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2015: en rescate de la democracia y de la institución presidencial

Por Jesús Susarrey/

El paradigma de la gobernabilidad exige el mantenimiento del Estado de derecho; la gestión eficaz de la economía; índices crecientes de bienestar social; orden político; y estabilidad institucional. No todo, o poco de ello, está presente. Los retos para la presidencia de Enrique Peña Nieto en el año que inicia han sido ya reseñados. Malestar ciudadano, crisis económica y conflictos políticos son ingredientes comunes.

Los signos son de una crisis sistémica con consecuencias que van más allá del complicado escenario para el ejecutivo federal. La inestabilidad de su proyecto de gobierno puede ser por impericia en el manejo de los instrumentos del poder o por fuerzas desestabilizadores, pero es innegable que se asienta también en tensiones acumuladas. La historia nacional muestra que los periodos de inestabilidad y desequilibrio, mal procesados pueden mutar a situaciones indeseables. No se trata del simplismo de que si la va mal al presidente le va mal a méxico. Se trata de la continuidad nuestras instituciones democráticas como vía para la convivencia social. Del mecanismo que trasciende la voluntad individual e impone propósitos colectivos.

30 años de desaciertos e ineficacia

Es difícil argumentar que las políticas públicas han sido exitosas cuando en las últimas tres décadas el promedio de crecimiento económico ronda en el 2%; el número de pobres en 50 millones; la confianza ciudadana en la democracia es de sólo el 37%, en la sociedad política el 25%; y, el 66% considera que la ley se respeta poco o nada. La lista de agravios a la sociedad es extensa. Inseguridad, impunidad, abusos de poder, desigualdad, injusticia, son algunos de ellos. En su mensaje inicial, la presidencia de Enrique Peña Nieto señaló una serie de medidas para atenderlos. Las promesas simplemente no se han cumplido y la relación entre la sociedad política y la sociedad civil se ha tensado. Muestra escepticismo y reclamo por falta de resultados. Los contrapoderes que prevé el diseño democrático: el poder Legislativo y el Judicial; los partidos políticos, así como, la corresponsabilidad de los tres niveles de gobierno que supone el federalismo, han sido ineficaces para evitar el lamentable mapa de hoy.

La legitimidad es deficitaria en todos los poderes. No sólo la presidencia de la República luce desacreditada. La eficacia del Congreso federal y los de los estados para tutelar el interés general y moderar a los poderes ejecutivos está en entredicho. Pocos son los gobiernos municipales y estatales con un grado de satisfacción ciudadana aceptable y el poder judicial, no obstante la autonomía e imparcialidad lograda en los últimos años, es cuestionado por algunos de sus laudos, por la lentitud de sus procesos y su falta de iniciativa. La percepción mayoritaria es que los tribunales estatales siguen siendo controlados por los gobernadores. El recuento parece exagerado y quizá lo sea, pero no se puede negar que la evaluación de la relación de las autoridades públicas con la ciudadanía al día de hoy apunta es esa dirección.

¿Crisis recurrentes o crisis continua?

Si una acepción de crisis es que es una situación social inestable y peligrosa,  anteceden al actual gobierno federal etapas complicadas en las tres últimas décadas. Crisis económicas en 1982, 1988, 1994, 2001, 2004, 2009, 2014 anunció una más. La inestabilidad política ha sido una constante. Su reseña es interminable. Asesinatos políticos, escándalos de corrupción, proclamas guerrilleras, denuncias de fraude electoral, abusos de poder, parálisis institucional. Ha habido de todo excepto descanso. La alternancia panista suponía el fin de las calamidades con el asentamiento de la democracia liberal y una nueva forma de ejercer el poder. Sabemos que eso no ocurrió. El desánimo panista y su ineficacia para conducir la transición fue evidente.

Esos fueron los referentes y el contexto en que inició la presidencia de Enrique Peña Nieto. El arranque fue alentador, fue reconocido su ímpetu reformista y su pericia para lograr los acuerdos políticos necesarios y darle funcionalidad a la democracia. Al mismo tiempo, se advirtió la necesidad de atender las demandas inmediatas, del respeto a la legalidad y de detener la impunidad y los abusos del poder. El trazo de la ruta transformadora requería insistir en la suma de consensos y exigía una actitud responsable de todas las fuerzas políticas, los poderes y niveles de gobierno. Las advertencias no parece que hayan sido escuchadas. Inconsistencias y errores estratégicos, la respuesta es compleja, pero diversos eventos acumulados terminaron por minar la volátil legitimidad lograda. La concurrencia de la improbidad de un alcalde, de la irresponsabilidad de un partido y de la impunidad con la que opera el crimen organizado en Guerrero fue el detonante.

Después de la incomprensible tardanza en la atención del conflicto de Ayotzinapa, precedido por el de la masacre de Tlatlaya y otros desaciertos, el presidente Enrique Peña Nieto ha sido cuestionado a tal extremo que se le responsabilizada de los crímenes y hay quienes han pedido su renuncia. Sin la bonanza económica anunciada, sin el cumplimiento de las promesas de seguridad y de bienestar social —en mal momento— surgen también las denuncias sobre posibles conflictos de interés en torno a propiedades que involucran al Ejecutivo federal y a su secretario de Hacienda. Inoportunas, porque las sospechas de ilegalidad debilitaron más la credibilidad gubernamental justamente cuando nuestra democracia requiere de los consensos políticos y sociales necesarios para asentar con firmeza el Estado de derecho —el gran pendiente de la transición democrática— y combatir, ley en mano, la inseguridad, los abusos del poder y las resistencias a las transformaciones constitucionales.

Es motivo de celebración que el ambiente de libertades en México permita la crítica y las expresiones de inconformidad. Las pulsión liberal aboga por la vigilancia y la calificación de los poderes establecidos, por permitir toda opinión, aún de las desmesuradas y equívocas. Se trata de exigir su adecuado ejercicio. Que el presidente de la República pueda ser cuestionado por su desempeño y se le exija rendir cuentas de sus actos, es y debe ser parte del paisaje de libertades políticas. Sin embargo eso no exime al resto de los actores. En democracia, el poder se deposita en un compuesto institucional que asigna funciones y responsabilidades a todos. El republicanismo lo divide para su ejercicio compartido.

No se puede ignorar que las crónicas registran despropósitos y posturas que nada abonan al interés general. Algunos por desinformación o desconocimiento de la dinámica democrática y, otros por su falta de aprecio por ella. Lo cierto es que más que lucha política parece linchamiento público. Los actos violentos de los autodenominados anarquistas y los disturbios de la disidencia magisterial en Oaxaca y Guerrero son algunos de ellos. Otro, es la postura simplista y maniquea de partidos  y fracciones parlamentarias que se niegan a asumir su responsabilidad política y pretenden que el Ejecutivo pague el costo de políticas acordadas y aprobadas conjuntamente, como la reforma fiscal y la energética. Qué decir de la tibia explicación y la postura del PRD por la selección del alcalde de Iguala, entre otros desatinos. Cobijados en legítimas demandas y la indignación ciudadana, esa sí muy justificada, se alejan de los recursos de la democracia liberal y siguen la lógica de la anti política, la del interés electoral y del individual. Lo cierto es que enturbian el aire fresco con el que las movilizaciones de protesta y la queja ciudadana oxigenan a la política democrática.

La responsabilidad compartida

Precisemos que salir en defensa de las instituciones, no es sumarse a la retórica oficial, ni justificar inconsistencias. Que la protesta ciudadana sea aprovechada para actos vandálicos que reivindican a la ideología anarquista —que llama a la supresión del Estado— y que fuerzas políticas y poderes exhiban falta de compromiso con los valores republicanos no es un asunto menor. Caracteriza a una situación crítica cuyo epicentro es la propia sociedad política y sólo de ella pueden surgir las soluciones. No cederá descalificando o abandonando a su suerte a uno de los tres poderes. Menos suplantando al interés común que conlleva el quehacer político por el interés particular. La plataforma política y legislativa de los partidos y de todos los poderes debe priorizar la defensa y el cuidado del Estado y su modelo de convivencia, no consentir el delito y el debilitamiento institucional.

La plataforma política y legislativa de los partidos y de todos los poderes debe priorizar la defensa y el cuidado del Estado.  
La plataforma política y legislativa de los partidos y de todos los poderes debe priorizar la defensa y el cuidado del Estado.

Si lo que ha impedido canalizar y estabilizar el reclamo ciudadano es la debilidad de la intermediación y de la representación política que son funciones de los partidos políticos y de las legislaturas, es paradójico que pongan oídos sordos mientras la crítica se concentra en el Ejecutivo. El silencio es la respuesta de los gobiernos estatales en donde la inseguridad y los agravios alcanzan niveles alarmantes. El gobierno federal, el congreso de la unión y los partidos, fueron advertidos de los riesgos de procesar las reformas sin los consensos necesarios; de la vulnerabilidad del pacto por México; de los inconvenientes de la reforma fiscal; de la urgencia de eficientar los mecanismos anticorrupción, la inoperancia de la estrategia de seguridad y de la infiltración del crimen organizado en las instituciones públicas, sobre todo a nivel municipal y estatal. No hay tema en los que la opinión pública no haya anticipado riesgos. Poco se objetó el programa de gobierno, el tema fue su ejecución.

Es evidente que el enfoque estratégico ha sido equivocado. El de todos, no sólo el de la Presidencia. Con la humildad que produce liderazgos morales, debieran retomar con más vigor la exigencia liberal de ceñir a la ley el ejercicio de los poderes públicos, sin excepción. El pensamiento político prescribe que combinando legitimidad y un ejercicio eficaz de los poderes, es posible la retroalimentación exitosa de democracia y gobernabilidad. Si el paradigma plantea acuerdos básicos entre las élites con consenso de mayorías ciudadanas, más que una reedición del limitado Pacto por México, debiera pensarse en un verdadero pacto que abandone los privilegios partidistas y garantice la representación de todo el cuerpo social. La solución parece ir más allá de la hipótesis de los intereses lastimados por las reformas como lo expusieron miembros clave del gabinete. Desde luego que tiene algo de sustento, pero luce insuficiente. “No se requieren héroes, se requieren instituciones”, expresó con agudeza el experimentado diputado Manlio Fabio Beltrones al explicar la modernización del presidencialismo.

Perder el miedo al desacuerdo y a la resistencia es inherente a la libertad, activa la iniciativa política. Sin maniqueísmos, con mesura, despidamos al interés oligárquico y demos la bienvenida al interés general. Si el ajuste al modelo económico es la divisa mayoritaria, habrá que debatirlo. Si la exigencia es la rendición de cuentas y  la responsabilidad política, que se asuman. La deliberación sobre los intereses que se desean agregar, es el enfoque que lleva a lo posible. Pero para ello se requieren instituciones. Esa construcción social que trasciende a las voluntades individuales y que no tiene dueño.

Las críticas a la presidencia de Enrique Peña Nieto seguirán en el 2015, no es un despropósito, pero sí lo es la irresponsabilidad política que consiente que fantasmas como la anarquía, el autoritarismo y la revuelta civil, sean invocados por quienes desean la ruptura y desprecian el procedimiento democrático para exigir la vigencia del Estado de derecho.