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El fenómeno de los «cholos»

Por Héctor Rodríguez Espinoza

«Estos hijos de mexicanos ya nacidos muchos de ellos en Estados Unidos, crecieron con el miedo de ser lo que eran, y fueron acumulando por dentro el coraje de resultar convictos, antes de haber cometido un solo delito».  

En forma cíclica, pero cada vez más frecuentes, aparecen en nuestra sociedad urbana y suburbana, ciertos modos de comportamiento heterodoxos, entre los adolescentes y los jóvenes.

En nuestra región, por tratarse de estados fronterizos o de flujo y reflujo a y de los Estados del suroeste de los Estados Unidos —con quienes se genera un cada vez más peligroso choque cultural—, tales modos de comportamiento suelen ser adoptados por imitación lógica o extra lógica, de grupos más o menos identificados de California y Arizona.

Ese fue el caso, entre otros, de los hippies, en la década de los 60 y es, también entre otros, el de los “cholos” hasta el presente.

Si los hippies se rebelaron en contra de lo establecido (el establishment), en contra de la falsedad y de la hipocresía que caracterizaban —y siguen caracterizando— a la sociedad moderna occidental; en contra de los dictados morales de sus padres y maestros, y particularmente en contra de la guerra de Vietnam, ¿cuáles son las causas primera y última de este contemporáneo fenómeno de los denominados “cholos”?

Hasta ahora, este fenómeno social de los “cholos” —descendientes directos del pachuco, llamados también homeboys, “carnales” o “gangas”—, se ha manifestado en nuestro Estado en los muros de las calles, en camiones, mostrando, con su propio sui géneris alfabeto, una huella que, a primera vista, se trata de “un diagrama de palabras y onomatopeyas que forman más un dibujo, que una grafía, a manera de un lenguaje cifrado de enervante misterio”, que indica las iniciales del barrio a los que pertenecen los miembros de la pandilla, y pintan las siglas, adornándolas con su signo espontáneo.

Según un estudio norteamericano sobre algunos de dichos signos, su sentido indica la pertenencia a una pandilla, la protección de la misma, mensajes de amor, supremacía de cabecilla, el número trece, la décima tercera letra del alfabeto, significa yerba o mariguana. En fin, librándose a sí mismos de los patrones aceptados de expresión literaria, han desarrollado un elaborado sistema de símbolos que se mantienen como gráficas en las paredes del barrio, como signos cabalísticos, jeroglíficos de la conciencia del barrio. Son símbolos secretos cuyo uso rechaza las normas aceptadas por la sociedad convencional. A través de ese lenguaje, un grupo, basado en la experiencia compartida del barrio, genera sus propios valores. Su versión propia de lo que es bueno y lo que es malo, lo que se acepta y lo que no, y todo ello forma la base de la moralidad del barrio.

Aunque su origen geográfico se encuentra en la inmensa comunidad chicana del este de Los Ángeles, su presencia inundó primero Chihuahua y Sinaloa, y ya es muy común ver sus pintas en Huatabampo, Obregón, Guaymas, Hermosillo, Nogales y San Luis.

Murales del movimiento chicano de la década de los 70 en el este de Los Ángeles.

Según un reportaje realizado por Fernando de Ita, en Los Ángeles (Uno Más Uno, del 16 al 20 de diciembre de 1980), los “cholos” son la expresión o imagen romántica de un conflicto social, racial, económico, político y cultural entre los dos pueblos, incrementando la guerra entre pandillas; violencia juvenil que las autoridades de la ciudad han entendido como “consecuencia de las pésimas condiciones de vida que hay en los barrios chicanos, en virtud de la mala atención que reciben en las escuelas públicas, por las pocas oportunidades de trabajo que hay para los jóvenes de origen mexicano, gracias a la represión policíaca en contra de la raza”, y en suma, por la discriminación racial que aún persiste.

Entrevistado al respecto Benjamín Covarrubias, “El Trueno”: The Thunder, manifestó que “siempre han tenido que usar toda su fuerza para aguantar la discriminación que sufren desde la escuela, donde los maestros los golpean por hablar español y “por quítame estas pajas”. Lo peor de todo era que, al quejarse los niños con sus padres del mal trato de los profesores, los progenitores les decían que se callaran, que no hablaran español, que no se hicieran merecedores de una investigación familiar, por temor a que saliera a relucir su calidad migratoria. Así las cosas, estos hijos de mexicanos ya nacidos muchos de ellos en Estados Unidos, crecieron con el miedo de ser lo que eran, y fueron acumulando por dentro el coraje de resultar convictos, antes de haber cometido un solo delito”.

El caso es que la drogadicción, el tráfico de armas y la violencia entre las pandillas han movilizado a varias organizaciones de trabajo social, centros de estudios chicanos, autoridades universitarias y civiles de la más populosa comunidad mexicana, después del Distrito Federal (más del 42% son hablantes del español).

Los antecedentes que se conocen son el gran motín chicano de 1943, reprimido por la Guardia Nacional con lujo de violencia, y el triunfo de una obra de teatro campesina en 1975, con motivo de la cual los jóvenes chicanos comenzaron a vestir la indumentaria del pachuco popularizado en México por Tin-Tán, que la puso de moda desde principios de la década de los 40: pantalón balón y el saco colgado hasta las rodillas, y sobre todo heredaron el sentimiento de orgullo de su raza: “la raza”.

El actor Germán Valdéz “Tin-tán”, fue uno de los pachucos más populares de México.

Sea lo que fuere, visto dicho fenómeno sociológico en su lugar de origen —la comunidad chicana de Los Ángeles—, ésta los catalogó como “la fuerza de choque del sector de indocumentados, producto lógico de una sociedad que por un lado los margina, y por el otro los hunde en las peores aguas del consumismo y la dependencia del mismo sistema: el deseo del triunfo”.

La influencia del mexicano radicado en los Estados Unidos, pues, en más de 50 años se ha apoderado de la mitad de Los Ángeles. Ahora, su juventud extiende su marca a lo largo de los 3,180 kilómetros de frontera, y penetró a lo largo y ancho de cuando menos la mitad norte de nuestra República.

Si el grupo a que nos referimos tiene, como origen muy explicable, una reacción frente a las condiciones que los oprimen en los Estados Unidos, ¿cuál es entonces la explicación a la presencia de sus seguidores en el país?

Una respuesta seria y fundada amerita, más que algún amarillista reportaje periodístico, una investigación social de alguna institución responsable.

Mientras ello ocurra, puede aventurarse el juicio de que, dada la similitud en sus signos cabalísticos, que reflejan “la conciencia de un barrio y el rechazo de las normas aceptadas por la sociedad convencional, despreciando los valores en boga y generando sus propios valores y su propia moralidad”, los pocos originales y nativos “cholos”, pachucos, homeboys, carnales o gangas, seguirán ganando más adeptos entre nuestros adolescentes y jóvenes.

Quizá por una simple imitación extra lógica.

Quizá como una prolongación del grito desesperado de nuestros hermanos de sangre que siguen y seguirán padeciendo la transición histórica, psicológica, racial, cultural, económica y política, en la tierra de sus no muy lejanos antepasados.

O quizá por ambas razones.