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Caso “Viuda Negra”, la Miss México asesina absuelta en juicio popular

Por Héctor Rodríguez Espinoza

El fin del jurado popular en México. Como lo ha estudiado Aurelio de los Reyes, gracias a los casos de estas mujeres uxoricidas —término legal de la época— es posible evidenciar que el olor a pólvora aún se respiraba en el ambiente e, implícitamente, se promovía la idea de solucionar los problemas con arma en mano, un modo cotidiano de andar por la vida. El uniforme militar, las armas, los generales y soldados eran elementos cotidianos; se convivía con ellos, gobernaban y, más aún, las armas y uniformes militares se anunciaban por doquier para usarlos.

13 María Teresa LandaLos casos de Magdalena Jurado, Alicia Olvera, Luz González, María del Pilar Moreno y Nydia Camargo Rubín fueron muy conocidos. De casi todas se hicieron películas, con ellas como actrices principales. Dentro de ciertos límites es comprensible tal actitud: la mujer estaba ante un Estado posrevolucionario, modernizador, no sólo laico, sino en plena guerra interna con la Iglesia católica, la más poderosa del país por siglos. Las conductas, la moral trastocada junto con los frenos moralistas de siglos, se diluían a la luz de los nuevos acontecimientos. Un claro ejemplo de la moral craqueada es la declaración de uno de los amantes de la auto viuda Magdalena Jurado al decir, no sin cierto cinismo: «Yo tengo un disgusto con Martínez, al que tengo que matar porque hace daño. Voy a matar a éste y lo enterraré en el sótano y encima de éste a otro […] para eso estamos en revolución».

Las «uxoricidas» tuvieron varias cosas en común: provenían de una clase social media baja o baja; no eran mujeres preparadas, la mayoría sin estudios terminados; muchas habían realizado trabajos diversos, «propios de su sexo», para encontrar un sustento frente a las dificultades económicas de la época, de escasos recursos y grandes dificultades de supervivencia. Por lo que se sabe de los juicios, la mayor parte de ellas sufrían de abuso físico y emocional, que se reproducía desde su infancia y juventud. Fueron engañadas, maltratadas y vejadas constantemente por uno, varios o aquel que acabó en el panteón. El último recurso para terminar con el abuso fue el asesinato de su agresor.

Se llevó a cada una a juicio popular, pues desde 1919 el presidente Venustiano Carranza había instaurado los juicios de esa índole, en los que un jurado insaculado de 12 personas debía decidir su suerte.

Si bien el divorcio se había instituido en el código civil también en 1919 con el presidente Carranza, las mujeres lo veían como una manera de degradarse, de quedar fuera del cerco social y familiar que las acogía, eran pocas las que lo admitían como una salida a un mal matrimonio, a un engaño, a la infidelidad o el deshonor, actitud comprensible porque las formas sociales de la época apenas estaban en construcción; sin embargo, aún faltaba mucho por entender en los caminos de la negociación y los acuerdos socialmente aceptables para enfrentar los términos de una nueva vida laboral, social, doméstica y familiar.

En medio de esa riqueza constructiva se hallaban las «uxoricidas» con sus culpas a cuestas y sus razones por delante.

Antecedentes

Gabriela Cano, Profesora-investigadora de la UAM, nos ofrece los antecedentes:

Los concursos de belleza son rituales de la cultura contemporánea tan controvertidos como perdurables. Son noticia, espectáculo televisivo, fuente de escándalo y objeto de críticas bien fundadas.

Desde los años 70, el feminismo ha señalado que fomentan la noción de que la juventud y el atractivo físico son las principales cualidades de las mujeres, además de promover una noción racista y convencional de su belleza.

Fueron blanco preferido de la crítica feminista desde la emblemática protesta de 1968, cuando durante el concurso Miss América llamaron la atención de los medios al tirar cosméticos y zapatos de tacón alto —»instrumentos de tortura cotidiana»— a un gigantesco bote de basura, para simbolizar su rechazo a la imagen convencional de esa belleza. Al inaugurarse en la ciudad de México el concurso Miss Universo 1978, un grupo de activistas organizó un llamativo acto de protesta a las puertas del Auditorio Nacional para denunciarlo porque presentaba a las mujeres como objetos sexuales.

Pero dichos concursos no siempre han promovido una imagen tradicional de la mujer. El triunfo de María Teresa Landa, a los 18 años de edad, en el concurso Miss México 1928, y su participación como representante del país en uno internacional, al año siguiente en Galveston, Texas, dio amplia divulgación y legitimidad a los cambios en la imagen y el papel social de las jóvenes que se impuso en ciudades de todo el mundo durante los años 20.

El ideal de «chica moderna», que María Teresa Landa encarnó a cabalidad, rompía con conceptos tradicionales de la mujer victoriana, «el ángel del hogar», que vivía en función del padre o el marido.

«Desde finales de la Gran Guerra —explicaba Miss México en entrevista— las sociedades han desechado modos de pensar anticuados y ahora reconocen que las mujeres poseen un espíritu lleno de energía».

Bajo la influencia del cine y al son del jazz, las chicas modernas (las flappers en Estados Unidos o las pelonas en México) salieron a las calles procurando verse atractivas con el pelo corto y esos vestidos rectos que dejaban al descubierto la pantorrilla y favorecían una silueta rectilínea ajena a la figura acinturada del corsé y las faldas hasta el tobillo que 15 años antes eran atuendo obligado. A diferencia de las mujeres de una generación anterior, las chicas modernas se divertían en bailes, el cine o en la práctica de algún deporte, y se afanaban por verse atractivas mediante el uso de sombreros, ropa nueva y cosméticos que muchas veces compraban con los modestos salarios que habían ganado como oficinistas o profesoras.

La aspiración de autonomía era frecuente entre chicas modernas como María Teresa, quien declaró a la prensa su intención de «ser independiente en todos los aspectos de la vida». Educada en un convento y en la Escuela Normal, Landa estaba convencida de que «las mujeres que estudian son tan capaces como los hombres» y por eso se había matriculado en la carrera de odontología, que prometía un futuro profesional estable.

Sólo otra de las finalistas, Luz Guzmán, aficionada a la lectura y al baile flamenco, tenía inclinaciones intelectuales; las demás concursantes habían adoptado la moda flapper y disfrutaban de las diversiones modernas, pero no estaban a la altura de María Teresa en otros aspectos; Maruca Morales y Micaela Canales, aficionadas al cine y admiradoras de actores de moda como Ramón Novaro y Rodolfo Valentino, habían dejado de ir la escuela porque estaban convencidas de que la ciencia daba dolores de cabeza, mientras que Enriqueta Lorda manifestó su admiración por la heroína de La bella durmiente, que encarnaba su máxima aspiración: dormir tranquila.

Posar en traje de baño era requisito indispensable en ambos concursos.

Aunque muchas personas juzgaban inmoral el traje de baño femenino, María Teresa se animó a presentarse a las sesiones de fotografía en la alberca Esther de la ciudad de México, porque sabía que en las playas francesas y en las albercas estadounidenses era aceptable que señoras y señoritas lucieran «medio desnudas, es decir, mostrando las rodillas y parte del muslo».

Tras el concurso, su vida «se convirtió en un ajetreo»: visitas a la tienda de sombreros y a la modista, bailes en su honor y hasta un desfile en carros alegóricos por las calles de la ciudad. En Galveston, Texas, la rutina fue aún más agitada: «Todos los días recibíamos una agenda de compromisos que apenas daba tiempo suficiente para cambiarse de vestido».

No obstante, guardó recuerdos agradables del concurso internacional, de su amistad con las otras participantes y de las ofertas de trabajo de estudios de cine y de revistas estadounidenses, que halagaron su vanidad pero que rechazó para regresar a México donde la esperaba su novio Moisés Vidal, de 39 años de edad, con quien contrajo matrimonio al poco tiempo.

Al año siguiente, volvió a figurar en la prensa, pero no en la sección de sociales, sino en la nota roja. En un arranque pasional, Landa asesinó a su marido, al enterarse de su bigamia al estar casado con otra mujer. Aunque, en su caso, no existían atenuantes al delito de homicidio, la joven viuda fue absuelta del crimen que confesó: «Quise matarme yo, pero lo maté a él».

Las artes oratorias del abogado defensor, José María Lozano, El príncipe de la palabra, y el manejo escénico de la reina de belleza, explican tanto la decisión del jurado popular que perdonó a la asesina como la actitud del público que recibió el fallo con una ovación interminable. La estrategia del abogado fue presentar a Landa como víctima de la sociedad y de los abusos de un hombre: una mujer débil, incapaz de controlar sus pasiones, y con características propias de la mujer tradicional y no de una «chica moderna», de criterio independiente.

María Teresa Landa representó el papel de viuda arrepentida, una mujer frágil: el luto riguroso —vestido, cofia y velo negro sobre los ojos— su confesión y respuestas, y sobre todo su llanto, conmovieron al jurado y al público que atiborró el salón de sesiones de la cárcel de Belén.

Su caso fue el fin del jurado popular, porque hizo evidente que sus integrantes eran más susceptibles al virtuosismo oratorio de los abogados, al manejo escénico de los acusados y a las influyentes opiniones de la prensa, que a las razones jurídicas. El sonado juicio representó también un golpe al ideal de la «chica moderna», que enfrentó una fuerte resistencia durante muchos años.

El embrujo de María Teresa

13 Miss con MPLuis de la Barreda Solórzano, Director general del Instituto Ciudadano de Estudios Sobre la Inseguridad, A.C. (ICESI), abunda:

Escuché la sentida evocación que hace Jacobo Zabludovsky de María Teresa Landa. Un sector de la prensa ­especialmente El Nacional­ estuvo en su contra, pero Excélsior defendía a su reina de belleza y la opinión pública tomó partido por la mujer cuya fotografía ocupaba la primera plana de los periódicos. Vestida de negro, la blancura del rostro hacía un contraste onírico que acentuaban la oscura mirada abismal y las profundas ojeras. El proceso sacudió al país. La sala de jurados de la cárcel de Belén fue insuficiente para la cantidad de público que quería estar allí, presenciar el enjuiciamiento de la Venus mexicana, del ángel caído, de la viuda negra, de la primera Miss México de la historia. Medio millón de oyentes siguió por la radio el juicio. Se colocaron transmisores en la calle de Humboldt y en Avenida Juárez para que los transeúntes lo escucharan. La gente se arremolinaba. Vendedores acudían a ofrecer sus productos.

Escuchar en el antiguo Colegio de San Ildefonso ­uno de los lugares sagrados de la ciudad, dice Octavio Paz, y entonces lujosa sede de la Preparatoria Uno­ a la maestra María Teresa Landa, en su curso de historia universal, ha sido la experiencia más deliciosa que como alumno he tenido. Era una espléndida narradora. La oí conmovido contarnos de las voces de origen divino que ordenaban a Juana de Arco, humilde campesina de 13 años, liberar a Francia del dominio inglés, capitaneó un pequeño ejército que consiguió que los ingleses levantaran el sitio de Orleáns e hizo coronar rey a Carlos II en Reims antes de ser hecha prisionera, acusada de herejía y condenada a morir en la hoguera. La escuché estremecido hablarnos de los mil días que Ana Bolena resistió como esposa de Enrique VIII antes de ser decapitada acusada de adulterio. Me llevó fascinado a los paseos que por los magníficos jardines del Palacio de Versalles disfrutaba, esplendorosa en su belleza y su elegancia, la reina María Antonieta sin sospechar que a la vuelta de los días la esperaba la guillotina, a la que se le condenó infligiéndosele todas las difamaciones, atribuyéndosele todos los vicios, perversidades, depravaciones, pues, para lacerar a la realeza, la revolución tenía que destruir a Su Majestad, y acudí a la ejecución, horrorizado. Me recuerdo, después de la primera vez que nos habló de María Antonieta, corriendo, ávido, a la librería Porrúa, a comprar la vibrante biografía que sobre la reina de origen austriaco escribió Stefan Zweig.

Yo no sabía nada de la historia que casi 40 años antes había protagonizado. Era un privilegio ser su alumno. Yo ni siquiera me había preguntado por su estado civil ni de su pasado. Cuando me enteré de lo sucedido a finales de la década de los 20 de la pasada centuria ­¿cómo fue que se animó a contármelo?­, la maestra Landa pasó a ser para mí un personaje legendario y fascinante.

Estábamos en su casa. Conversábamos de mujeres destacadas de vidas difíciles y lugares prominentes en la historia. En un momento le dije que cómo podía saber tanto. Sonrió un instante antes de ponerse seria, dar un trago a su whisky y mirarme a los ojos abismalmente:

—¿Sabe, De la Barreda? Hay algo en mi vida que ni usted ni sus compañeros de clase se imaginan. ¿Quiere oírlo?

Fue la primera Señorita México de la historia al ganar, una noche de 1928, el concurso de belleza auspiciado por el diario Excélsior. No había conocido el amor… hasta que se atravesó en su senda, en aquel velorio al que acudió el 3 de mayo de 1928, el general Moisés Vidal, de 35 años, 17 mayor que ella.

Él era difícil ­¿qué hombre no lo es para quien lo ama?­, autoritario y rígido, pero no desprovisto de cierta simpatía o así se lo hizo creer a ella.

Ella intentaba amoldarse a su carácter, y él, para corresponderle, se quedaba hasta las tres de la madrugada al pie de su ventana. La Señorita México sospechó que lo hacía para distraer sus insomnios, aunque él le juraba que era para demostrarle su constancia y su adoración. También se las demostraba escribiéndole versos. Eran de calidad mediocre, pero nadie tiene la culpa de no ser asistido por las musas. Lo importante es que expresaban la pasión que la bella joven despertaba en el militar.

María Teresa Landa asistió, representando a México, al concurso internacional de belleza en Galveston, Estados Unidos. Antes de partir, el general le hizo prometerle que se casarían a su regreso. El certamen lo ganó una rubia. La mexicana conquistó al público y a varios productores cuyas proposiciones de actuar en Hollywood declinó. La esperaba en su país el matrimonio.

Sin avisar a sus padres, María Teresa acudió el 24 de septiembre de 1928 al juzgado donde su prometido tenía todo listo para la boda, incluyendo testigos mendaces. La recién casada tardó varios días en dar a sus padres la noticia. El padre se enfureció. Molesto e intrigado por la clandestinidad de la ceremonia, investigó las circunstancias y constató la falsedad de los testigos. No había duda: Moisés Vidal había jugado chueco. Pero estaba en riesgo el honor de su hija, que en aquellos años exigía el connubio para toda relación erótica. Entonces empezó a preparar la boda religiosa.

El primero de octubre, María Teresa y Moisés contrajeron matrimonio ante un altar. El padre de la muchacha no pudo evitar la asociación de ideas: se estaban casando Venus y Marte. Al poco tiempo, los cónyuges viajaron a Veracruz, donde el general Vidal debía combatir el movimiento de Escobar. Un hermano cura del general volvió a bendecir la unión y se congratuló de que Moisés se casara con «la mujer ideal».

En julio de 1929 Vidal recibió la orden de regresar a la ciudad de México. Los esposos se alegraron.

La pareja instaló el domicilio conyugal en casa de los padres de María Teresa. Hombre celoso, Moisés aseguraba así que cuando él saliera ella no se quedase sola. Eran tiempos en que las mujeres no trabajaban fuera del hogar ni salían sin compañía. Sus horas transcurrían en la morada, quizá no siempre de forma amena. Ni siquiera se contaba con la televisión, cuyo invento aún estaba lejano. Pero el amor, o la educación y las costumbres, propiciaban en las casadas la sumisión al marido.

Ejercitante de sus prejuicios y sus obsesiones, Vidal prohibió terminantemente a su mujer que hojeara el periódico. Una señora decente no tenía por qué enterarse de los crímenes y demás indecencias que llenan las páginas de los diarios. María Teresa no quería pelear respondiendo que no aceptaba la orden y acató la prohibición de dientes para fuera. Era una mujer curiosa del mundo, de la estirpe de Pandora.

El domingo 25 de agosto de 1929, los padres de María Teresa salieron muy temprano, ella de compras a La Merced y él a atender la lechería de su propiedad. María Teresa se levantó media hora después que su esposo. Mientras bebía, enfundada en una bata de seda azul, una taza de chocolate, vio sobre la mesa ¿quién pudo dejarlo allí? El Excélsior. Las ocho columnas de la segunda sección dieron inicio a la pesadilla: «Acusan de bigamia al esposo de Miss México, María Teresa Landa». El día anterior, otra María Teresa, de apellido Herrejón, había acudido ante un juez a demostrar que era la legítima esposa de Vidal, con quien había procreado dos hijas, y a acusar a su marido por adulterio y bigamia. En esos momentos, la madre de la Señorita México regresó de sus compras. Alcanzó a presenciar cómo su hija, de pie, exigía una explicación al bígamo, quien, sentado en un sillón, negó que la noticia fuera cierta.

En abril de 1923 se casaron María Teresa Herrejón y Moisés Vidal. En Cosamaloapan, Veracruz, establecieron su domicilio conyugal y tuvieron a sus hijas. Vidal acababa de ser ascendido a general. Viajó a la ciudad de México a realizar ciertos trámites que demorarían algún tiempo. Dejó a su mujer encargada con uno de sus hermanos. No le mandaba dinero, pero no la olvidaba: le escribía cartas en las que le refrendaba sus juramentos de amor. A principios de 1929 las epístolas cesaron. Había conocido a otra María Teresa, que robó su corazón.

Aunque lejos, la cónyuge oyó los rumores y fue a buscar al ausente, éste ya no se alojaba en el hotel desde el cual había escrito las misivas. La mujer recurrió a un abogado y demandó a su esposo.

Demandado, Vidal buscó a su consorte. El viernes 23 de agosto le pidió perdón, le ofreció el pago de una pensión, le suplicó que retirara los cargos y la convenció de que aceptara el divorcio voluntario. Le prometió que al día siguiente iría a ver a sus hijas, a quienes llevaría caramelos y chocolates. La visita prometida no llegó ni el sábado 24 ni después.

Aquel domingo 25 de agosto de 1929, al levantarse, Moisés Vidal llevó a la sala un libro, una cajetilla de cigarrillos y su pistola Smith & Wesson que tenía cacha de concha. El arma había quedado sobre una mesita. María Teresa Landa la vio, se lanzó sobre ella y se apuntó a la sien. Asustado, su marido intentó incorporarse del sillón.

—No te me acerques porque te disparo ­rugió María Teresa.

—¡Por favor, mi vida, deja esa pistola! ­imploró Vidal.

En ese momento se produjo el primer disparo. El gatillo del arma era muy sensible. Entonces, la mujer aprisionó la pistola con las dos manos y volvió a disparar, y volvió a disparar… hasta vaciar la carga en el cuerpo del suplicante. Entonces intentó darse un tiro. Las balas estaban consumidas. Vidal estaba tirado sangrando profusamente.

María Teresa se arrodilló ante ese cuerpo que amaba a pesar de todo, abrazó a su amado y lo besó. Su elegante bata se tiñó de rojo. Ahora era el padre de la tiradora el que llegaba a la casa. Su esposa lloraba a gritos. Su yerno yacía sangrante. Se horrorizó al percatarse del orificio en el pómulo. Su hija, con una prenda azul y roja cubriéndole el hermosísimo cuerpo, arrodillada ante el hombre mal herido, gritaba enloquecida:

—¡Perdóname, mi amor! ¿Qué he hecho? ¡Auxilio! ¡Te amo! ¡No te mueras! ¡Por Dios, no te mueras!

Todavía intentaron padre e hija llegar a un hospital para salvar al baleado. Se les murió en el camino.

Proceso Penal

13 Viuda en juicio—¡Ah, no, señor, eso no! Yo lo quiero con toda mi alma todavía y nunca le tuve rencor, pero no sé lo que hice. No estaba en mí. Quería matarme al saber lo acontecido, —dijo la Miss México en entrevista con El Universal antes de ser trasladada al reclusorio para el juicio.

El proceso legal contra María Teresa se prolongó hasta el 1 de diciembre de 1929. Las miradas se posaban sobre ella para ver cómo concluiría la pasional historia de la «mujer que parecía no terrenal».

El agente del MP la calificó de «una mujer sin entrañas equiparable a Lucrecia, Cleopatra y Salomé«.

Continúa De la Barreda: Si un juicio penal seguido por un delito grave es siempre dramático, los de aquellos años se prestaban al más intenso y espectacular dramatismo. Existía el jurado popular, cuyos integrantes no sólo escuchaban planteamientos lógicos y razones jurídicas, sino que eran susceptibles a gesticulaciones, dotes oratorias, golpes sentimentales y simpatía o antipatía de los testigos y los inculpados. Y la belleza no requiere argumentos ni justificaciones.

María Teresa Landa era tan bella que sólo mirarla provocaba inquietud.

Aunque esos testimonios nada tenían que ver con el suceso materia del juicio, varios testigos aseveraron que ella y el general pasaban horas en un cuarto de la calle de Chile antes de casarse, ¡Santo Cielo! Entre los declarantes, Consuelo Flores afirmó que le eran remunerados en dinero por su novio.

Consciente de que el jurado estaba fascinado por la acusada, el fiscal Luis Corona pidió, desechando la mínima caballerosidad, que el veredicto no se viera influenciado por la seda de las medias ni por el rímel de las pestañas de la beldad. No había duda: esa asesina ­como la llamó sin piedad­ se declaraba culpable. Además, ilustró la indecencia de la acusada mostrando tres fotografías: aparece recostada en una cama, con el pecho descubierto, fumando sensualmente; un gatito se aproxima a la fumadora y el felino, hechizado, busca en esas colinas su alimento. Todavía más: el Ministerio Público recordó, exagerando, que la uxoricida se había exhibido desnuda en el concurso de belleza, y remató leyendo una carta en la que una compañera de estudios de Odontología ­en la que María Teresa inició carrera antes de la boda­ se dirigía a la procesada «con palabras de hombre» celebrando «el gozo de sus besos». Un rumor de desaprobación al golpe bajo recorrió la sala.

El abogado defensor José María Lozano ­gran orador, ex ministro de instrucción pública del usurpador Victoriano Huerta­ llamó a declarar a un testigo clave: el autor teatral Teodocio Montalbán. Éste contó que preparaba una obra sobre el caso, para lo cual se había allegado datos interesantes. Al entrevistarla, la testigo Consuelo Flores le reveló que había declarado contra la acusada a petición de los hermanos del general y motivada por los celos, pues María Teresa le arrebató el amor de Moisés Vidal: las citas amorosas de la calle de Chile eran una mentira. Un clamor cimbró la sala. El fiscal pidió que se desestimara la declaración, pues el testigo no sólo era adicto a la cocaína sino, lo peor, familiar de la desvergonzada tiple Celia Montalbán. El acusador arremetió contra la inmoralidad de esos tiempos, subrayó que la mujer mexicana es la que brinda su abnegación y no la que asesina, y solicitó la condena a la pena capital.

El defensor se tomó cinco horas en su alegato final. Elogió la civilización occidental, en especial la cultura francesa; rememoró crímenes célebres, sobre todo pasionales; se refirió auto elogiosamente a su militancia huertista y a su próxima jubilación, y aterrizó caracterizando a su defendida como la víctima que disparó, en defensa de sus ilusiones, contra quien le infligió deshonor y duelo, movida por una fuerza moral irresistible ante el temor fundado de un mal inminente. El letrado no precisó cuál era ese mal.

Al serle concedido el uso de la palabra por última vez en el juicio, María Teresa Landa sólo dijo, ante el jurado y el público absortos, que:

Los imperativos de su destino le habían llevado al arrebato de locura que la hizo destruir su felicidad matando al hombre a quien amaba con delirio.

Un aplauso atronador, interminable, con el público de pie, acogió su intervención.

Sin embargo, el clímax del caso llegó cuando el jurado, seducido al ver a la mujer vestida de negro y belleza inigualable admitir su culpa y romper en llanto, decidió dejarla absuelta del crimen, pese a que desde el punto de vista jurídico no había atenuantes.

El jurado la absolvió. El fallo fue recibido por una ovación. Fue sacada de la sala en hombros, vitoreada por la multitud. La sentencia no fue bien recibida en los círculos jurídicos: la conducta de la enjuiciada no encuadraba en ninguna de las justificantes ni de las causas de inculpabilidad previstas por el código penal.

María Teresa Landa sobrevivió a su esposo 63 años. Nunca volvió a casarse. De Mauleón especula que esa prolongada soltería «significa que acaso perdonó a Moisés Vidal, y que siguió amándolo». Sé que sus alumnos de la Prepa Uno, salvo los que tuviesen corazón de piedra, no podíamos sino amarla al escuchar sus clases muchos años después de aquel juicio, culmina su evocación Luis de la Barreda.

FUE EL FIN DEL JURADO POPULAR EN MÉXICO.