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Consideraciones sobre la Patria

En nuestro pasado se pueden identificar lo que podríamos denominar “explosiones de patriotismo” que han salido de las calderas volcánicas de nuestras guerras extranjeras y discordias civiles, de nuestras utopías frustradas y de nuestros éxitos aclamados

Historiador y cronista. Licenciado en Derecho por la UNAM (1966-1970) y Lic. en Historia y Antropología por la Universidad de Sonora. Tiene nueve publicaciones, obras de gran aporte para la historia del estado y de las culturas populares sonorenses.

Por José Rómulo Félix Gastélum

La edificación de una Nación es una suma de hechos históricos. La historia patria que los gobiernos recogen y viste con la necesidad de una narrativa oficial, y el pueblo acepta como un alimento a su necesidad de creer.

La de México como la de cualquier país, no es la excepción. 

En la historia nacional se mezclan el mito con la leyenda, la epopeya con la ruindad, la virtud con la traición, la visión de conjunto con las pulsaciones regionalistas, el deseo colectivo con el interés personal.  

En nuestro pasado se pueden identificar lo que podríamos denominar “explosiones de patriotismo” que han salido de las calderas volcánicas de nuestras guerras extranjeras y discordias civiles, de nuestras utopías frustradas y de nuestros éxitos aclamados. 

Si bien lo que hoy es México —al igual que el resto de los reinos y territorios americanos del momento—, nacen del proceso atlántico de incorporación colombina de las llamadas Indias Occidentales —América— a la Corona de Castilla en el siglo XV, y desde una época muy temprana empieza a germinar la semilla de la autonomía y el destete de Europa. 

Los hijos de los primeros conquistadores y encomenderos, molestos por la limitación gradual de sus privilegios y canonjías por parte del humanismo cristiano de los reyes españoles, se alzan a primera hora de la colonia al grito de autonomía o rompimiento. 

No obstante al no prosperar su reclamo, éste se incubará en los siglos de la colonia novohispana hasta que el sacerdote jesuita mexicano Francisco Javier Clavijero —siglo XVIII— lo saca a la luz con sus escritos sobre el orgullo criollo que se enraizaba en un pasado autóctono y propio que lo hacía diferente y legítimo del venido de España. 

El siglo XIX habrá de presenciar este debate por el proyecto de Nación en discusiones entre logias masónicas yorkinas y escocesas, federalistas y centralistas, monárquicos o republicanos, liberales y conservadores. Sentidos serán en casi todo el siglo sus pugnas.

Hasta antes de la aparición de esa generación liberal, que son los mexicanos nacidos en su mayoría en los albores del año de la independencia formal de 1821, los mexicanos de la primera hora del México independiente se debatieron entre la nostalgia de un pasado apacible y la incertidumbre de un futuro incierto. 

La idea de Nación, Nacionalidad, Patria y Mexicanidad no había podido ser templada ante tanto descalabro militar, debilidad de las instituciones nacionales, pobreza y subdesarrollo atávico y ausencia de símbolos aglutinadores con la excepción del culto guadalupano.

La victoria sobre la intervención francesa y Maximiliano de Austria en junio de 1867 en Querétaro, vino a fraguar el orgullo patrio como nunca había pasado. Sobre todo por la derrota y postración de la Guerra contra los Estados Unidos en 1846-1848, donde perdimos medio México.

Desde entonces, la historia mexicana es de contenido liberal en la que no tiene cabida ni los conservadores, ni los imperialistas, ni cualquiera que ponga en entredicho el culto a los héroes de esa generación. 

De ahí que los ataques que plumas como la de Francisco Bulnes y otros más cuestionando la visión idealizada del juarismo y las reformas liberales obliguen a una ingeniería política durante el porfiriato que se traduce en las obras: “México a través de los siglos” de Vicente Riva Palacio y “Juárez su obra y su tiempo” de Justo Sierra, con el objetivo de rebatir tamaña herejía. 

En ambas se refuta la ofensiva y cumplen su cometido. Nunca más serán cuestionados los errores y vicios del santoral liberal —juarista mexicano—, y ambos textos esenciales acabarán siendo una especie de bálsamo legitimador de la dictadura porfirista, como continuación de la obra de reconstrucción nacional. 

Ya en el siglo XX, durante el México de la posrevolución, el Estado mexicano incorpora al indígena a la historia de bronce como un acto de justicia histórica, y como parte del nuevo tutelaje del régimen en el poder. 

Sirvan estas breves y modestas líneas para reflexionar sobre la argamasa, madera y tornillos además de sangre, sudor y lágrimas, con la que se ha construido nuestra narrativa nacionalista, en este mes de septiembre, mes de la independencia nacional y del país que vivimos.