Héctor Rodriguez Espinoza

Los cinco segundos en la película Catch 22

¿Por qué, después de 52 años, nuestra orgullosa ciudad capital dejó de contar con su propia Banda de Música? ¡Enorme bache cultural!

 Por Héctor Rodríguez Espinoza

Evocaciones. Ya egresado de la Universidad y graduado de Abogado (1968), recibía invitaciones del Mayor Isauro Sánchez Pérez, al través de mis hermanos menores Mario y Josefina -quienes habían seguido la tradición familiar iniciada por Luis (+), trombonista de excelencia y tocaban el saxofón tenor y el clarinete, respectivamente, en la Banda de Música-, para reforzarlos en audiciones o giras especiales, dominaba todo el repertorio.

Una de esas ocasiones históricas fue cuando el Rector Federico Sotelo Ortiz recibió la petición de la Paramount Pictures que filmaba, en la playa Los algodones, San Carlos Nuevo Guaymas, la película Catch 22 (Trampa 22).

Basada en una novela de Joseph Heller, fue concebida en la pequeña isla de Pianosa, mar Mediterráneo, a doce kilómetros al sur de la isla de Elba. Se desarrolla durante los últimos meses de la 2° Guerra Mundial y se centra en una escuadrilla americana de bombarderos. El Coronel Cathcart, su jefe, ambiciona ser ascendido a General y no encuentra mejor medio que el de proponer a sus hombres para realizar todas las misiones peligrosas. La evolución psicológica del piloto Yosarian refleja la intención del autor, aguda crítica de un patriotismo mal entendido, que exige sacrificios inadmisibles.

Actuaban, entre otros, Orson Welles, Anthony Perkins, Alan Arkin y Paula Prentis. Se trataba de conformar una Banda de música grande, por lo que se optó por integrarla invitando a la Banda Municipal de Hermosillo. (¡¿Por qué, después de 52 años, nuestra orgullosa ciudad capital dejó de contar con su propia Banda de Música?!)

Cualquiera podrá imaginar lo que ambas agrupaciones nos sentíamos al ser tomados en cuenta para tan serio compromiso, pudiendo los productores traer, desde Hollywood, una Banda sinfónica de las mejores del mundo. (No sabíamos las razones e intenciones, que relataré.)

Fuimos trasladados en el modesto autobús de la Universidad a Guaymas, instalados en un hotelito regular donde, inclusive, celosos de nuestro compromiso y para deleite de los turistas clase medieros que se hospedaban, después de los diarios y exhaustivos ensayos de desfile y de ejecución  de la Marcha The stars and stripes for ever (Barras y estrellas por siempre), del famoso compositor John Philiph Sousa, todavía el Mayor nos ponía a ensayar otras piezas, para la embocadura de (y para una) película.

Pasamos una semana de ir y venir, diariamente por las mañanas, al set de la filmación en la playa, una bien simulada base aérea de los países aliados, en un puerto italiano durante dicha guerra, con cañones antiaéreos camuflados, una pista de aterrizaje con una pila de aviones y bombarderos, deliciosa evocación visual de nuestra infancia, llena de lecturas de Frentes de guerra, de El halcón negro y del programa televisivo Combate, estelarizada por Vic Morrow y su ¡Andando…! Todo dentro de la silenciosa invasión cultural del norte, que recibimos desde la edad más temprana.

Pero cuando los asistentes del director del film, después de repartirnos los uniformes de caqui y cascos militares blancos, nos explicaron de qué se trataba nuestra participación, nos sentimos bien “ahuitados”: la gran Banda ciertamente tomaría parte en una escena de condecoración final, encabezando un desfile de cientos de soldados (extras de Empalme, Guaymas, ejidatarios y desempleados de los alrededores, que tenían meses practicando el un-dos, un-dos,…), a lo largo de la pista aérea, filmada desde un helicóptero. Pero como director de la Banda y encabezando la majestuosa parada, ya en la película, no participaría ninguno de nuestros dos directores, el Mayor ni el Profesor Ignacio M. Bibriesca, de la Municipal (director fundador de nuestra Banda).

La híbrida Banda fue encabezada por un actor anglosajón, alto, robusto, altivo, lleno su pecho de pelo y condecoraciones, de kepí con su penacho y portando en su mano derecha -que balanceaba fachosamente hacia arriba y hacia abajo, con el ritmo marcial- un gran bastón forrado de listones multicolores. Entendimos, sin aceptarlo moralmente, que las razones eran la tercera edad de ambos y sobre todo en el caso de nuestro Mayor, su pinta de indígena zapoteca puro, que rebotaba con el script cinematográfico (¡oprobiosa discriminación!).

Tengo grabada la imagen de su rostro semi lloroso, pegado a la malla que separaba las áreas de servicio de la locación de filmaciones, viéndonos disponernos a las grabaciones de una de las repetidas escenas, pero suplantado por una persona ajena y sin ningún mérito. ¡Y cómo no iba a estar triste, si era la primera y única vez que sus discípulos tocarían sin la conducción de su mano firme, morena y paternal!

A pesar de tal situación, Don Isauro -con el respetuoso acuerdo del Profesor Bribiesca, quien reconoció la superior calidad artística y pedagógica de su colega- fue el responsable de dirigir las sesiones de ensayo de cerca de sesenta músicos de todas las edades, hasta lograr una ejecución aceptable, antes de cada una de las decenas de filmaciones tomadas por el helicóptero.

Una de tantas ocasiones que ensayabamos la Marcha, los técnicos nos indicaron que iban a grabarla en audio, nos esmeramos en lograr la mejor de nuestras interpretaciones. Siempre creímos que lo que les interesaba era, no la música de una Banda tan esforzada pero finalmente improvisada, sino solamente el conjunto visual en su desplazamiento por la pista aérea; pero que, para la edición final iban a usar -con el play back-, la grabación profesional y en estudio exprofeso de una Banda sinfónica, especializada en música para películas. Pero jamás nos dijeron ni nos imaginamos sus verdaderas intenciones. De ellas -y de otras tantas decepciones supervinientes, dicen los abogados-, nos dimos dando cuenta hasta cuando, pasados los años, la ansiada película se estrenó en Hermosillo.

En el Cine Nacional, domingo por la tarde, vistiendo nuestras mejores galas, muchos bandistas que supimos de la proyección, nos dimos cita en las escaleras de acceso, esperando se abriera la puerta para la tanda de las 16 hrs., aprovechamos para recrear tantas y tan intensas aventuras e incidentes chuscos, quitándonos la palabra, fantocheando ante miradas divertidas y envidiosas de nuestros acompañantes y demás mirones. Apenas abierta la puerta, entramos en tropel a la sala, nos situamos en los mejores asientos, nos surtimos de esquite y sodas y nos dispusimos a ver nuestra Banda de Música. Era difundida por primera vez, y con ella a sus galanazos y vanidosos estudiantes, supuestamente proyectados de cuerpo y rostro entero, al través del mejor cine del mundo, ya la película estaba exhibiéndose en las pantallas de las salas cinematográficas de uno y otro continentes.

La cinta transcurrió normalmente, argumento divertido, más bien una sátira de la guerra terminada en el 45, las tropas instaladas en la villa italiana estaban fastidiadas de combatir. Alegaban locura, pero para los psiquiatras sólo una persona cuerda puede invocarla, ¡esa era la trampa, la trampa 22!

Pasadas casi las dos horas normales de las películas, nos percatamos de que no llegaba el momento estelar de nuestro relevante papel; y ansiosos, comiéndonos hasta el cartón de las palomitas.

Llega la escena final, debajo de la torre de control de la pista aérea se desarrolla la condecoración de oficiales; y sí, filmada la ceremonia de allá a lo lejos, pero muuuy a lontananza desde el helicóptero, en cinemascope y en technicolor aparece, en escena de no más de cinco segundos, una apenas visible serpiente humana formada por los cientos de soldados desfilando en el asfalto y encabezados -eso sí- por nuestra Banda de música: seis trombones de vara al frente, los  trompetas, los saxores, los saxofones, los clarinetes, las flautas, el flautín picolo, las tubas y, en la retaguardia, la batería -redoblantes, bombos, timbales y platillos-, marcandonos el paso. ¡Treinta ensayos para un suspiro de cinco méndigos segundos!

Pero lo que me hizo caerme para atrás fue descubrir que: ¡la música de fondo de la escena era la que nosotros habíamos grabado, al aire libre, en aparato de carrete abierto, en uno de tantos ensayos! Todo lo contrario a lo que nos imaginamos siempre. Sin embargo comprendí que, siendo una especie de parodia del conflicto bélico en la que su propósito era simbolizar la disminución de lo solemne en todas y cada una de las situaciones, la música de una Banda que sonaba bien “a secas”, era precisamente el efecto deseado por los realizadores.

¡Y nosotros que lo tomamos siempre tan en serio! Pero, ¡cómo nos fotografiamos y divertimos!

Como la nuestra era una Banda de estudiantes, no profesionales e impedidos para recibir honorarios, la Rectoría obtuvo, a cambio, un lote de uniformes con quepi, siempre tan necesitados y la Institución tardaba mucho tiempo en dotarnos. Paramount Pictures cumplió y un buen día el Mayor me mandó el mío a casa con mi hermana Josefina, quien con mi hermano Mario había participado en tan maravillosa aventura. Nunca lo estrené, café con botones dorados y franjas blancas, por no serme posible seguir en la Banda, por guardarlo de recuerdo y por el aumento de mi talla, peso y volumen, una vez que me hube convertido en un próspero litigante en Cd. Obregón… Pero esta es ya otra historia.

(Tomado del libro 1956. Evocaciones de un universitario, Héctor Rodríguez Espinoza. 2017.)