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El Hermosillo que se nos fue

Un breve capítulo

Por Héctor Rodríguez Espinoza

Mi padre provenía de Moyahua, Zacatecas. A principios de siglo —con su arrojo y aspiración de salir de un futuro campesino— muy joven emigró a Estados Unidos. Una madrugada tomó un viejo veliz, se despidió de abrazo de sus hermanos y —a la usanza— de sus padres, besándoles, arrodillado, su mano y recibiendo la bendición. Bajó a la carretera a esperar el camión hacia el ignoto norte. En el último asiento trasero, al tiempo que el autobús reiniciaba su desplazamiento, volteó y clavó su mirada en lo que fue su infancia que dejaba para siempre. En el radio del vehículo, escuchaba sollozando:

MI RANCHITO: “Allá, al pie de la montaña, donde se oculta temprano el sol, quedó mi ranchito triste y abandonado ya mi labor. Ahí me pasé los años y ahí encontré mi primer amor, y fueron los desengaños los que mataron ya mi ilusión. …

Se instaló en el pueblo de Sonora, Arizona, se dedicó a la compra y venta de oro.

Las chorreadas, baile y comunicación con extraterrestres: todo por 20 centavos

Mis padres se conocieron, alrededor de 1938, en un Mineral “La palma”, entre Rayón y Ures, mi papá había regresado a México y ejercía el pequeño comercio con mercancías que transportaba desde Hermosillo, a bordo de un camión fletero. Disfrutaba especialmente cuando, en el radio, Luis Pérez Meza cantaba

EL SAUCE Y LA PALMA: El sauce y la palma se mecen con calma, sus hojas se visten de un nácar azul, hermoso sombrío del sauce y la palma, alma de mi alma, ¡qué linda eres tú! …

Junto a su casa, construyó una canchita de cemento, organizaba bailes sabatinos, con música de discos de 78 revoluciones y un amplificador de sonido. Los muchachos enamorados, a cambio de monedas, dedicaban las canciones a sus pretendidas, como aquel éxito de Tin-tán y su carnal Marcelo:

ÉCHALE CINCO AL PIANO: ¡Échale cinco al piano… y peseta de un jalón!, y véngase mi prieta pa’ enmedio del salón, bailemos esta polka, la rumba o el danzón, nomás se me arrejunta y verá qué vacilón. …

Aprovechaba para dedicarle sus canciones a su pretendida Trinita, como aquella

INDITA MÍA: Indita mía, si no me quieres, indita mía, ten compasión; mira que el hombre que te idolatra se encuentra herido del corazón. …      

Mi hermano Mario cuenta, con sabor y risas, el relato escuchado de cuando a mi papá se le quedó gran cantidad de pan bien duro. Se le ocurrió hacer miel de panocha de Ures, untársela a las virginias y los birotes y ofrecer, a todo pulmón, un nuevo producto: ¡“Pásenle a las chorreadas nuevecitas! ¡A veinte centavos, pásenleee…”! Se le agotaron en un dos por tres y ya tenía una deliciosa mercancía más.

Veinte centavos eran los que cobraba a toda persona que quisiera conocer el único aparato de radio de los alrededores —invento que recién llegaba a esa apartada comunidad— y oír música variada; los noticieros en inglés y español sobre la situación de las tropas aliadas en los frentes de batalla de la Segunda Guerra Mundial; o transmisiones ininteligibles y viciadas con los más raros ruidos, de las de onda corta y que el intrépido y versátil promotor de todo lo que fuera diversión traducía, interpretaba o inventaba (quizá diciendo que “eran seres de otros planetas que se querían comunicar con los terrestres habitantes de La palma”). Todo por el mismo precio. El chiste era compartir el último grito de la tecnología electrónica con su pueblo y disfrutar con ellos, teniéndolos a todos embobados viendo, con tamaños ojotes, el aparato; y pegando, lo más posible, las orejotas al mágico artilugio.

 (En un ocasional domingo, a fines de los 60, mis hermanos y yo decidimos buscar en esa región lo que quedaba del conjunto de caseríos de lo que fue La palma. Preguntando aquí y allá, creo que dimos con el sitio, ya enmontado e identificado por lo que debió haber sido la famosa canchita de cemento. Llenos de natural emoción, recorrimos un promontorio cubierto por yerbas y arbustos, imaginándonos una y mil cosas y situaciones que de niños habíamos escuchado y de parientes. Entre el trinar de las aves y el correr de un viento fresco, me senté a recrear imaginariamente sus

CUATRO MILPAS: Cuatro milpas tan solo han quedado en el rancho que era mío, ¡ay, ay, ay ay!, de aquella casita, tan blanca y bonita, ni un muro quedó. … )

Testimonio de Don Rosauro Alday Álvarez

“Corría abril de 1935. Yo, nacido el 30 de agosto de 1920, con mis casi 15 años de edad, era ayudante del Sr. Enrique Valenzuela, residente de Ures y propietario de un gran carro tirado por mulas, que utilizaba entre otras actividades para el acarreo de pasturas y forrajes. Fue en estas fechas y realizando este tipo de labores cuando conocí “La palma”, a 32 kms. y al noroeste de Ures.

También conocimos “placeres” o puntos mineros como: “El cumeral”, “La de Salas” y “Palma agujerada”. En este “puntaje” rincón de nuestro laborioso Estado; digo “puntaje” porque, como todo mineral en pleno apogeo, en “La palma” se observaba un intenso ritmo de trabajo que se manifestaba en diversos factores, como: compradores de oro, proveedores de mercancías, aprovisionamientos, comerciantes y diversos prestadores de servicios. 

En este ambiente netamente de trabajo conocí al Sr. Odón Rodríguez, como ocasional comprador de oro y propietario de un abarrotes, frente a lo que era una plaza encementada donde se realizaban eventos, principalmente bailes semanales, amenizados por orquestas de moda: la de “Pancho Haro”, “Los carretas” y otras.

En la primera figuraban músicos de la talla del Sr. Gildardo Vázquez, oriundo del desaparecido Batuc y compositor de canciones muy populares aún, como “Baile del Diablo”, “Blanca” y algunas más. Figuró como integrante el Sr. Francisco Varela, padre de la prestigiada Musicóloga Dra. Leticia Varela Ruiz.

El abarrotes del Sr. Odón Rodríguez era atendido personalmente por él y por una dama de piel blanca y de mediana estatura, cuyo nombre no podría recordar. Otra de sus ocupaciones era la realización de aquellos alegres bailes.

Me fui del lugar por la demanda y necesidad de otras ocupaciones y el transcurso del tiempo; hasta 1951 lo volví a saludar aquí en Hermosillo en su abarrotes en las calles de San Luis y Décima, Colonia 5 de mayo, y de la cual también yo fui vecino en los años de 1950 a 1956.

En las diferentes visitas en su negocio y en nuestras charlas, al referirle de personas y acontecimientos de aquel tiempo, sostenía que personalmente no me recordaba pero agregaba: “Ciertamente no te recuerdo personalmente, pero todo lo que me refieres y me cuentas es cierto muchacho…”. Y con sonrisa ufana, después de platicar, nos despedíamos siempre con cordialidad…”.

¡Ese es Diuuures… Donde la laguna encantada!

Sea lo que fuere, el apuesto joven y trabajador forastero Odón —fiel al dicho de que “trigo, garbanzo y mujer, de Sonora deben de ser”— y quien había sido su dependienta en el abarrotes, la bonita María Trinidad (atributos de ambos que lo prueban fotos y testigos de la época y, sobre todo, los indiscutibles ojos de mi corazón), contrajeron matrimonio, en septiembre de 1940, en Mátape.

Terminada la fiesta amenizada —por supuesto— por la originaria orquesta familiar de Los Othón, ya para abordar su vehículo nupcial mi papá pidió que los despidieran con una canción de moda, que disfrutó mucho, no así mi mamanina, quien la escuchó con un paliacate enjugándose las lágrimas y con el corazón “choro”:

LOS DOS AMANTES: ¿Cuál de los dos amaaantes sufre más pena? ¿el que se vaaa o el que se queda? el que se queda se queda llorando, y el que se vaaa, se va suspiraaandooo…

Su luna de miel fue en Guaymas y se fueron a vivir a otro mineral llamado “Los lavaderos”, por un año. Estando cercano el nacimiento de Luis, decidieron que el parto fuera en Hermosillo. Pero de paso por Ures, donde atendía un médico de fama en la región, hermano de un joyero de la capital del Estado, optaron por quedarse allí y esperar el arribo de la cigüeña, quien llegó el 30 de agosto de 1942. Mi medio hermano Odoncito —quien, lo mismo que Luis, heredó el buen humor de nuestro papá—, solía hacer desatinar a Luisito choteándole, con una tonadilla burlona: ¡Ese es diuuuures (de Ures)!

Hacía referencia a la legendaria laguna de la antigua Atenas, en la que las malas lenguas decían que todos los que se bañaban en ella, ¡quedaban inmediatamente encantados!

Luisito sólo alcanzaba a contestar una frase de denuncia, que constituyó una identificación familiar: ¡Míla papáaa… (mira papá)!

Otro telegrama a la cigüeña. “¡Pues si quiere lo devuelvo!”

Ya con el rechoncho y bonito primogénito Luis en los brazos, Odón y Trinidad decidieron inteligentemente vivir en Hermosillo, por las mayores y mejores oportunidades de educación para sus hijos. Rentaron una casa en la esquina de las calles Rayón y Jalisco, donde Don Odón continuó ofreciendo los servicios de pequeño comerciante, en lo que tenía más experiencia.

En esa modesta vivienda, hoy inexistente, a mediados de marzo de 1944 volvieron a poner otro telegrama a la ave zancuda para contribuir a la patria, me concibieron y, con el auxilio del Dr. Heraclio Espinoza, paisano de mi papá y ginecólogo de moda, nací a las cuatro de la madrugada del 11 de diciembre de ese año, día de San Dámaso y víspera del mexicano día de la Virgen de Guadalupe, bajo el signo de Sagitario.

Algún experto en el Horóscopo escribió que “casi siempre, el Sagitario típico es feliz, gregario, ingenuo, bravo, idealista, generoso y optimista; valora la inteligencia de una mujer; posee una fuerte vena religiosa, especialmente en su juventud; de una memoria fantástica; tiene algo de Don Quijote; pero su temperamento puede estallar como un cohete si se siente importunado por gente que abusa de su forma de ser naturalmente amistosa o se toma demasiada confianza con él. También es habitual la rebelión contra la autoridad y contra una sociedad opresora”. Entre las personalidades Sagitario famosas se cita a Beethoven, María Callas, Winston Churchill, Joe Dimagio, Walt Disney, Kirk Douglas, Nostradamus, Betty Grable, Papa Juan XXIII, Manuel de Falla, Frank Sinatra, Steven Spielberg, Mark Twain y Carlos Gardel.

Mi mamá deseaba una niña, pues ya tenía a Luis, por lo que al momento del parto le preguntó a Don Heraclio:

—¿Qué es, doctor?  —y al contestarle el galeno—:

—¡Es hombre! —mi mamá, todavía exhausta pero naturalmente decepcionada y con tonada matapeña, exclamó:

—¿Hooombreee? —a lo que el médico partero, conmigo en los brazos, dándome las clásicas nalgaditas para respirar llorando por vez primera fuera del vientre materno, con tono comprensivo y burlón le replicó:

—¡Pues si quiere lo devuelvo…!

La escuela secundaria II. La muerte de mi padre

El hecho más triste de mi época de estudiante de la secundaria fue cuando, el 15 de abril de 1958, durante el curso del tercer año, y después de un penoso y largo quebranto de salud, atendido esforzadamente por los doctores especialistas Gastón Madrid, Ramón Ángel Amante y Moisés Canale Rodríguez, murió mi padre, a la edad de 64 años. Seguramente por su tabaquismo —vicio que abandonó poco tiempo antes de morir, pero después de fumar ¡desde los doce años!—.

Especial confianza tenía mi papá —lo trasmitía a su familia— en el Dr. Ramón Ángel Amante, médico familiar que lo visitaba a domicilio. La familia completa lo atendimos amorosamente, durante largos meses, en su lecho de enfermo, en todas sus necesidades. En esos días principiaba su trabajo pastoral en el barrio, el entonces jovencito Padre Arturo Torres Enríquez, siendo seguramente uno de sus primeros servicios la imposición de la extremaunción y de los Santos Óleos al jefe de nuestra familia. (Arturo organizó, en el Templo del Sagrado Corazón de Jesús, el grupo de los Misioneros, adolescentes que cooperábamos en distintas actividades de la feligresía del barrio. Recuerdo que una vez me comisionó para que en un festival celebrado en el Centro de catequésis que dirigía la Señorita Felícitas Zermeño —a quien por cierto una vez visitamos en su lecho de enferma, Luis y yo, expresándonos unas palabras y seguramente su bendición—, leyera unas palabras, siendo la primera vez que yo hablaba en público. Una fotografía que me fue tomada en ese evento, junto con muchas otras, la tuvo el Padre Torres debajo del cristal de su escritorio durante mucho tiempo, lo que a mí me sigue halagando y comprometiendo mucho. Desde entonces, había sido muy estimado en la familia y apreciado como su mejor amigo por mi mamá).

Particularmente tristes por la muerte de nuestro padre, debido a su tierna edad, recuerdo a Mario y a la Finita, su consentida, por ser la socoyotita. Era natural, pues los tres eran los que menos tiempo se disfrutaron.

Al fallecer mi padre, tenía yo entonces sólo catorce años. Su muerte nos privó, a ambos —como en realidad a todos sus hijos— de un secreto y mutuo orgullo. Él lo demostraba, a su manera, con todos, cada vez que podía, si bien conmigo fueron o recuerdo pocas. Y yo, ¿qué más puedo agregar al sentimiento de vacío espiritual que, desde su ausencia, he sufrido? Sobre todo cada vez que siento haber obtenido algún logro significativo en mi vida y que quisiera ofrecérselo. Decirle, por ejemplo, algo así como:

Mira Papá, esto —mucho o poco— es por y para ti. Tus ilusiones nos han inspirado a seguir tu ejemplo de trabajo decente. Pocas ganancias, pero bien habidas. Ya no me avergüenzo de tu oficio de pequeño comerciante, uno de los tantos que sabías hacer y que le enseñaste a nuestra madre para que, a tu desaparición, se hiciera cargo del changarro —que atendería hasta el fin de sus fuerzas, más por gusto que por necesidad y ventas— y de nosotros, para sacarnos adelante. A todos de la Universidad, aquella escuela superior que la escasa preparación educativa de ustedes no les permitió estudiarla, pero sí desearla y lograrla para su prole, cuando decidieron venirse desde el mineral de “Los Lavaderos” y, junto con la vida, salud, dignidad y educación que nos legaron, sembraron en nosotros la invisible semilla de la honradez. Ahora se la entregamos a nuestros hijos. Espero la aprecien y la vivan. Hasta la vista, Papá.

O para escribirlo con las palabras del poeta español, valorado en la década de los cincuenta, Jesús López Pacheco:A MI PADRE: Padre obrero: de tu trabajo vengo,/ de tu ascención a mano dura y dura/ por la vida. Mi grito de poeta,/mi vida de hombre claro y enfrentado, / vienen de ti, de tu sudor de oro. / Tengo mi infancia en la memoria llena / de tus manos de hombre manejando/ las herramientas: curvo alicates,/ limpio martillo, sierra sonriente…