Héctor Rodriguez Espinoza

Octubre, Siglo XVI aridoamericano y culturas en conflicto

Arribo de Cristóbal Colón al “nuevo mundo”.

Las diferencias entre las conquistas genocidas “a fuerza de vara y castigo” de Mesoamérica y la evangelización pacífica “por la persuasión y la fe” de nuestra Aridoamérica, constituyen premisa fundamental para la comprensión y crítica de la génesis de las variadas culturas de México

Por Héctor Rodríguez Espinoza

  1. OCTUBRE es un motivo para refrescar nuestras raíces espirituales, comprender nuestro carácter mestizo y trasmitirlo a la juventud —sobre todo a la universitaria—, tan ayuna de revalorar el pasado de aquellos nuestros ancestros que quisieron heredarnos milenarias tradiciones, valores y orgullo, que trasciendan lo efímero.
  2. Al releer el material del conjunto de bien elaboradas ponencias ex profeso para el Simposio “Kino: pasado y futuro” en 1987, que promovió el culto Notario Juan Antonio Ruibal Corella, no pude evitar recrear y reflexionar dos ámbitos íntimamente vinculados: la efímera celebración de un evento circunscrito a un día y dos comunidades de la antigua Pimería alta, y la eterna presencia de una pléyade de hombres del evangelio medieval que sembraron una fe y un modo de convivencia y de producción de bienes y servicios, personificada en el citado Venerable jesuita trentino.

Para quienes, sea desde la erudición académica o —como mi caso— desde la afición, curiosidad y deleite, hemos hurgado en las profundidades ignotas o escasamente documentadas del devenir de nuestra particular y diferenciada cultura aridoamericana, no nos resulta ajena la objeción —no pocas veces crítica o peyorativa— respecto a la religiosidad o religionización de la civilización y cultura del noroeste de México.

Para entender, en lo posible y en su justa dimensión, el fenómeno del contacto de los europeos con los indígenas naturales aridoamericanos, es imprescindible partir del —y comprender al— siglo XVI, en el cual el espíritu desplegó, con vigorosa energía, su poderosa actividad, ora pacífica, ora belicosa. Díganlo si no las reformas y revoluciones que afloraron en lo religioso, lo político, lo social, lo literario y lo científico. Y, en la coyuntura, el descubrimiento para los europeos -y conquista- de espacios geográficos y conglomerados humanos, como sucedió en nuestra América, fatalmente cautivos para recibir la simiente de un credo religioso y de un modo de producción de bienes y servicios todavía vigente, en lo esencial. Es por esto que, a este siglo, se le califica como el más notable de los periodos en la historia del espíritu humano.

Las diferencias entre las conquistas “a fuerza de vara y castigo” y genocidios de Mesoamérica y la evangelización pacífica “por la persuasión y la fe” de nuestra Aridoamérica, constituyen premisa fundamental para la comprensión y crítica de la génesis de las variadas culturas de México, hacia el interior y el exterior de nuestras fronteras.

Me explico: los clásicos filósofos y ensayistas de la cultura y psicología de México y del mexicano, como Justo Sierra, Samuel Ramos, Octavio Paz, Carlos Fuentes —los más preclaros y universales—, se refieren a la cultura y psicología de México y del mexicano, pero considerando nuestra nación como un todo monolítico y al mexicano como una persona nacida del mismo molde civilizatorio. Y ello no fue así.

El mexicano que ellos han analizado es el hijo de español e indígena del centro y sur del país, el mestizo de Mesoamérica de principios del siglo XVI, el que ha vivido en la altiplanicie. Que yo sepa, ninguno de esos tan notables escritores habían pisado la ardiente tierra del noroeste ni habían demostrado que hubieren abrevado y metabolizado —intelectualmente— la antigua, reciente y rica bibliografía histórico-cultural de nuestra región, del mestizo de Aridoamérica de mediados del siglo XVII. Un siglo y cuarto de diferencia. De ahí la importancia de perseverar en este otro redescubrimiento, el del sui generis origen e identidad cultural del noroeste, como integrante del abigarrado mosaico nacional.

Sea lo que fuere, este fue el marco histórico cultural en el que, sea para bien o para mal, delante, al lado o atrás de los soldados españoles —peninsulares o criollos—, como un alter ego, estuvo la presencia de los religiosos, de las Órdenes de la Compañía de Jesús o Jesuitas y de los Franciscanos. Muchos de ellos mártires de la colonización y evangelización del noroeste de México y del suroeste de Estados Unidos. El hito constituyó una de las expansiones religiosas más significativas en el para ellos el nuevo mundo.

III.- Volviendo a leer las páginas de mi libro “Búsquedas Itinerantes. Ensayos y artículos sobre la realidad cultural del noroeste”, edición de autor, 1995, recreo mis lecturas, meditaciones y dictados –desde modesto cubículo del incipiente, hoy robusto y respetable Colegio de Sonora- para desahogar mi necesidad filosófica de saber y deber pedagógico de enseñar a mis discípulos, alumnos y lectores.

La publicación es una antología –género literario de mi predilección- de textos que originalmente publiqué en El Imparcial y que, no por “viejos”, dejan de cobran vigencia. Dígalo si no el artículo a que me refiero y comparto, publicado el 12 de octubre de 1992:

IV.- “LA AMÉRICA NUESTRA: 1492-1992. Avance de la ciencia vs. Cargo de conciencia.

Ningún americano bien nacido podría abstraerse de la trascendencia de recordar la fecha en que España, Portugal y la Santa Sede, por conducto del simbólico Cristóbal Colón, iniciaron uno de los sucesos más decisivos de la humanidad: el encuentro y dominio de la civilización europea sobre la indígena, violación y parto doloroso, suavizado apenas por el humanismo cristiano de las Órdenes que sembraron la fecunda semilla del Evangelio, del que devino nuestro mestizaje.

No es el caso dar cauce al torrente de tinta derramada, desde las impresiones del primer europeo que pasó por estas tierras, hasta la impresa hoy 12 de octubre de 1992 en que, en la prensa de América y de Europa, se alude al acaecimiento y a sus disímbolos juicios, absoluciones y santificaciones, condenas y ejecuciones. Si acaso me sentiría con el derecho de aportar algunas reflexiones:

La ancestral pobreza extrema de los ocho millones de indígenas -10 de la población-, constituye para México un pesado cargo de conciencia y aun económico, así como un contra jalón para acceder al siglo XXI. Es cierto que cuando se trata de una disputa sobre el desarrollo y consecuencias de un hecho histórico de tal magnitud, resulta necesario asumir un compromiso con una de las dos posiciones: celebrarlo como una bendición, o recordarlo como una tragedia.

A las dos corrientes les asisten motivos y parte de la razón. Pero si queremos ser objetivos, rindámonos ante la evidencia: existen bibliotecas enteras a favor de la hispanidad y cristianización del encuentro, y otras tantas en contra.

La corriente festiva privilegia el trasplante de las semillas del cristianismo, la lengua castellana, la filosofía humanista, el arte renacentista, el sistema jurídico-económico capitalista; en fin, una lógica y escala de valores que ha rendido frutos agridulces en las sociedades del subcontinente, que se traducen en un desarrollo incipiente y tardío.

La corriente contraria refleja el lamento de los indígenas que sobreviven en las cuevas de la modernidad -de Alaska, Tarahumaras en Chihuahus, a la Patagonia- y el de quienes, solidariamente, sostienen una lucha preñada de resistencia, hasta los que consideran que se trató de un genocidio imposible de borrar, a cambio de un modelo de producción y distribución de la riqueza injusto y antievangélico: deuda externa, inflación, desempleo, militarización, epidemias, hambrunas, analfabetismo, corrupción… y muerte. Todo ello impune.

Reconozcamos a cada posición, la porción de motivos y razón para sostener su batalla y divulgar sus teorías para interpretar y transformar la realidad que nos rodea.

Por lo demás, no es válido rumiar, eternamente, la forma en que tocó, a los originarios habitantes de este nuevo mundo y a las generaciones sometidas durante la Colonia, arrastrar las cadenas de un yugo, trauma que podría anclarnos en el pasado y evitar alzar el vuelo, al que estamos destinados en el reino de este mundo.

Los historiadores profesionales del noroeste han demostrado las diferencias en cuanto a época, métodos y protagonistas de la conquista y colonización de este septentrión árido americano. A lo largo de casi dos decenas de simposios de historia regional y en suficientes volúmenes, han demandado a los investigadores del resto del país leer las historias del suroeste de Estados Unidos y del noroeste de México, para desmesoamericanizar el pasado de nuestro ámbito.

La conquista se inició aquí hasta 1610, un siglo después que en Mesoamérica; la penetración fue una seducción religiosa y no una cruel violación; y los coprotagonistas de esta atípica génesis cultural fueron los indígenas y los jesuitas, a los que todavía hoy evocamos en la fachada de una iglesia, en la armonía de una cruz, en la fraternidad de una Ultima Cena o en el melodioso tañer de una campana. Pero esto no aparece en las visiones centralistas de los eruditos de la historia nacional.

Resolvamos el cinco veces centenario rezago de la educación para el desarrollo de nuestros millones de indígenas, legal y legítimamente sucesores de los propietarios originales de este continente.

Después de la vida, la salud y la libertad, la educación es la llave para abrir el candado de las enmohecidas cadenas de la ignorancia y miseria extrema, que les impidió acceder a los más elementales bienes y servicios a que tenían derecho. No es concebible que, en 500 años, prácticamente ningún indígena sonorense haya cursado un grado universitario, ya no digo un posgrado de excelencia avalado por el Conacyt. En nuestra región, divulguemos hacia adentro y hacia afuera de nuestras fronteras culturales, las diferencias esenciales y las de grado -no contradictorias- de nuestra historia, respecto a la de Mesoamérica (del río Panuco hacia el Sur), y sigamos construyendo la patria, sin abdicar de nuestra identidad indo hispana, ante los vientos huracanados de un culturalmente forzado tratado comercial con la otra América, la que no es nuestra.

Asumiendo, entre muchas otras, la corresponsabilidad de dar a los marginados por razones raciales lo que les pertenece; la de darle sentido práctico a la discusión; y la de diferenciar nuestra atípica génesis civilizatoria, sería una digna contribución al movimiento universal de recordar los últimos cinco siglos de evolución desigual y combinada, de la humanidad”.