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Así era Emiliana de Zubeldía

(Segunda Parte)

Toda ella, música y poesía. Los recuerdos de Marina Ruiz

Por Héctor Rodríguez Espinoza

II. A VEINTE AÑOS DE SU MUERTE. Marina Ruiz.- El año 2007 se dedicó a la memoria de Emiliana de Zubeldía. Se cumplió el vigésimo aniversario de su muerte y, por coincidencia, me fue solicitado un trabajo sobre su trayectoria, para el Congreso Anual sobre los Vascos que se celebra en Guipúzcoa, España.

(Debo decir que acepté el encargo, porque creí que era sencillo escribir sobre la amiga y maestra, después de tantos años de conocerla. Pero sentada ante el teclado, el de la computadora, claro, no sabía por dónde empezar. ¿De cuál Emiliana escribiría?, ¿de la maestra estricta que deseaba contagiar a todos su pasión musical?, ¿de la compositora que todavía nos depara muchas sorpresas, conforme los alumnos de Sonora vayan develando lo que, por modestia, guardó en sus arcones?, ¿de la increíble mujer, una fuerza de voluntad viva que salió airosa y fortificada de todas las tristezas y desalientos, porque en su vocabulario nunca entró la palabra derrota?, ¿de la amiga afectuosa que bromeaba con mis hijos y con la que compartí grandes ratos de amenidad y sabiduría?

Finalmente, redacté un trabajo muy subjetivo, convencida de que, con sus diferentes facetas, Emiliana de Zubeldía era una mujer de una pieza.

¿Por qué vino y arraigó en Sonora? ¿Qué extraños y fuertes lazos la ataron a nuestra tierra, para hacerla abandonar un prestigio y una posición de privilegio en el mundo de la música? Sus presentaciones en el extranjero como pianista, compositora y directora de orquesta (algo inusitado en una mujer, aun en nuestros días), generaron una abundante crítica, tan elogiosa donde quiera que se presentó, que aumentan el misterio que rodea su voluntaria renuncia al gran mundo de la música. 

Mis padres la conocieron en la ciudad de México. Ella nos recibió cuando llegamos a Hermosillo. Estaba aquí desde 1948, invitada por el rector de la Universidad, don Manuel Quiroz Martínez, para fundar y organizar la Escuela de Música. La corta estancia planeada se convirtió en un período que duró hasta su muerte, fin de una larga y fructífera vida iniciada en Navarra, su tierra vasca, siempre presente en su corazón y en su música.

Nació en Salinas de Oro, un pueblecito cercano a Pamplona. Con su vivísima sensibilidad, Emiliana evocaba, en el paisaje de Sonora, las áridas planicies de su tierra natal. En el carácter del sonorense, rasgos cercanos a los de sus vascos, y aún al suyo propio. Quizá todo esto contribuyó a que anclara su azarosa vida en estas regiones.

Decía que “A los cinco años toqué por primera vez en público, sin sentir ninguna vergüenza ni temor”. Cumplidos los 17, termina sus estudios en el Real Conservatorio de Música de Madrid, y se inscribe en la Schola Cantorum, de París. Fueron sus maestros los compositores Vincent D’indi, Dèsiré Pâque y, sobre todo, Blanche Selva, de quien adoptó la técnica musical

En 1909 empiezan sus giras y compone “Esquisses d’un apress midi basque”. Bajo el seudónimo de Emily Bydwealth, compone varias piezas, magníficamente acogidas; y, en adelante sus giras se multiplican. En 1929 llega a Cuba, donde dirige su poema sinfónico “Euzkadi”, con la Orquesta Filarmónica de la Habana. En Sao Paolo, compone “Berceuse de palmeras en Brasil” y recorre Uruguay y Argentina. En Buenos Aires dirige el coro de la ciudad.

1930 es un año crucial para Emiliana: conoce en Nueva York al maestro Augusto Novaro, un talentoso creador dedicado, desde muy joven, a la investigación acústica y matemática de la música. El sistema de Novaro le interesa vivamente y acepta una oferta para trabajar con él en México. De allí a Sonora, solo median algunos años en los que compone con la nueva técnica. Pequeñas pistas, recogidas a lo largo de muchos años de amistad, me autorizan a deducir que buscó entre nosotros la tranquilidad y la paz, que valoraba tanto, después de vivir el clima de envidias y resentimientos del ambiente artístico de la capital, sobre todo por su destacada posición como colaboradora y amiga de la familia Novaro.

Sé de seguro que ella rompía, definitivamente, con todo lo que turbara su espíritu y procuraba sacarlo de su vida. Deseo de todo corazón, que dentro de las dificultades y problemas de la cotidianeidad, haya encontrado lo que entre nosotros buscó…

Con una energía envidiable, que nos dejaba agotados a sus asistentes y colaboradores, organizó varias temporadas de conciertos y trajo a Hermosillo los mejor de la música en México. Como buena vasca, creó el Coro de la Universidad, que fue una de sus mayores satisfacciones.

Una desafortunada caída la dejó por mucho tiempo en silla de ruedas. Fue necesario internarla en una institución que contara con servicio médico permanente. Era ya imposible que viviera sola. Aún allí, hasta unos días antes de su muerte, en 1987, siguió dirigiendo los ensayos y las actividades del coro, con el auxilio de la soprano Imelda Moya y el pianista y director de coros David Camalich, dos de sus más destacados alumnos. Los ensayos del coro eran una fiesta para los internos de la casa de retiro San Vicente.

En el Musikaste de 1991, la semana musical de Rentería, Guipúzcoa, fue declarada “La más importante compositora de Euzkadi”. Todos, alumnos y amigos, nos alegramos con esta distinción, pero a la vez nos entristeció que hubiera muerto sin saber que su tierra vasca la consideraba una de sus hijas distinguidas. Yo la imaginé, recibiendo ese galardón, con la mezcla de asombro, modestia y pudor que le era tan característica. Su timidez ante los homenajes la habría hecho protestar, pero en el fondo, su corazoncito se habría alegrado.

Los villancicos navideños

En la infancia tenemos, al menos yo tenía, la sensación de que el tiempo pasa demasiado lentamente. Entre una Navidad y la siguiente intuía la eternidad.

Ahora no voy ni a la mitad de mis buenos propósitos del Año Nuevo pasado y ya tengo que hacer los de este.

Las vacaciones “grandes” coincidían, en mi niñez, con la época navideña. Había tiempo de redactar, con limpieza y buena letra, la carta a los Reyes Magos, meditada durante todo un año interminable. Porque en mi casa, lo que se usaba eran los Reyes: “Si no te comes las verduras no te traerán nada los Reyes, y si no te portas bien, tampoco”.

Mis tíos de Puebla pasaban la temporada de fin de año en mi casa. Mis tíos de Puebla no eran mis tíos. Una amistad entrañable unía a mi madre y a mi tía María. Eso era suficiente para hermanarlas y emparentar las familias.

Siempre venían cargados de regalos y de los variadísimos dulces que produce la artesanía poblana. Su llegada era una fiesta.

Mis “primos” eran gemelos: una niña y un niño. Que fueran un año menores que yo completaba la plenitud de la temporada. Mi hermana, demasiado pequeña, se movía a nuestro alrededor participando apenas del juego. Yo, la mayor, la conocedora del terreno, era la líder.

Casi desde su llegada a México, los refugiados españoles regionalizaron la emigración. Fundaron centros de reunión como el Valenciano, el Andalúz o el Vasco. Y uno que los reunía a todos: El Centro Republicano Español.

Al Centro Vasco nos llevaban todas las tardes a mis primos y a mí. Ensayábamos bailes regionales y villancicos para la fiesta que se organizaba cada fin de año. Sospecho que la fiesta era idea de los padres. Mientras ensayábamos, se deshacían de nosotros por un buen rato.

Quizá mi gusto por los villancicos se deba a ese placentero recuerdo infantil. Es una costumbre que hasta hace algunos años no estaba muy arraigada en nuestra región. Si no me equivoco, en Hermosillo sólo Emiliana de Zubeldía presentaba un concierto navideño, que era ya tradicional, y que afortunadamente sigue presentando su coro.

Seguramente para Emiliana el concierto navideño no era una presentación más. En su tierra vasca es una de las costumbres más celosamente guardadas. Grupos de todas las edades recorren las calles y suben a los caseríos, siempre encaramados en las faldas de los montes, cantando esas pequeñas cancioncillas ingenuas que anuncian la Navidad. Ya se sabe que en cuanto se juntan tres vascos forman un coro.

En comparación con los “nacimientos”, que aparecen desde el siglo XIII, la música popular, la cantada por “villanos” o habitantes de la villa, los “villancicos”, nace relativamente tarde. Fue necesario que lograran colarse en la liturgia latina las lenguas cotidianas de aldeanos y campesinos, cuando algunos maestros de capilla empiezan a introducir cantos en lenguas “vulgares” para conmemorar algunas festividades religiosas.

Una investigación hecha en el País Vasco, permitió recoger cerca de setenta villancicos en vascuence, o bilingües español-vasco que datan del siglo XVII, localizados en los archivos de diversos santuarios y conventos. El material se editó hace un año, aproximadamente, como parte de los festejos por la Bodas de Plata de la Coral Andra Mari, de Rentería, ciudad donde Emiliana fue declarada “La compositora más importante de Euzcadi”, en el “Musicaste”, o Semana Musical de 1991.

Diciembre 9 de 2007.