Héctor Rodriguez Espinoza

El primer centenario del 6 de abril de 1957, cuando “Caborca se cubrió de gloria”

Por Héctor Rodríguez Espinoza

I.- Los pasajes más dignos de esos años 50s están ligados a los estudios de música en la Banda universitaria. Además de obtener 100 en la asignatura, la exención en Educación física y la dispensa de los $320.00 pesos anuales de colegiatura y $20.00 que aumentó a $50.00 pesos mensuales. ¡Qué locos de contentos regresábamos a casa, después de ensayos, silbando la tonadilla de El barbero de Sevilla, de Rossinni;  Carmen, de Bizet o La Barcarola de Los Cuentos de Hoffman, de Offenbach!

II.- Aquellas giras culturales. Mi primera gira, integrado a la Banda grande —después del examen, ejecución de Himnos Universitario y Nacional— fue a Caborca, actos organizados, por el Gobierno del Estado de Álvaro Obregón Tapia y el H. Ayuntamiento, para celebrar el 1° centenario de la gesta del 6 de abril de 1857. Encabezamos el desfile cívico y militar por la calle principal, rematándolo en el Templo histórico donde se desarrolló la defensa de la soberanía. (El episodio lo relata mi fino amigo Juan Antonio Ruibal Corella, en su clásico Y Caborca se cubrió de gloria. Su Ayuntamiento inmortalizó su nombre al asignárselo a la calle en donde se erige el sitio). Participamos, frente al Templo, interpretamos la Obertura Fra Diábolo, de Franz Von Suppé. Tuve por costumbre guardar, en el estuche de mi trompeta, los programas en que participábamos, material de mi libro inédito Mayor Isauro Sánchez Pérez, Universitario Sonorense Representativo.

El orador fue el Lic. César Tapia Quijada, mi profesor de Derecho Civil III, culto político cananeense, exsecretario de gobierno y cuyo nombre honra una de las tres aulas magnas del departamento de Derecho de nuestra alma mater. Le escuchamos conceptuosa pieza histórica, digna de compartir:

III.- DISCURSO DEL CENTENARIO, DE CÉSAR TAPIA QUIJADA

“Distinguidas autoridades civiles y militares. Respetable auditorio:

Al llegar a los ávidos oídos de los conquistadores el eufónico nombre de Sonora, conversión al castellano del ópata «Sonotl» con que se designa a la hoja de maíz o musicalización en la dulce lengua indígena de la palabra «Señora», con que los naturales invocaban a la virgen, aquel sugerente sustantivo empuja las puertas siempre fáciles de la fantasía y se transforma en un mensaje legendario y promisor; Sonora: zona-áurea, zona de oro, tierra del porvenir en donde acaso surgieran, como oasis milagrosos, en medio de la agreste inclemencia del desierto, las ciudades fabulosas del reino de Quivira, de riqueza y espIendor imponderables. Seducido por los ardientes relatos de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y del incansable peregrino Fray Marcos de Niza, insatisfecha el ansia de rescatar incógnitos tesoros, de profanar exóticos imperios y de aprisionar en la pupila aventurera y romántica nuevos y lejanos panoramas, el español emprende la marcha hacia el Noroeste.

Don Diego de Guzmán, sobrino del fiero conquistador de la Nueva Galicia, parte del valle de Culiacán el 4 de julio de 1533. El 30 de agosto cruza el Río Mayo y en los primeros días de octubre llega a las invioladas riveras del Yaqui. Atraviesa un pueblo recién abandonado, y a poco andar, en un llano río abajo, sale a su encuentro una compacta partida de aborígenes. En la cintura, la breve manta de algodón. Los pies, firmes y duros, dentro de la tosca piel de los huaraches. Y en los brazos y piernas, cascabeleando al agitarse, mil sonajas monorrítmicas. Arrojan al aire puñados de tierra en señal de desafío, ensayan contorsiones y visajes y mueven con violencia, al son de los primitivos atabales, las lanzas y macanas. De pronto, el bélico bullicio se interrumpe y uno de aquellos hombres, ataviado con fastuoso penacho de plumas multicolores, que al reflejo de los rayos matinales semeja un arco iris reclinado sobre la espalda morena y musculosa, se adelanta. Llega hasta unos cuantos pasos de la cabalgadura del jefe de expedicionarios. Plantándose arrogante, traza una línea sobre el suelo y en gesto magnífico, dobla reverente la rodilla y deposita un beso sobre la tierra venerada de sus antepasados. Se yergue y con ademán firme y solemne, extendiendo la diestra hacia el sur, señala a los intrusos el camino de regreso.

Tan hermosa escena, digna de la más gallarda de las epopeyas, merecía figurar, como emblema luminoso, en el escudo de nuestra provincia, grabarse como un símbolo, en el alma de cada sonorense… Porque no constituye solamente una página de grata evocación, perdida entre los polvorientos anales de la historia, sino verdadera síntesis, recia alegoría de ese pasado en el que no una sino incontables veces, frente a los traidores y los descastados, a los indecisos y los indiferentes, se ha plantado el sonorense, mexicano auténtico, para indicar al temerario invasor el camino de regreso, oponer su pecho a las pérfidas balas del filibustero, enfrentarse a la tiranía y proclamar, con voz unísona y viril, como hoy lo hace desde el atrio de este Templo Venerable, que Sonora vive orgulloso de su presente, que es de trabajo constructivo y tenaz: que tiene fe en su juventud laboriosa e idealista; que sabrá cumplir como Guía y Baluarte de la Patria, si así se lo demanda su destino, como en la época de la conquista, como en Guaymas lo hizo frente a las huestes ilusas del Conde Raousset de Boulbón y en esta Heroica Ciudad frente a las hordas altaneras de Enrique Crabb; como en los tormentosos tiempos de la Intervención y del Imperio, cuando las gloriosas espadas de Pesqueira y de García Morales trazaron, en lucha contra el francés, relámpagos eternos y cuando al reclamo de las justicieras inquietudes revolucionarias, sus hijos abandonaron otra vez la brega cotidiana, para formar aguerridos batallones del ejército invicto del General Obregón.

La guerra del 47 significó para México el inicuo despojo de más de la mitad de su desangrado territorio y, paradójicamente, como si un hado caprichoso se empeñara en burlarse de nuestro destino, apenas salidas del dominio nacional las comarcas amputadas por el filo artero de las bayonetas, la Alta California ofrece al mundo sus vetas de riqueza inverosímil; miles de inmigrantes acuden atraídos por el imán de la codicia y la locura del oro logra en unos meses, lo que en tres siglos no había podido realizar el empeño de monarcas y virreyes. Aún no termina el vencido de sepultar a sus muertos y se acumulan sobre la línea fronteriza terribles amenazas. Los desplazados del festín californiano, hambrientos de tierra y de botín, restiran el mutilado mapa de la Patria.

Vuelven a resonar, como hienas, los gritos de los ambiciosos. Y nuestro país, torpemente conducido por la administración santanista, debilitado por incesantes luchas intestinas, vive sus momentos más difíciles y dramáticos. Pero los grandes pueblos, como los grandes espíritus, poseen el don divino de la resurrección y en instantes en que la Nación se acercaba al borde del sepulcro, tocó a Sonora, en inmortal 13 de julio, haber visto tender el vuelo majestuoso a las águilas indomeñables de la estirpe. El Patriota se puso en pie y empuñó el asta de su vieja bandera. El soldado bisoño arrimó su hombro adolescente al del heroico veterano y entre las salvas de un pelotón de fusilamiento, se hundió en las profundidades del Golfo de Cortés el trágico espejismo de un imperio. Más al escapar del paredón los cómplices del Conde, quedaron abiertas las puertas de la tentación para nuevas empresas y el drama porteño de Guaymas, tuvo que epilogarse, viril y drásticamente, en la triunfal acción de armas de Caborca.

El filibusterismo es hijo ilegítimo del bandolerismo internacional. Su lema no es el acatamiento a la fuerza augusta del derecho, sino la práctica brutal del derecho de la fuerza. Henry A. Crabb, prototipo de buscadores de fortuna, trunca su carrera política para confabularse con grupo despreciable de traidores y al frente de un ejército de aventureros norteamericanos, esgrimiendo consabidos argumentos con que acostumbran disfrazarse los atentados incalificables, se lanza a la conquista de Sonora. Desde Sonoita cruza la frontera, dirige al Prefecto de Altar una nota, cuya insolencia no logra ocultar el temor que sentía hacia las justas represalias de los sonorenses: «No he venido a ofender a nadie…. No nos trae una intriga pública ni privada… Desde mi llegada no he dado indicios de planes siniestros…; es verdad que estoy bien provisto de armas y municiones….Tenga usted cuidado, señor, porque cualquier cosa que tengamos que sufrir, la venganza caerá sobre la cabeza de usted y la de aquellos que le ayuden…». El General Don Ignacio Pesqueira, Gobernante patriota, recoge, en vibrante proclama el desafío:

«SONORENSES LIBRES: Ha sonado la hora que os había anunciado… Habéis oído en esa arrogante carta la más explícita declaración de guerra pronunciada en contra nuestra por el jefe de los invasores. ¿Qué respuesta merece? La de marchar a encontrarlo. Volvemos pues, a castigar con todo el furor que apenas puede contenerse en un corazón preñado de encono contra la opresión, al salvaje filibustero que ha osado en mala hora pisar al territorio nacional y provocar ¡insensato! nuestra saña… Muy pronto volveremos llenos de gloria después de haber asegurado para siempre la prosperidad de Sonora y consagrado en indelebles letras, a despecho de la tiranía, este principio: «EL PUEBLO QUE QUIERE SER LIBRE LO SERÁ». ¡Mueran los filibusteros! ¡VIVA MÉXICO!».

Mientras se alistan los batallones voluntarios y se movilizan los de la Guardia Nacional, corre a marchas forzadas el Capitán Lorenzo Rodríguez, dispuesto a contener al invasor. Primero de abril. ¡Ya se acercan los filibusteros! El antiguo templo brinda refugio a las familias caborquenses. ¡Satura el ambiente la angustia del peligro! Salen los Patriotas, con el entusiasmo que da la posesión de la justicia y decisión que arranca de la conciencia del deber. A la vanguardia, a paso de epopeya, como puñado de centauros, avanza grupo de jinetes. Y al advertir al enemigo, parapetado estratégicamente, en arranque de hombría, se adelanta el Capitán Rodríguez y le demanda rendición. La respuesta es el seco latigazo de una descarga y surge, como en lance homérico, el esforzado y leal Capitán Zúñiga, quien rescata, entre el polvo y la humareda de la lucha, el cuerpo agonizante del Primer Héroe de la defensa de Caborca.

El señero edificio que erigieran en la otrora Misión del siempre venerado Padre Kino, los industriosos frailes franciscanos, se transforma en fortaleza de defensores de la Patria. Ansioso de precipitar el desenlace, Crabb concibe el vandálico pensamiento de volar con un barril de pólvora el ala del convento que ocupan mujeres y niños. Sale de su madriguera a la cabeza de un pelotón de secuaces. Avanzan, arrastrándose como reptiles; encienden la mecha y despiadados se aprestan a impulsar el terrible proyectil. Pero como si la mano de la Providencia velara por las vidas inocentes refugiadas, tres de los asaltantes ruedan sin vida y el cabecilla, herido, retrocede: cuando la pólvora está por estallar, la llama detiene su carrera, oscila por un instante y se apaga milagrosamente.

Transcurren los primeros días del mes. La batalla continúa, sin ceder en fiereza y mientras el Capitán Don Bernardo Zúñiga estrecha el asedio, van presentándose contingentes de auxilio. Están aquí, junto a los bravos permanentes y los intrépidos dragones presidiales, los arrojados soldados de la Guardia Nacional y valientes voluntarios. Tuapes y Bavispes. Cucurpes y Altarenses. Osados hijos de Caborca y Pitiquito. Denodados sonorenses de toda la frontera y del centro y sur de la provincia ofrecen a la República, para renovar sus glorias, alimentar su resurrección y salvar su dignidad, el holocausto generoso de sus vidas.

El día cinco en la mañana llega el comandante Don Hilario Gabilondo. Después se incorpora y asume el mando el coronel Don José María Girón. Y al sexto día de combate, se preparan los batallones para el ataque decisivo. Inesperadamente, siete flechas surcan el espacio, describiendo parábolas de fuego y sin más derramamiento de sangre mexicana, un oscuro indio pápago reclama en justicia el título de vencedor del soberbio Henry A. Crabb. Él merece un sitio de honor en la memoria, al lado de los denodados combatientes. Su imagen de flechador se dibuja enhiesto bajo el cielo tranquilo del Caborca y al evocar su hazaña todos los Corazones se conmueven. Juan Francisco Javier: ¡Con tu viril presencia indígena; con tu arco victorioso, con la bizarría milenaria de tu raza, desde hace cien primaveras y por la eternidad de los tiempos, la Patria te consagra Centinela Inconmovible del Desierto!

A la media noche, la voz de Gabilondo exige a los supervivientes rendición incondicional. Transcurren instantes de emocionada espera y por fin, detrás de una bandera blanca comienzan a desfilar, de entre las ruinas, rostros marcados con el amargo rictus de la derrota. Al más joven lo indulta la magnanimidad del comandante.

El siete de abril, frente a piquetes de ejecución, cincuenta y ocho prisioneros se derrumban. Otra partida, capturada el día nueve, paga también el precio de su audacia. ¡Y Caborca se convierte en la tumba del último filibustero! Podemos repetir, con certera frase de algún historiador: La túnica de la Patria se había roto y había qué coserla: por aguja, la espada; por hilo, la sangre. Por defender la integridad del territorio nacional, conservar incólume la tradición de patriotismo de los ciudadanos sonorenses salvar la honra de las mujeres y la vida de los niños, el respeto a los sagrados derechos de los débiles, mantener inmaculados los hermosísimos colores de nuestra bandera incomparable, por nuestra tierra bendita y cielo azul y nuestra sacrosanta libertad, sin la cual no hay alegría, ni justicia, ni progreso. ¡Por el honor de México!

Por todo eso combatió en este lugar hace cien años el pueblo de Sonora. Heroicos hijos de la República que sucumbisteis en cumplimiento del más santo y elevado de los deberes: Capitán Don Lorenzo Rodríguez. Sargento Primero Concepción Mazón. Soldados: Mariano Carmelo, Manuel Santacruz, José María Leyvas, Jesús Castillo, José Hüsacamea, Víctor Conde, Jesús Terrazas, Ignacio Rico, Dolores Buitimea, Gabriel Chávez, Gabriel Jabonero, Francisco Neblina, José Pedro Ortiz, Tomas Romero, Ramón Soto, Claudio Figueroa, José María Martínez, Simón Camou, José María Valenzuela, Manuel E. García. Ramón Esquer, Pedro Gastelum, Jesús Anima, Santiago Anima, Francisco Riesgo, Rafael Germán… ¡DESCANSAD EN PAZ! ¡Vuestros cuerpos han germinado! ¡Vuestro ejemplo ha sido Ley!

Se acabaron tiempos de la pesadilla y barbarie. En estas regiones, que incitaban con su abandono la codicia del filibustero y que pertenecían a inflexible vida del desierto, cruzan hoy raudos los ferrocarriles, se extienden carreteras; surgen colonias, los pueblos acrecientan ventajas de civilización y las ciudades parecen cristalizar el milagro que soñaran los viejos conquistadores españoles. Sobre los pilares de este ayer, que si algo tuvo de grande, se debió al heroísmo de nuestros ancestros, levantamos el presente que ha de convertirse en pedestal de porvenir mejor. Sonora, como en míticos tiempos, despertará en lejanos lugares ideas de bienestar y progreso; su nombre sugerirá prosperidad; las preciosas simientes que sembraron nuestros héroes se han transformado en árbol frondoso, en ala protectora, a cuya sombra vivimos entregados a la batalla del trabajo y hemos aprendido que el esfuerzo leal y honrado es la única fuente de riqueza que no se agota, el único filón de donde se arranca el oro que no corrompe, la única actividad que purifica y ennoblece y que para merecer llamarnos orgullosamente mexicanos, debemos ser infatigables arquitectos de la grandeza de la Patria y celosos guardianes de su dignidad. ¡Descansad en Paz, Héroes afortunados! ¡VUESTRA SANGRE HA SIDO FECUNDA!”. IV.- FIN. Lamentablemente —clase política mayormente mediocre, salvo honrosas excepciones— ya no se leen libros como los del notario público Lic. Juan Antonio Ruibal Corella, ni se escuchan discursos ni oradores como don César Tapia Quijada, ¡¿verdad?!