y que ha sido cede de seis Series del Caribe. Un lugar enclavado en una zona popular de Hermosillo, tras la colonia Pimentel y a un lado del Choyal. A unos pasos de donde inicia el barrio del Sahuaro. Un estadio que el día de su despedida sin gloria, lucía hermoso y repleto.

15 mil aficionados, algunos de cepa que están con el equipo en las buenas y en las malas, y otros ocasionales que simplemente quisimos ser parte de la historia. Siempre podremos decir que estuvimos en el último partido que jugaron los Naranjeros en el Héctor Espino. Que estuvimos en esa estrepitosa derrota de a manos de los Tomateros de Culiacán 7-2. En el final de una barrida de serie humillante. Podremos decir que comimos cacahuates mientras veíamos el campo verdísimo llenos de esperanza y que después, al ir avanzando las entradas, nos quedaron pobres certezas sobre un equipo que se murió de nada en la cancha. Nosotros que nos reímos con las ocurrencias de aficionados bulliciosos que toman el juego como una sesión con el psiquiatra. Que fuimos testigos de lo grosero y racista que puede ser una multitud que se refugia en el anonimato de las masas. Que sentimos la magia, la tradición y los colores de un estadio que apagó unas candilejas que no sabemos si se volverán a encender para otro partido del único equipo, y del único espectáculo deportivo, que ha funcionado por más de 40 años en la capital de Sonora.

Hubo los aficionados que terminado el juego se lanzaron al campo para arrancar césped y llevarse en recipientes la tierra del sagrado diamante. Hubo los que se llevaron las almohadillas de primera y segunda. Quien esto escribe observó cómo las autoridades del estadio detuvieron a un chico que ya se iba con el home a su casa.

Preguntado entre los que revisan los boletos y los que realizan quinielas y rifas. Entre los que venden quesadillas y salchichas. Entre los que cuidan los carros y los accesos al estadio. Entre los que venden cervezas, refrescos y duros. Entre los dependientes de las tiendas donde se venden gorras y jerseys sobre cuál será el futuro inmediato de sus negocios y empleos; algunos respondieron que ya están amarrados para irse a trabajar al nuevo Estadio Sonora en la Serie del Caribe, como los viejos policías auxiliares y cadeneros. Otros, los vendedores de comida y refrescos, dicen no saber qué pasará con sus trabajos. “Las autoridades nos han dicho que se sentarán a platicar con nosotros una vez que termine la temporada para los Naranjeros”, lo cual ya ha sucedido.

Unas 200 personas laboran en el exterior e interior del estadio. Todos buscan mudarse, junto con el equipo, a realizar su trabajo al nuevo estadio. Un veterano guardia que vigila la entrada a los palcos, que se niega a darme su nombre, comenta: “Nadie parece estar triste. Yo estoy aquí desde que se abrió el estadio. Para mí es un día muy triste. Con los Naranjeros ya nada será la mismo”.

Una despedida poco honrosa para un estadio que fue testigo de tantas hazañas. Quizá un poco contagiado por la nostalgia de aquel viejo guardia, y recordando días de la infancia que asistía al Héctor Espino con mi padre y mis tíos, también siento una enorme pena cuando soy testigo de cómo empiezan a apagar las luces, que iluminaban tres barrios, del Héctor Espino.

Leave a Response